21
El amor de los chicos
Lunes, 21 de mayo, por la noche
(Bede)
Cual cera por el calor mordida,
cera de abejas santas, me derrito, cuando miro
el lozano vigor de los jóvenes con delicados miembros.
PÍNDARO, fragmento 123, Snell
Anna, tú sabías que a mí me hacía falta también el amor de los chicos. Lo aceptabas, porque eras mi auténtico gran amor.
Me había prendado de Thomas incluso antes de verlo. Desde el momento en que se me dijo que vendría a Pedrara me convertí en prisionero del presentimiento de que acabaríamos por amarnos y de que yo le haría el presente de enseñarle a amar, como habían hecho antes conmigo el profesor Mendolia y más tarde el abuelo de Thomas, una introducción al amor sin sentimientos de culpa y sin hacer daño a nadie.
Había seguido su llegada espiando a través de los listones de las persianas, para saborearlo sin ser visto. Él se había bajado del automóvil después de la hija de Mara, una muchacha demacrada de aspecto lamentable; se estiraba piernas y brazos y miraba a su alrededor, curioso. Idéntico a Tommaso de joven, tal como lo había visto en viejas fotografías. El mismo mechón sobre la frente, el mismo paso oscilante, las mismas manos nudosas. Mara, abrazada a Viola, le decía que su padre no estaba allí para recibirlo y yo noté su mirada insegura, su mueca imperceptible y la contracción de los labios cuando, desilusionado, tuvo un instante de vacilación antes de dar el primer paso para entrar en la villa. Fue entonces cuando sentí un vacío en el estómago.
Me enamoré de Thomas como me había enamorado de su abuelo: desde lejos. Mi padre y yo nos tragamos tres horas largas de viaje, cambiando dos veces de autocar; las paradas eran frecuentes, a veces previa solicitud. Mi padre discutió largo rato con el conductor acerca de la parada más próxima a Pedrara —fue así como aprendí el nombre de nuestro destino— y sobre cómo llegar luego hasta allí a pie. Al final, nos bajamos en el cruce del bosque de San Pietro, en medio de la campiña. Caminábamos uno al lado del otro, abatidos y enmudecidos por lo que había ocurrido. De vez en cuando, mi padre abría la cantimplora; me daba de beber y luego me pasaba un mendrugo de pan. Él, que tenía el paso inseguro, tropezó varias veces en la cuesta que bajaba hasta Pedrara; me pidió que le cogiera de la mano y que fuera delante. Yo, a mis dieciséis años e hijo «al revés», le servía de guía y lo protegía. Llegamos a la verja de hierro del jardín bien entrada la tarde. Nos vimos encañonados como bandidos por los guardas de la villa, con el fusil al hombro y perros ladradores. Aguardamos mientras uno iba a hablar con el amo, el cónsul Carpinteri. Luego nos escoltaron hasta la entrada de la villa. Nunca había visto un jardín y un edificio más grandiosos. Me sentía intimidado.
Alguien abrió desde dentro la puerta de acceso. Nos quedamos parados, sin saber qué hacer. «Trasìti!», moveos, dijo uno de los guardas. Mi padre dio dos pasos en el vestíbulo y luego se detuvo. Me señalaba con el brazo extendido el balcón de la planta de arriba. Con las piernas cruzadas y el tronco ligeramente echado hacia atrás, los brazos apoyados lánguidamente sobre la barandilla, Tommaso llevaba una camisa de lino blanco, larga como un vestido de mujer, y pantalones azules. Sus cabellos rubios habían sido alisados con brillantina, pero se le había escapado un mechón que le caía sobre la frente, dándole un incongruente aspecto de chico joven. Nos observaba malhumorado. Sus ojos claros estaban clavados en mi padre. Lo escrutaba. Luego, por fin dijo: «¡Salvuzzo! Pero ¿qué haces aquí?», y bajó las escaleras corriendo para abrazarlo. Hablaban sin parar mientras yo, sin saber qué hacer, observaba las baldosas del pavimento; formaban un ajedrez marrón y beis, con un motivo floral.
Me acerqué ante un gesto de mi padre. Me presentó al cónsul y me explicó que iba a quedarme como huésped suyo camuflado de mujer, como si fuese del personal de servicio, hasta que fuera necesario, a juicio del cónsul. Debía seguirle a él y a su mujer adondequiera que me llevaran. Tommaso se ofreció a acompañarlo al pueblo por la Via Breve —eso fue lo que dijo—, con la condición de que se vendara los ojos para no verla. «¡Señor, sí, señor!», contestó mi padre poniéndose torpemente en posición de firmes. Se rieron y, mientras aguardaban el automóvil, se abandonaron a rememorar sus tiempos de guerra y de encarcelamiento en India. Yo miraba a mi alrededor. Cuánta riqueza en el mobiliario, cuánto espacio vacío, cuántos dibujos de flores y de fruta en los revestimientos de las paredes, sobre los montantes, en el papel pintado y hasta en las tallas de las puertas y en la barandilla de madera de la escalinata que llevaba a la planta superior. El olor a cera fresca de los muebles me embriagaba. Percibí cómo los ojos de Tommaso se posaban sobre mí y allí se quedaban. Le devolví la mirada. Como dos iguales. Nos entendimos, él y yo: estábamos destinados.
Durante el resto de la velada me había mantenido apartado. Había usado el pasadizo interior y la escalera de la hospedería para ir y venir a la alcoba de Anna, donde Nora le hacía compañía. Y por allí volví a subir por la noche, cuando los Carpinteri se habían retirado a sus habitaciones.
—Bete, bene, bepe… —Luego, con un esfuerzo—: Ven… Bede.
Anna me llamaba. Me senté junto a ella.
Le apretaba con fuerza sus manos huesudas; la observaba y escuchaba sus balbuceos incoherentes. Se me partía el corazón al verla atontada por las medicinas que había empezado a suministrarle, y la recordaba alegre, curiosa, sabia, discreta, comprensiva, como lo había sido hasta el año anterior. Mi Anna, que iba a verme a Pedrara cuando podía. Estar juntos allí, a solas, era nuestra mayor alegría. Algunas veces mandaba una camioneta de la hacienda a recogerla al aeropuerto de Catania, de lo cargada de equipaje que venía. La esperaba en el balcón de la sala de la planta de arriba y adoptaba la posición de Tommaso la primera vez que lo vi. Cuando ella entraba en casa, se dirigía hacia la escalera y se detenía en el primer escalón, con la espalda arqueada contra el pilar esculpido de madera, y se tocaba ligeramente el labio con el índice. Yo volaba a su encuentro:
—La casa te esperaba, Anna. Y yo también.
Sólo tú me traías la felicidad. El amor cotidiano, sencillo, completo.
Yo aprendía de ella, y ella de mí. Teníamos los mismos gustos, nos reíamos de las mismas cosas, leíamos los mismos libros, comíamos, cocinábamos. Y trabajábamos juntos en nuestro adorado jardín.
También con ella, un mismo destino.