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Cuánta razón tenías, tía Anna
Viernes, 25 de mayo
(Mara)
La voz grabada, persuasiva y sin acento, repite las últimas recomendaciones antes del despegue. Miro, a mi izquierda, el inmenso cono aplastado de la Muntagna, como la abuela Mara, nacida en Zafferana, llamaba al Etna: genio benéfico para los habitantes de la zona, la Muntagna siempre atenta para desviar la colada lávica de los pueblos a ella devotos, premurosa en advertencias con los gruñidos de sus tripas y pródiga en abundantes cosechas. Estoy tensa. El avión se separa del suelo. Un suspiro. Bañada por un mar azul cobalto, Catania se ve hermosa y negra, desde lo alto. La exuberante costa es rica en cítricos en flor. El verde follaje reluce bajo los rayos sin piedad del sol; pronto se posará en ellos la pátina de polvo traída por el bochorno estival.
El piloto se acerca al cráter como si quisiera rozarlo. Está tranquila, hoy, la Muntagna: desde la boca del volcán asciende hacia el cielo claro un hilo de humo apenas visible. La vista se extiende sobre la isla entera. Mi madre contaba que, cuando los justos mueren, sus espíritus convergen en el cráter para reunirse con los antiguos espíritus de otros justos, que tienen la tarea de escoltarlos al paraíso. Antes, sin embargo, dan la vuelta a la isla para decir adiós a siete sitios «especiales» de Sicilia: el castillo de Naro, sacudido por el viento día y noche; Caltabellotta, enroscada alrededor del peñón; Erice, el monte que mira hacia África; Ustica, la isla del mar verde; Estrómboli, el volcán que rumia en medio de las olas; Ortigia, la antigua isla griega, y, por último, Pedrara. «Precisamente nuestra Pedrara», repetía mi madre sonriendo, «el refugio de los sículos ante los invasores de ultramar».
Tal vez la tía Anna esté girando ahora alrededor de la isla con su hermana mayor; a la que había sustituido al lado de mi padre para hacernos de madre a Giulia y a mí.
Entramos en un banco de nubes cándidas. Deslumbran. Pestañeo y, casi automáticamente, vuelvo atrás en el tiempo. Me sumerjo en los recuerdos.
Tengo nueve años. La primavera está acechando. Paseamos por los jardines bajo el emparrado de glicinias, la mano bien sujeta a la de la tía. Yo correteo junto a mi padre.
—Tía Anna va a venirse a vivir con nosotros, será como una madre para ti y para Giulia —dice él—, y una mujer para mí. —Luego añade—: ¿Estás contenta?
—Pero que no se muera como mamá —contesto después de habérmelo pensado, y busco la mirada de la tía—: Tía Anna, ¿me prometes que no te vas a morir?
—Prometido. —Y me aprieta los dedos, sus ojos en mis ojos.
La he querido como quise a mi madre, pero no la llamé nunca mamá. Para Giulia, demasiado pequeña para acordarse, la tía era mamá y basta.
Cuarenta años después, la tía ha roto su promesa imposible. Estoy a las puertas del medio siglo. Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años y ella se dedicó a nosotros —a Giulia, a Luigi y a mí— con devoción. Era distinta a todas las mujeres que he conocido: cariñosa, fuerte, serena, justa. Y sabia, excepto en su última decisión: dejar Roma para trasladarse a Pedrara.
Hizo de todo para persuadirme de que era la elección más adecuada: el alquiler del apartamento de Roma estaba subiendo y el coste de la vida era altísimo; las rentas de los invernaderos disminuían cada vez más, ella no gozaba de buena salud —osteoporosis y un diagnóstico de Alzheimer en su estadio inicial— y, desde su última caída, era incapaz de cuidar de sí misma. Necesitaba dos cuidadores, que se turnaban, y no podría seguir permitiéndoselo mucho tiempo, mientras que, en Pedrara, Bede y sus sobrinas, Pina y Nora, la atenderían estupendamente.
Le hice notar que para nosotros, sus hijos, iba a resultar difícil ir a visitarla a los montes Ibleos; se vería privada de nuestra compañía y de nuestros cuidados. Llegué a ofrecerme incluso a ayudarla financieramente, yo que, de nosotros tres, era la única que no poseía una casa. La tía me cogió de la mano:
—Vendréis…, estoy segura. Y no estaré sola. Estaré rodeada de cariño. —Dirigió la mirada hacia la catedral de San Pedro, en la lejanía, y murmuró—: No echaré de menos Roma. Ni siquiera a mi confesor, monseñor Bassi. Dios ha sido generoso conmigo. He recibido tanto amor en mi vida, y seguiré recibiéndolo. —Después de una pausa, añadió, afligida—: No me lo merecía, todo ese amor…
Le recordé lo que decía mi padre: nadie debería vivir largo tiempo en Pedrara, el aroma de las adelfas es tóxico. Eso no le había gustado. Intentó incorporarse apoyándose en los brazos del asiento; no lo consiguió. Entonces, levantando la mano, agitó el dedo índice hacia mí:
—¡Tu padre era un memo!
Acepto la bebida dulzona que me ofrece la azafata, me anima. Estoy sola. Viola ha preferido marcharse inmediatamente después de los funerales, con su padre y Thomas; anoche cogieron el avión para Milán, luego Thomas prosiguió hacia Trento. Viola no se veía capaz de quedarse más tiempo en Pedrara, se sentía atropellada por las emociones, así me lo ha dicho; o tal vez quería marcharse con su primo. Thomas, ante la noticia de que su madre y su madrastra vendrían al funeral, le había dicho a Luigi que ya no estaba dispuesto a recitar su papel de hijo en el guión de la familia feliz ampliada; prefería irse a Trento con sus abuelos maternos. Y se había mantenido inamovible en su decisión.
Han hecho bien, me han concedido una última noche en Pedrara a solas. Aunque me habría gustado que Viola me mandara al menos un mensaje para tranquilizarme, diciéndome que había llegado bien. Que había comido algo, aunque sólo fuera que se había bebido un zumo de fruta. Quería oír su voz. Cuántas veces me he visto con el teléfono en la mano, el dedo sobre las teclas. Para no tener al final el valor de presionarlas. Nos encontramos en medio de un banco de nubes. Fuera, todo es guata gris. Estoy sola.
La terrible soledad de una madre que no se atreve a llamar.
«Tú eres mi predilecta entre los hijos», me decía la tía. «Pero no eres mi preferida», añadía, «es sencillamente una afinidad más». Nunca manifestó diferencias de trato. Cuando nació Viola, me mandó una notita de color crema, en uno de sus bonitos sobres forrado de papel de seda marrón. Le gustaban las relaciones epistolares y explicaba, con una sonrisa cómplice, que antes del matrimonio había enseñado en un colegio de secundaria: a poco que se excavara en ella, seguía siendo en el fondo de su alma una maestrita. «Los hijos se conciben por gusto y con egoísmo; se crían por necesidad. A aquellos que conciben sin placer les resulta difícil amar a sus hijos por instinto, pero deben aprender. A los niños que no reciben cariño se les marchita el alma y la carne. Tú, que has concebido a Viola por amor, disfruta de ella sin esperar nada a cambio. La gran mofa de la vida es precisamente ésa: los padres nunca dejan de ser el respaldo de los hijos, pero al final mueren solos, tal como han nacido».
Cuánta razón tenías, tía Anna. Morimos solos. Estuve contigo unas horas antes de que murieras, pero no tuve el menor presentimiento. Nora se había ido, dejándote perfumada para la noche. Bede iba a dormir en tu alcoba, tal como tenía por costumbre, y tú lo esperabas tranquilamente. Entré para asegurarme de que todo estuviera en orden y luego te dejé allí. Estabas muy guapa, tía. Tus cabellos, recogidos en un moño aplastado sobre la almohada, parecían una aureola dorada. Me hubiera quedado a mirarte, me recordabas a un querubín del Beato Angélico. Pero debía reunirme con Viola, quería salir al jardín conmigo.
Giulia me dijo luego que te pusiste nerviosa porque Bede no había llegado aún. Lo estuviste llamando muchas veces. Luego, silencio. Giulia había subido; lo había visto junto a ti y se había ido; me aseguró que te habías quedado dormida. Y no volvimos a oírte más. Nos imaginamos que Bede se habría metido en su cama a los pies de la tuya sin hacer ruido y que tú dormías con el sueño de los justos.
Moriste cuando murió Bede, tal como queríais. Pero no juntos. Me lo dijo él también, que viviría tanto como tú y que te cuidaría hasta el final, me lo dijo cuando vino a Roma para acompañarte a Pedrara. No le llegué a creer. Era una afirmación melodramática, en los límites del mal gusto. Digna de un hombre afeminado y ambiguo como él. Eso fue lo que pensé. Sin embargo, ocurrió.