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Los Números anuncian su llegada
Martes, 22 de mayo, por la noche
(Bede)
Qué carrera me he dado, Anna mía. Parece tan fácil contarlo todo cuando sales del caos y entras en la secuencia lógica de los hechos. Y en esa secuencia —casi como si fuera un cuadro cubierto por una sábana— estoy yo, incauto protagonista, y el hecho no es un hecho sino «el asunto».
La frescura de la noche había caído sobre la torre; el sol había desaparecido. Los últimos restos de veteado en el cielo resbalaban por detrás del bosque de San Pietro. Los robles se asomaban compactos sobre la cantera: una formación de caballeros vestidos de negro. Luego un sonido. Un mensaje en la BlackBerry, del Número Uno: «Vamos hacia tu casa».
Me quedaba aproximadamente un cuarto de hora. Recogí los calcetines que Thomas se había olvidado, la botella de licor de los apicultores, la jarra de limonada, los vasos, y lo tiré todo a la cisterna. Arreglé los sofás.
Bajé las escaleras a todo correr y regresé a la villa. Anna me llamaba, como si supiera algo: «¡Bede! ¡Bede!». Presagiaba el final de Bede Lo Mondo. Y quería su propio final ella también. Le di una dosis doble de medicina, luego le sequé los labios con un pañuelo y ella quiso besarme los dedos.
—Nos veremos muy pronto, ¿te acuerdas de nuestra promesa? —le susurré, para que no me oyera Pina—, siempre juntos, nosotros dos…
Anna no entendía. Farfullaba:
—Mene, bede, bene.
Tres meses antes, cuando llegó aquí, cansada y dolorida, traída por una ambulancia, yo estaba con ella. Giulia y Pasquale se habían unido a nosotros. Al llegar ante la villa, insistió en entrar en casa de mi brazo. Fue subiendo la escalera peldaño a peldaño, cauta, sobre los huesos debilitados por la osteoporosis, apoyándose por un lado en mi brazo y por el otro en la barandilla. Giulia y Pasquale se habían metido en el comedor. Anna esperó a que se fueran y se volvió hacia mí. Su rostro se relajó en una sonrisa. Me agaché para besarla. Después de una vacilación me rechazó y se dejó llevar a un llanto irrefrenable:
—Soy fea y vieja, Bede mío, Beduzzo. He venido aquí para morir —murmuró.
—Moriremos juntos, ¿recuerdas el pacto? —Y la besé en los labios.
Ha llegado el momento, Anna mía.
Bajé a la hospedería y emboqué la escalera subterránea. En vez de ir a casa cogí el pasadizo que llevaba al río. Pensaba en mis padres, en mis hermanos. A la muerte de Tommaso me había mudado a Pedrara por voluntad de Anna y también porque deseaba volver a ver a mis padres. Nos comunicábamos tan sólo por carta: según mi padre, el teléfono hubiera sido una emoción demasiado fuerte para mi madre. Desde el «asunto» habían pasado diez años, un lapso de tiempo suficiente para que la gente olvidara, o eso pensaba yo. Había planeado dar una sorpresa a mi madre presentándome en casa a la hora de la comida, sin avisar. Hablé por teléfono con mis hermanos, que habían vuelto a Pezzino e iban tirando como tractoristas.
—No hagas nada parecido sin hablarlo antes con papá —me dijo Gaetano.
Mi padre me citó en el bosque de San Pietro, el que habíamos atravesado juntos la noche en la que me había llevado a conocer a Tommaso. Vino con Gaetano y Giacomo, que no quisieron bajar del automóvil mientras él me hacía gestos de que lo siguiera. Había envejecido y caminaba mal. Nos adentramos en la espesura del robledal. Los troncos habían sido descortezados; desnudos, parecían afligidos. En un claro había algunos árboles abatidos, los troncos inertes y gruesos como paquidermos.
—Sentémonos —dijo mi padre.
—¿Por qué no has traído a mamá?
—No está bien. Tiene la presión alta, las piernas hinchadas…
—¿Puedo ir a casa?
—Nunca. —Y habló—. Mientras te llevaba a Pedrara, los desgraciados de tus amigos, unos camellos, eso es lo que eran, vinieron a buscarte a casa. Tu madre no tuvo más remedio que dejarlos entrar, de lo contrario habrían echado la puerta abajo. Estaba sola. Puesto que no contestaba a sus preguntas, la ataron y la amordazaron. Ella no sabía en realidad adónde habíamos ido, pero no la creyeron y le dieron una paliza. Destrozaron tu habitación a estacazos y dijeron que volverían y nos matarían a ella y a mí si no les decíamos dónde te habías ammucciato, escondido. La dejaron atada, sola, empapada porque se había meado encima a causa del miedo. Cuando regresé y la encontré en ese estado, lo comprendí todo: eran hombres sin pertenencia, y por eso de los más peligrosos, porque no tienen reglas. Llamé a tus hermanos para que volvieran de Alemania, los necesitaba a mi lado.
Mi padre me contó a grandes rasgos los hechos. Al muerto lo encontró al día siguiente una vecina de casa que le hacía la limpieza; un homicidio a manos de desconocidos con propósito de robo, se dijo en el pueblo. La gente y los carabineros dirigían sus sospechas hacia un drogadicto. Era el periodo del festival de Pantalica, todos los días y todas las noches había música, juventud, droga, alcohol. Mis hermanos y mi padre acamparon en las tumbas de la cantera. Aprendieron a reconocerlos desde lejos y a identificarlos entre la multitud. Estudiaban sus movimientos y sus costumbres. Después de eso, se apostaron cada uno en un lugar distinto. En el día de mayor confusión, durante el concierto de un grupo norteamericano, los cuatro cantaban y bailaban en medio de los demás.
—Menuda la traca de balas que se montó entonces. Gaetano y yo apuntamos y disparamos perdigones para acabar con esos cuatro, y los matamos a todos, uno a uno. Giacomo, en cambio, bombardeaba a la multitud con balas de fogueo, para desviar las sospechas. Muertos de un solo disparo, en la cabeza —dijo mi padre con orgullo—. ¡Yo había enseñado a mis hijos a disparar para defenderse del enemigo y, en cambio, mataron para defender el honor de los Lo Mondo! —Por ahí se dijeron muchas cosas: que había sido un ajuste de cuentas entre camellos, o el gesto de un loco, a quien llamaban «el monstruo de Pezzino», o hasta un atentado de los anarquistas—. Eso fue lo que hicieron por ti tus hermanos y tu padre. Para salvarte y para vengar el daño hecho a tu madre.
Cuando la policía hubo establecido que la muerte del viejo había sido un homicidio a manos de desconocidos y archivó la investigación, mi familia creyó que me resultaría posible volver al pueblo. Pero no fue así. La vecina del viejo había espiado a los asesinos por detrás de las persianas: eran cuatro hombres y una mujer. Ella los conocía, y sabía que eran precisamente los que habían muerto en Pantalica. Pero faltaba la mujer. ¿Dónde estaba? ¿Y quién era? El hijo del muerto vino a saberlo: preguntando aquí y allá se enteró de que por aquel entonces yo me veía con los cuatro de Pantalica y que me gustaba jugar a cambiarme de ropas. Intentó inútilmente reabrir la investigación, después de lo cual alquiló la casa que estaba enfrente de la de mis padres y metió en ella a una anciana para vigilarlos; ésta consiguió ganarse la confianza de mi madre y no dejaba de entrar y salir de nuestra casa con la excusa de que le cosiera su ropa.
—Mientras vivas, no puedes volver a pisar Pezzino. No quiero que vayas a ver tu madre. No me fío de que guarde silencio: si supiera que estás aquí, se le escaparía algo con las clientas. Debes estarles agradecido a tus hermanos y vivir lejos de nosotros.
Se pasó el dorso de la mano por los ojos, para quitarse la humedad. Y se quedó sentado con las manos entrelazadas en medio de sus anchas piernas, con la cabeza gacha.
Desde entonces, Pedrara se convirtió en una cárcel para mí.