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Le cusuzze de la contentezza[2]
(Bede)
Echo de menos el dibujo, Anna. Un espíritu no puede dibujar.
Tú te diste cuenta, Mara. Me habías visto. Y tal vez sigas viéndome ahora también, a través de esta nueva lejanía, a través de todo este cielo amigo. Una niña. Una niña curiosa. A qué torbellino te dejaste arrastrar, en aquellos días nuestros de Pedrara.
Cuando mi madre cosía, no hablaba nunca del presente. Si le preguntaba qué había preparado para comer, o si podía salir afuera a jugar, se sobresaltaba y pestañeaba varias veces, como si la hubiera devuelto a la cocina desde un lugar lejano, donde ella vivía libre y sola, junto con sus pensamientos, sus compañeros de las largas horas de costura. Tan sólo los abandonaba para preparar las hebras, un trabajo que la absorbía por completo. Escogía la longitud más adecuada según la clase de trabajo —largas para el hilvanado, cortas para la costura a mano, ya más sólida— y luego rompía la hebra entre los dientes. Enhebraba el hilo en el ojo de la aguja, después de chuparlo brevemente para formar la punta, luego tiraba de él. Si era un trabajo de hilvanado, hacía un doble nudo a un centímetro del final, para deshilar la hebra rápidamente después de la costura definitiva y conservarla sobre un carrete que tenía aposta para un segundo hilvanado; de lo contrario, para las costuras definitivas, las de puntos apretados y cruzados, hacía un solo nudo, pequeño y robusto.
Mi madre me enseñó a crearme una felicidad que nadie pudiera destruir: los pensamientos del cajetín «del corazón», listos para consolarme en cuanto los sacase. «Piensa en las cosas bonitas e interesantes que viste ayer y antes de ayer, y recuérdalas. Si no se te ocurre nada, mira a tu alrededor y busca algo que te haga sonreír».
Dejaba la hebra y me señalaba con el dedo índice las hormigas que, con la esperanza de encontrar comida, corrían hacia la esquina donde ella había apoyado la escoba después de haber barrido los hilos caídos por el suelo; dos moscas que volaban juntas en espiral en el momento culminante del cortejo, antes de aparearse; sobre el alféizar, los guijarros de río que poníamos sobre la tapadera de la olla en la que hervían los frascos de salsa de tomate. Y, al otro lado de la ventana, el cielo.
—El cielo es nuestro compañero de siempre. Cada pueblo tiene su propio cielo, y siempre es bonito. Aunque llueva. Nos pertenece a todos, pobres y ricos. Lo peor de ir a la cárcel no es quedar privado de la libertad, pues, total, allí se come, se duerme y hasta te enseñan a leer y a escribir, e incluso se trabaja. Se sufre por la falta de cielo. Así lo cuentan quienes vuelven de la cárcel. El cielo no nos aburre nunca, ni siquiera cuando el sol nos golpea mes tras mes, el color del cielo cambia cada día, picca, poco, pero cambia. Por el cielo vuelan las aves, y los aviones. Y por él volaremos todos nosotros cuando muramos, si hemos sido buenos. Os miraremos a vosotros, hijos, desde allá arriba.
Ella poseía unas cuantas cusuzze, las cositas que la hacían feliz. De vez en cuando me las enseñaba: una pluma de pavo real rota con la que se hacía cosquillas en la parte interior del brazo, ligeramente, cosa que le gustaba mucho; un cristal de picos en forma de bulbo, regalo de una clienta «fina», que cuando estaba limpio y lo ponías a contraluz despedía rayos y los separaba en todos los colores del mundo; un retal de lana muy suave, regalo de la sastra que la había ’nsignata, su maestra, que cuando te la pasabas por la mano te daba escalofríos en la piel; y un par de tijeritas niche niche, muy chiquirritinas, parte del ajuar de una muñeca de nobles, que cortaban mejor que todas las demás. Siempre que le preguntaba cómo había conseguido aquellas tijeritas, ella se ponía colorada y no decía nada.
Yo también he ido haciendo acopio de mis cosas secretas. Y de los pensamientos. Mi primera felicidad fue el dibujo, al principio con el dedo sobre el polvo que se posaba a mediodía en el suelo que mi madre había barrido y fregado, sobre los cristales de las ventanas y sobre las cómodas de la cocina; luego sobre los papelajos amarillos de la compra, alisándolos con la plancha, empleando los restos de las tablitas de yeso con las que mi madre trazaba las siluetas de las clientas sobre la tela, antes de santiguarse dos veces y cortarla; y por fin, hacia los cuatro años, con cabos de lápiz. Cuando cumplí cinco años, mi hermano Gaetano me regaló un viejo cuaderno suyo que tenía las páginas intactas y un lápiz. Qué alegría más enorme dibujar sobre el papel en blanco. Llenaba páginas de letras y de números, idénticos, que formaban dibujos y figuras, según la disposición y la distancia entre unos y otros. Un trabajo minucioso, del que no me cansaba nunca. Iba al encuentro de la caligrafía, sin saberlo.
Nunca he dejado de ser feliz cuando dibujaba.