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Llegan Viola y Thomas

Lunes, 21 de mayo, por la tarde

(Mara)

Una serie de sms me habían anticipado la llegada de Viola y Thomas desde el mismo momento en el que aterrizaron en Catania. Además de la crónica del viaje, «Salimos ahora de la autopista», «¿Qué pueblo es Carlentini?», «Faltan 65 km», «¡Hurra, estamos bajando hacia Pedrara!», Viola me mandaba información en formato Twitter: «Acabo de comerme un bocadillo de salchichón y requesón», «Hace calor y me he quitado la cazadora», «Thomas cree que es celiaco».

Giulia y yo habíamos organizado la cena —pasta con tomate y ensalada de atún y lechuga— y planificado dónde dormirían: Viola compartiría conmigo mi enorme cama; Thomas dormiría en el cuarto que estaba junto al de su padre. Por fin sola, me pasé a ver a la tía Anna.

La encontré despierta, apoyada en los almohadones. Por la radio sonaba el Après-midi d’un faune, de Debussy. La mirada vaga de la tía Anna se deslizaba por el cuarto para posarse luego sobre Bede, sentado junto a ella. Él se afanaba con la BlackBerry y de vez en cuando la miraba; el azul oscuro del blusón de lino hacía que resaltara aún más el negro corvino de sus cabellos. Bede pareció sorprendido por mi irrupción, pero impecable, pese a todo, vino a mi encuentro para acompañarme y ofrecerme su sitio. Mientras nos acercábamos a la cama de la tía, me habló afligido:

—Mara, estad atentos para no romper ciertos equilibrios. Son precarios y todo podría derrumbarse para vosotros. No te hagas demasiadas preguntas y fíate de mí: tu tía estará bien cuidada. Marchaos pronto. Cuanto antes. Mañana mismo.

Estaba a punto de decirle que parara de darme órdenes, pero la tía me lo impidió. Había levantado la cabeza y escuchaba.

—Deja… déjanos… ra-ra… pido… —Y le tendió la mano a Bede. Él se la tomó entre las suyas y se quedaron así, cogidos de la mano, como una pareja de enamorados, los ojos de ambos fijos en mí, rechazándome.

Me quedé de pie, sintiéndome no querida. Luego agaché la mirada hacia los frasquitos de las medicinas y advertí que las etiquetas con la posología escrita a mano por el doctor Gurriero cubrían los nombres de los medicamentos. Me fui con un «Hasta dentro de un rato, los chicos llegarán en una hora», pero en la puerta me volví. Bede estaba dándole a la tía una cucharada de jarabe y ella se lo bebía como si fuera un elixir, la mano sobre la muñeca de él, los ojos clavados en los suyos.

El automóvil de alquiler se detuvo ante la villa. Los chicos bajaron y miraron a su alrededor, como si intentaran acordarse de la Pedrara que habían visto durante unos pocos días tan sólo, años antes, cuando Giulia celebró aquí sus cuarenta años. La rotonda en la que moría el paseo estaba delimitada por un alto seto de mirto con pasajes hacia los senderos del jardín. En el centro de la rotonda, una higuera ensanchaba, en forma de cúpula, sus ramas nudosas. Las macetas colocadas a lo largo de la tapia se desbordaban de acantos florecidos.

Thomas se estaba estirando. En la forma como se movía y miraba a su alrededor había algo de vulnerable y de inmaduro que lo hacía parecer más joven de sus diecinueve años. También Viola, mi Viola, parecía perdida: más alta y un año mayor que su primo, de porte distinguido, grandes ojos azules, rostro lácteo enmarcado por una aureola de cabellos cobrizos que le caían sobre los hombros, debería ser una mujer joven en la flor de la juventud y segura de sí misma. En cambio, no se gustaba. Se me encogía el corazón al verla esconder su propio cuerpo bajo pantalones amplísimos y una sahariana con las mangas largas. Los llevé a la casa y les ofrecí un té frío, mientras esperábamos la llegada de los otros dos.

Pasquale, tras haber dado la vuelta a la situación, había regresado triunfante: en urgencias había rechazado la sugerencia de los médicos de coserle la herida con anestesia y pasar una noche en el hospital; con gran valor, aguantó consciente sin rechistar mientras el doctor le daba los puntos. Había vuelto cojeando con una suerte de orgullosa displicencia, como si exhibiera sus propias heridas de guerra. Ahora, atendido por una Giulia toda llena de atenciones, y con la pierna apoyada sobre un cojín, le estaba contando a los chicos —como el amo de la casa— las aventuras de los últimos meses en Pedrara. Los dos jóvenes lo escuchaban fascinados. Pasquale acabó animándolos a unirse a él y a Giulia en la búsqueda del tesoro de la abuela Mara. Era como si Luigi y yo hubiéramos sido proscritos. Deseé con todas mis fuerzas volver a mi terracita de geranios y de cinias, en Milán.

Anochecía. Estábamos bebiendo un vino de pasas frío en el jardín. La luna ya lucía, palidísima. Hacía calor. Viola y Thomas caminaban por los senderos cogidos de la mano, ligeros y diáfanos como duendecillos perdidos. Escuché, de nuevo, los cantos de Mali. En lo alto veía luces en las tumbas comunicadas. Eran linternas; algunas, las más potentes, estaban siempre encendidas; otras aparecían y desaparecían como si alguien caminara entre las tumbas. Se las indiqué a los demás.

—Son luciérnagas —me contradijo de inmediato Giulia.

Se alineaba una vez más con Pasquale. Luigi observó atento la pared de la cantera y luego le dio la razón a ella: luciérnagas. Miramos todos a Pasquale. También él lo confirmó. Luciérnagas.

Disfrutábamos del vino de Pantelleria. Yo me quedé mirando las luces, se desplazaban de aquí para allá. No eran luciérnagas. Eran personas, y caminaban por las cuevas.

Poniéndose serio de repente, Pasquale habló con cierta reluctancia que parecía sincera. Quería ponernos al corriente de algo que le había ocurrido y de lo que no había hablado nunca con nadie, «en caso de que me sucediera algo», añadió con un amplio gesto del brazo. Una mañana se había levantado de madrugada y había salido a dar un paseo, antes de coger el agua de la cisterna. Se había encaminado hacia el bosquecillo silvestre que estaba entre el jardín y la pared norte. Había descubierto un ancho sendero, de tierra batida, bloqueado por un viejo remolque cargado de leña y semiabandonado. Tras subirse en él, había visto al otro lado una carretera de verdad, adecuada para vehículos pesados, que parecía nueva: estaba asfaltada, pero alguien la había camuflado con una capa de mantillo rojo. La carretera llevaba a un ensanche, que acababa contra la pared de roca.

—Concentrémonos en hechos objetivos, en un remolque y una carretera que no lleva a ningún sitio, y no en «luciérnagas», sean de verdad o no. —Y Pasquale se tomó de un trago el líquido ambarino. Luego tendió el vaso a Giulia, quien se lo volvió a llenar, y lo levantó en un brindis—: ¡Por las luciérnagas de Pedrara!

Los otros lo imitaron.

Se habían ido todos a la cama. Viola, sudada, dormía en posición fetal. Yo no conseguía conciliar el sueño y para no despertarla paseaba por la casa. Pasé ante el cuarto de la tía. Bede buscaba algo en el armario; lo veía de perfil, con los cabellos sueltos y su hermosa silueta varonil. Se movía como la tía, con los hombros muy derechos, aunque también suaves, y gestos medidos. Parecía su hijo.

Pensé en Viola y en mí. Madre e hija única, teníamos miedo de hacernos daño, desde siempre. Había vivido la maternidad procurando pedir disculpas a Viola por ser la que era, una mujer poco capaz, que no estaba a la altura de ella ni de mi papel de madre. Había intentado a menudo hablarle con el corazón y nunca lo había logrado. Cada vez que empuñaba la pluma la página se quedaba en blanco. Y luego acababa dibujando un mocasín.

Volví al dormitorio y procuré echar una cabezada junto al montoncito de huesos en el que se había convertido mi hija.