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Una carta jamás escrita

Martes, 22 de mayo, por la mañana

(Mara)

Los chicos acababan de alejarse, decididos, con Bede. Luigi y yo estábamos solos. Desde su llegada, yo no había parado de pensar en nuestra familia y en nuestras relaciones. Me armé de valor y le dije:

—Nosotros dos nos queremos mucho, pero nuestra relación no ha alcanzado la madurez. Es tan difícil… Deberíamos hablar de nosotros, como adultos, y del futuro de nuestra familia y de Pedrara. Pensaba en escribirte… ¿Tú qué piensas?

Luigi se levantó de golpe y fue a ponerse ante la vidriera, de espaldas:

—Ahora no, por favor, sería demasiado. No lo soportaría.

La vuelta de Giulia con una cafetera humeante resultó un alivio. Anuncié que me iba un rato a ver a la tía y los dejé allí.

Pina había fregado el suelo; en espera de poder entrar, yo deambulaba por el pasillo. Miraba distraídamente la exposición de cajitas y de estuches de cloisonné sobre las repisas de las paredes para elegir las piezas que me llevaría a Milán. Pero mentalmente anotaba los argumentos y cómo formularlos en la carta a Luigi.

Era una tarea difícil y penosa: yo dibujaba y creaba modelos, escribir no era lo mío. Luigi y yo éramos ambos buenas personas, amábamos a nuestros hijos. Y, sin embargo, no habíamos sido buenos padres, porque nuestros sentimientos no habían alcanzado la madurez. En nuestra familia regía la cultura del no hablar, no pedir, no saber. Y por ello, tanto en el amor como en el trabajo, Luigi y yo nos habíamos limitado a ir tirando, nada más: no éramos personas felices. Por el contrario, Giulia, en la degradación de su vida, tenía destellos de felicidad; ella se hacía preguntas sobre la familia, sobre Pedrara.

Cogí en una mano un cuenco chino con dos dragones de fauces abiertas que se miraban. «Nosotros dos tenemos miedo a la verdad», me imaginaba escribiéndole a Luigi. «Tú tienes dudas sobre la sexualidad de nuestro padre y de sus hermanos; y sobre la de tu hijo. Me preguntas por Bede: Bede es un enigma, desde siempre. Pero empiezo a entender que los cimientos de su relación con mamá son sólidos: tienen algo de sano, de limpio». Devolví el cuenco a su trípode de madera negra y miré hacia fuera. «¿Y si habláramos con Bede?». Esa era la pregunta que debía hacerle a Luigi, la llave del secreto. Me invadió un angustia pesarosa.

Pina me tocó el codo: intentaba decirme que ya podía entrar.

—Doña Anna está mucho mejor.

La tía me esperaba: preguntó por Viola; se quedó preocupada cuando le dije que estaba fuera, pero le brotó una sonrisa de aprobación cuando supo que estaba con Bede y Thomas en los jardines.

—Bede conoce Pedrara mejor que todos nosotros.

Aproveché para plantearle la cuestión que me angustiaba: cómo y por qué se había instalado Bede en Pedrara.

—Se lo pedí yo, tras la muerte de tu padre —contestó ella—, fue… fue una suerte para mí… —Y luego añadió—: No estoy segura de que lo fuera para él… —Y calló.

—Tía, también para él y para sus hermanos ha sido una suerte, han ganado todos mucho… —dije yo, intentando animarla a hablar.

Pero ella permanecía con los labios apretados. Luego explotó:

—Los afortunados hemos sido nosotros cuatro, vosotros, mis hijos, y yo. Tanto dinero, gracias a Bede… —Tomó aliento—: Yo creo que él esperaba ver a su madre…, que murió sin poder volver a verlo. —Y la tía se enjugó una lágrima—. Lo que lloró conmigo, el pobre Bede, cuando ella murió…

—También él, sin duda, ha recibido dinero, tía… —insistí.

Ella sacudía las manos, como si quisiera espantar moscas imaginarias, luego las dejó caer sobre la sábana.

—Él sacaba menos de lo debido, era yo quien le hacía regalos… —Se detuvo, había entrado Luigi y la había oído.

—¿Por qué le hacías regalos a Bede? —preguntó. Su voz, bien modulada, tenía un tono agresivo.

Por los ojos de su madre pasó una sombra. Parecía desorientada, luego se repuso:

—¿Por qué no? —Y, dirigiéndose a mí, añadió—: Me gusta hacerle regalos a Bede. Se los merece todos… —Se volvió hacia Luigi—: Bede es muy bueno…

Luigi levantó la voz:

—Vete a…

—¡Fuera de aquí, vete, fuera! —La tía tenía las manos en los ojos—. Vete…, fuera…

—No, mamá, no me voy. Bede parece bueno y amable pero tiene fines recónditos, perversos…

Los ojos de Luigi parecían a punto de estallar. Dio media vuelta e hizo ademán de marcharse. Me acerqué.

—Luigi, hablemos…

—¡Bede está intentando seducir a mi hijo!

Y salió dando un portazo.

—Bede, Bede… Be… —repetía la tía Anna, entre lágrimas.

Volví a sentarme junto a la tía; le pasé la mano por las mejillas.

—Es demasiado —me había dicho Luigi. Sí, era demasiado. Demasiado tarde.