8

La caza del tesoro

Domingo, 20 de mayo, a última hora de la mañana y en el almuerzo

(Mara)

El dormitorio grande, decorado al estilo morisco de la villa —grandes espejos dorados, muebles taraceados y cortinajes bordados con punto de cadeneta sobre un dibujo de nuestro padre realizado en un atelier de Srinagar—, era la habitación más bonita. En el lado izquierdo había un balcón corrido con sillas y mesitas de arrabio; sobre la pared opuesta se abrían en fila un cuarto de baño con azulejos blancos y negros, un boudoir y un amplio guardarropa, cada uno con su propia ventana. A los pies de la cama matrimonial habían colocado la cama donde dormía Bede; por lo demás, el cuarto permanecía intacto, como en tiempos de mi madre.

Me había traído unas camisas que estaban arrugadas y le pedí a Pina que las planchara; de la tía, que dormitaba, ya me encargaba yo. Pina pareció contenta por poder tomarse una pausa y se fue a planchar a casa de Bede. Mientras esperaba a Giulia, me senté junto a la tía: conservaba un rostro hermoso con los rasgos marcados y la piel lisa. Era la mirada lo que traicionaba su malestar: vaga, confundida, asustada en ocasiones, sólo a ratos consciente. Los avances del Alzheimer, todavía en su primer estadio, parecían aguzarse con una infección urinaria que no remitía.

La tía dormitaba. Los leves sonidos de la mañana llegaban atenuados a la habitación. También la luz se posaba blanda sobre las cosas. Giulia y yo empezamos a buscar de abajo hacia arriba, sistemáticamente. Levantamos las alfombras y las esteras, por si acaso tuvieran pegadas debajo una carta o una llave, pero no había nada. En el interior de tres pufs encontramos sedas de bordado, pasamanería con filigrana de oro y de plata, encajes antiguos conservados en cajitas de metal y de piel, en sobres de seda y en cajas de jabón inglés, todavía olorosas a lavanda. Nada de joyas. Sobre una mesita de tres patas taraceada de madreperla estaban apiladas unas cajas: contenían sombreros para el verano, de paja y con flores de seda, y de entretiempo, de fieltro. En otra caja encontramos docenas de plumas de avestruz de todas las gradaciones de azul y de violeta; pero tampoco allí hallamos joya alguna.

Debajo de la cama habían metido un baúl estrecho. Lo sacamos: contenía un ajuar de bebé, rosa. Cada prenda estaba envuelta en papel de seda: faldones, zapatitos, gorritos, calcetines, blusitas, vestiditos, baberitos, peleles y una gran cantidad de mantitas de algodón, piqué, lana, y hasta una de encaje. Me acordaba vagamente de que la tía había tenido un aborto espontáneo antes de Luigi: era una niña. Y ella estaba convencida de que también la segunda vez sería una hembra. En una cajita minúscula, envueltas en guata, alfileritos de oro para los baberos. Luego, en una más grande, una extraña fusta de cuero, muy pequeña, que tal vez perteneciera a una de esas carretitas sicilianas que en otros tiempos se regalaban a los niños.

Pasamos luego al vestidor. De un extremo a otro de las paredes se habían construido armarios de obra de distintas profundidades y tamaños, algunos con puertas de espejo. Uno se transformaba en un auténtico tocador, con un puf para sentarse, abat-jour, espejos y, sobre el tablero, un servicio completo de cepillos de plata y tortuga, bandejitas, frasquitos de perfume, con las iniciales de la abuela Mara. Los otros, en cambio, eran armarios de verdad, con cajoneras y zapateros en la parte de abajo y baldas para maletas y cajas en la de arriba. Empezamos por los menos profundos, donde estaba colgada la ropa de diario. Todo había sido perfectamente ordenado; de unos saquitos colgados de la barra provenía un delicioso aroma a lavanda. A un lado se encontraban los vestidos de verano y al otro los de invierno, mientras los cajones contenían ropa interior, camisetas, bufandas, guantes y cinturones. Los vaciamos y examinamos prenda por prenda, con la esperanza de que en su interior se ocultara un saquito o un estuche de alguna clase. Pasábamos las manos por la ropa desde arriba hacia abajo para comprobar si había algo duro, metíamos las manos en los bolsillos y por debajo de las solapas de los trajes de chaqueta. Estaba convencida de que la tía podía haber escondido las joyas en una bolsita de tela, pegada a un dobladillo o a un forro: ya una vez sacó de Egipto unas joyas coptas escondiéndolas en el dobladillo de una capa. Pasamos luego a los zapateros. Vaciamos los zapatos uno a uno. En el fondo, un par de zapatillas de cabritilla beis parecían hinchadas: dentro había unos pequeños envoltorios de papel de seda. Los abrimos palpitantes; había sido precisamente la tía quien nos había contado que de joven metía las joyas en los zapatos y a veces se le olvidaba. Lo que encontramos fueron unos magníficos botones de ébano, latón y baquelita.

De vez en cuando, Giulia y yo nos intercambiamos miradas. ¿Qué estábamos haciendo? ¿Era necesario? Buscaba en ella un apoyo que no me llegaba. Viéndome vacilar, Giulia me incitaba a proseguir. Temía que no fuera lo bastante diligente. ¿O acaso que escondiera algo? Nos encontramos en medio de la habitación. Inmóviles durante un momento, como a la espera del nuevo giro de danza.

La tía nunca me había mostrado el contenido de los armarios más profundos a ambos lados de la ventana. Abrí las puertas y un sutil olor a alcanfor me embistió. Anunciaba cosas conservadas desde hacía tiempo: docenas de vestidos, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los años veinte del siglo siguiente, colgados en perchas con forma; el largo bastón central se empleaba para engancharlos de la barra, muy alta. Había de todo: ropa de paseo, de noche, de matrimonio y de luto junto con los accesorios que la complementaba —capas, parasoles, sombreros, zapatos, bolsos, guantes—, envueltos y bien conservados, colgados de una percha auxiliar. Entre éstos, varias prendas de vestir egipcias y marroquíes. Giulia los miraba con indiferencia.

—Voy a buscar en el baño, estas cosas te pegan más a ti —dijo, y era verdad: los vestidos antiguos eran una de mis pasiones.

Sentí una especie de ebriedad que se apoderaba de mí ante el despliegue de capas negras, unas distintas a las otras por tejido y acabado. Las había para el invierno, de lana, con dibujos de estilo oriental, ribeteadas con pasamanería de seda y con remates de seda bordada y cristales negros. Otras eran de noche, de raso guateado con el relleno de algodón y el forro de gasa, de brocado forrado de paño y seda, de terciopelo y encaje. Las esclavinas para el verano eran de seda labrada, con un motivo de ramos de flores en hilo más grueso y brillante, o de brocado de un solo color con remates de seda. La capa más bonita era una de tela batida, con un dibujo discreto y refinadísimo de minúsculos rombos de seda reluciente que parecían diamantes. Las tocaba, dejaba que mis dedos recorrieran la pasamanería, seguía el bordado de los cristales, palpaba los bordes y los cuellos —redondos, con ribetes, con volantes de seda, de plumas de avestruz, de armiño teñido de negro, a la zarina—. Metía dos dedos en el bolsillo interior, idéntico en todas las capas, de seda reluciente, negra y rizada, en el que la tía habría podido esconder las joyas; encontré un pañuelo arrugado, una hoja blanca doblada en varios pliegues, un caramelo endurecido, una horquilla y nada más.

Pasé a los vestidos. Los palpaba, tocaba las varillas de ballena de los corpiños, los volantes abultados, las faldas superpuestas. Nada. Las cajas de los zapatos, de cartón o de madera ligera, eran originales también y estaban intactas. Cada zapato conservaba su forma gracias a trozos de papel de seda apelotonados. Los tocaba con las manos temblando, tal era mi emoción. Los zapatos para el invierno, de piel o de terciopelo, estaban rigurosamente revestidos de cabritilla, tan suave como una tela. Los de verano, también forrados, eran de piel ligera, seda o hasta de algodón labrado. Todos eran de tacón: de carrete, como los del siglo XVIII, a columna y de aguja; muchos, sin embargo, eran bajos y cómodos. Los adornos abarcaban desde plumas de cisne, en los zapatos de salón, hasta perlitas y abalorios, pasando por los más comunes bordados y los remates con nudos, cintas y encajes. No había ni rastro de joyas. Para compensar, añadiendo al vestuario familiar piezas antiguas y escogidas con cuidado, la tía había formado una colección realmente valiosa, de connaisseur. Hubiera querido mirarlos uno por uno, demorarme en los vestidos orientales para luego comentarlos con ella, pero Pina no tardaría en volver. Giulia, entretanto, había acabado de explorar el baño y me ayudaba a mirar entre los parasoles. Tampoco allí había nada.

—¡Giulia! ¡Giulia, ven! —gritaba Pasquale, desde fuera. Y ella me dejó plantada.

Pasé a inspeccionar el armario más ancho y profundo, con dos puertas tan sólo, grandes como portales. Era una verdadera habitación, con el suelo de parquet: no había cajones ni baldas, ni siquiera barra alguna para colgar los vestidos. Las dos paredes del fondo estaban enteramente recubiertas de espejos: los revisé y me percaté de que uno era una puerta camuflada, apenas reconocible. En medio, destacaba una caja de cartón muy ancha, con la etiqueta del Grand Hôtel de Luxor encima. ¿Estarían las joyas allí dentro, en solitario esplendor? Levanté la caja, parecía vacía. La abrí, pasé la mano por el borde de la tapa: no había nada. ¿Qué hacía allí aquella caja? Al colocarla otra vez en su sitio noté una trampilla, tenía una manilla minúscula de latón y era exactamente del mismo tamaño que la caja: más aún, parecía como si la caja hubiera sido encargada a medida para taparla. Levanté la trampilla, estaba bien engrasada y, por lo tanto, en uso; daba a una escalerilla de caracol. Al fondo había luz. Se trataba, pues, de un pasadizo cuya existencia ignoraba. Después de tanto tiempo.

Bajé y me encontré en un armario parecido al primero, con puertas de cristal emplomado con un motivo de lirio. Estaba en la hospedería. Sobre el panel de la boiserie de al lado del armario había un interruptor, lo pulsé. El panel móvil daba a otra escalera, iluminada ésta también, aunque débilmente, por una bombilla. Bajaba a un túnel, por debajo de los cimientos de la villa, en la caliza hiblea. Volví a subir al guardarropa de la tía y abrí la puerta de espejo: la escalera continuaba y ascendía por el interior de la muralla de la torre. Evidentemente, se había querido preservar aquel pasadizo antiquísimo incorporándolo a la fábrica moderna. ¿Con qué objetivo?, ¿para qué todos esos pasadizos? Vagos recuerdos me rondaban: mi padre que hablaba de viviendas de la Edad del Bronce más reciente —hace cinco mil años— que se comunicaban a través de pasillos subterráneos y de escaleras excavadas en la roca y que llevaban a las tumbas de las necrópolis. Sentía miedo, y no sabía de qué. Ya no quería seguir buscando el tesoro, tenía un mal presentimiento. «No hay que rendirse nunca». Sentía el eco de la voz de la tía que me espoleaba cuando pensaba en abandonar los estudios porque no me sentía capaz de descollar tanto como hubiera querido: «Mara, esfuérzate y lo lograrás. Recuerda que lo inverosímil se vuelve posible; y lo posible, certidumbre». Cerré las puertas precipitadamente: Pina había vuelto. Me preguntó si podía ayudar a Bede en su casa, una media hora más. Le di permiso y retomé la tarea. Otro armario estaba lleno de vestidos veraniegos de georgette, muselina y algodón de los años cuarenta en adelante, de rayas, a cuadraditos y con dibujos florales en colores delicados —rosa, lila, azul, beis y verde—, con faldas de tablas o al bies, mangas cortas abombadas o rectas, todas con hombreras rellenas, cuerpos ceñidos abotonados por delante y adornados con cuellos de encaje, piqué y rayadillo. Los vestidos se complementaban con zapatos y sandalias con plataforma.

En el fondo del armario, debajo de las mañanitas de lana y algodón, una caja de cartón plana, con un dibujo escocés verde y rojo, poco habitual y muy vistoso: dentro, una colección de revistas pornográficas francesas de 1950 a 1980, con anuncios de máscaras, fustas y corsés.

Ya no entendía nada. La tía, a la que siempre me había sentido unida por una profunda afinidad, se me revelaba de pronto como una persona compleja e imprevisible, con intereses que nunca habría podido imaginarme. Turbios. Tenía miedo de descubrirlos.

La tía se había despertado; me seguía con los ojos. Fui a sentarme junto a ella llevándome la caja. Y ella se la quedó mirando.

—Perdóname… —murmuró. Y luego—: Es demasiado.

Y se cubrió el rostro con las manos. Se las acaricié.

—No pasa nada, tía, de verdad… —Y ella, muy despacio, volvió a poner las manos sobre la sábana. Nos miramos; tenía las mejillas húmedas, la piel enrojecida. Me pregunté si me entendería.

—¿Te las daba papá?

—Era sensual, tu padre.

Le pregunté si se sentía incómoda a su lado.

—Una se acostumbra, a todo se acostumbra una…, basta con quererlo.

—¿Con querer el qué?

—Un hijo… —Y la tía pareció hundirse en un mundo completamente suyo. Miraba las perlitas de la lámpara, y farfullaba—: Luego…, luego… —Parecía incómoda.

—Tía, ¿y luego qué?

Ella se volvió hacia mí, confusa:

—Luego Bede… Sí, Bede.

—¿Qué hizo Bede?

—Bede no. Eso, sólo tu padre. —Y continuó, mirándome compasiva—: Bede nunca ha hecho daño a una mosca…, Bede es buenísimo.

En aquel momento se oyó a lo lejos un canto lento y melodioso, de varias voces. Era una canción de Mali, la había oído en un teatro de la Rive Gauche en París. Un canto de amor. Luego otra canción, un solo, muy dulce, repleto de sentimiento. Finalmente un coro de nuevo, a lo lejos, «Love is love, hate is hate, but is hard to separate», que poco a poco se iba atenuando, como si se disolviese en la nada.

Aquella música de Mali había dejado en la habitación un no sé qué de mágico. Conmovedor. Luego, como en un melodrama, Giulia y Pasquale entraron en el cuarto muy agitados. Hablaban a la vez, en voz alta. Yo deslicé las revistas debajo de la cama sin que se percataran.

—Esta noche alguien ha intentado forzar la cristalera de la cocina. —Pasquale estaba seguro, había visto las marcas del hierro empleado para desquiciar la puerta. Giulia estaba asustada—. Tía, ya no podemos contar ni con Bede ni, mucho menos, con los demás Lo Mondo. Debemos llamar al notario, él sabrá defendernos de ellos. ¿Estás de acuerdo? —Calló, en espera de una reacción.

En aquel momento volvió a empezar el canto, en la lejanía, «Love is love, hate is hate», y yo levanté la mano:

—¡Escuchad!

No lo oían. Me miraron como si estuviera loca. La tía, en cambio, lo había oído. Canturreaba el motivo: «Mmm… mmm…». Con una luz en los ojos. Pasquale y Giulia estaban desconcertados.

—Vayamos a la cocina —dijo él. Y desaparecieron tan rápido como habían entrado.

Poco después irrumpió en el cuarto Luigi. Había estado en los invernaderos, por primera vez, y se había quedado turbado: no se esperaba que fueran tan grandes. Ahora pretendía que la madre tomara una decisión drástica respecto a los arrendatarios:

—¡Seguro que ganan un montón de dinero, mamá, y ni siquiera nos pagan el alquiler! ¡Tienes que hablar del asunto con Bede!

La débil voz de la tía repetía el estribillo: «Love is love…». Y como él la apremiaba, su expresión se ensombreció y cerró los ojos.

Luigi no se iba. Empezó a quejarse de Ada.

—Vosotras la consideráis una madre devota y perfecta; en realidad, no siente compasión alguna por su hijo. —La había llamado para decirle que se iba y ella le había ordenado que no dejara a Thomas solo con Natascia—. «Es un inútil, mándamelo a Trento». Eso fue lo que me dijo. Cuando le insistí en que él quería quedarse en Bruselas, que estudiaba y que se había reencontrado con sus viejos compañeros de colegio, su comentario fue: «Nosotros dos hemos creado una nulidad».

La tía suspiró.

—Ah, una nulidad…, nenti ammiscatu cu nuddu.

Lanzó una mirada de astucia:

—Nosotros dos. Es estupendo así… —Y parecía buscar algo en la habitación.

Luigi salió, confundido. Por fin a solas, la tía y yo saboreábamos el silencio de la campiña, interrumpido de vez en cuando por los gritos de las aves, el crujido de las hojas del jazmín acariciadas por el viento, el agitarse de la alas de las palomas acuclilladas en las barandillas. El canto de Mali sonaba otra vez. Lo escuchábamos.

—Ésos no han amado nunca de verdad —susurró la tía. Tenía los ojos cerrados.

—¿De quién hablas?

—De Giulia y Luigi. —Levantó los párpados y me tendió la mano. Tenía la piel lisa y perfumada—. Tal vez ni siquiera tú, amor mío —suspiró.

Pasquale había preparado otra comida excelente: ensalada de patatas hervidas, tomates frescos y cebollas al horno, todavía tibias; luego, salami y queso. Además, había inventado un sistema, del cual estaba muy satisfecho, para dejar cerrada la vidriera de la cocina y evitar intrusiones nocturnas. Bede entró con una cestita de fresas. Se había cambiado, llevaba un traje de excelente corte de rayadillo blanco y celeste, con una camisa de color tabaco: una combinación atrevida pero lograda. Su expresión ya no era sonriente, sino severa. Se había enterado del enfrentamiento entre Pasquale y su hermano y nos conminó a mantenernos alejados de los invernaderos: la concesión se le había dado a una empresa que empleaba a su hermano Gaetano y a obreros tunecinos, todos con permiso de trabajo en regla. No debíamos entrometernos. Luigi se quejó de no estar al corriente de nada.

—Dirígete a tu madre. Lo que yo os aconsejo, a todos vosotros, es que regreséis a vuestra casa y os marchéis de Pedrara —contestó seco Bede. Y se fue.

Continuamos comiendo en silencio, humillados. Luego, entre un bocado y otro, Pasquale empezó a mascullar: la había tomado con Bede y no tardó en pasar a las expresiones graves, calificándolo de poco de fiar, aprovechado, ni hombre ni mujer. Cuando llegó a desear que él y sus hermanos se fueran de Pedrara, lo interrumpí.

—Escucha —dije, dirigiéndome a Giulia y a Luigi—. Bede cuida de mamá con devoción, y ella lo adora. Sería una catástrofe si él se fuera.

Luigi se calló, resentido. Giulia en cambio me apoyó:

—No podemos sacar a mamá de aquí. Ya no recibe sus rentas y nosotros no tendríamos con qué mantenerla. Es necesario que Bede permanezca aquí. A no ser que se encuentren las joyas o él vuelva a pagarnos el alquiler. ¡No queda otra que seguir buscando, enseguida, después de la comida! —Evitaba mirarme—. ¡Sin perder tiempo en palpar vestidos, mirar zapatos o leer revistas!

Pasquale, sentado como de costumbre junto a ella, le estampó un beso en el cuello. Luego inspiró con fuerza y nos miró a todos:

—Os equivocáis: ella no lo adora en absoluto. Lo teme.