28
El misterio de la torre
Martes, 22 de mayo, por la tarde y por la noche
(Mara)
Habíamos decidido poner patas arriba la villa, de una vez por todas. Viola y Thomas hojearían uno por uno los volúmenes de la biblioteca. Pasquale y Giulia se encargarían de rebuscar en los armarios y en los cajones de los dormitorios, de comprobar los ladrillos sueltos, los intersticios y eventuales portezuelas escondidas. Luigi buscaría en las habitaciones de los huéspedes y yo recorrería palmo a palmo los pasillos, las escaleras interiores y la hospedería.
No había sido fácil lograr que se fueran primero Nora y luego Pina, pero al final conseguí librarme de ellas con la promesa de que las llamaría si se presentaba Bede. Las hermanas fueron a sacar del armario del pasillo todos los manteles bordados, de modo que yo pudiera elegir los mejores para llevármelos a Milán. Se dispusieron jubilosas a la tarea, intercambiándose guiños: creían que los manteles servirían para el ajuar de Viola. Exploré la segunda escalera oculta en el armario grande; llevaba, efectivamente, a la torre y la recorrí entera, hasta llegar al techo. En el último rellano había estanterías sin rastro de polvo, sobre las que se alineaban elegantes cojines de suelo, una nevera, cubiteras para el hielo, botellas de licores, cocteleras, una cesta para la fruta, cuenquitos para los frutos secos: era evidente que alguien iba por allí, y a menudo. Al bajar descubrí, tras una portezuela de obra, algunos libros antiguos en inglés: se remontaban a la segunda mitad del siglo XVII y estaban dedicados a la sexualidad femenina. Hojeé uno, de exquisita factura, con ilustraciones del aparato reproductor.
¿Qué es lo que me falta?, me pregunté. Ya no había hombres en mi vida. Por miedo a sufrir le había arrebatado la voz al deseo, que tan presente había estado en mi existencia. Era una naranja marchita. Entendía ahora que Viola era «así» no sólo por la incuria de Alberto, sino también por la mía.
En una caja, las cartas de amor entre la abuela Mara y su amante. ¿Serían las mismas que habían mencionado Giulia y Pasquale? ¿Eran ellos los que usaban la escalera para subir a la torre?
Todo era posible, pero, a decir verdad, en la torre no se respiraba esa atmósfera turbia, cargada, de las habitaciones que ocupaban Giulia y Pasquale. Aquí se advertían el lujo, el gusto, la promesa de placeres que sólo mi padre podía haber concebido y Bede continuado. Bede. Cuántos recuerdos inciertos me suscitaba su presencia en Pedrara. Sentada sobre la escalera que llevaba a la torre, me dejé llevar a una ternura desconocida por aquella casa, por la tía Anna, por mi hermano, por mi hija.
Los oía moverse por las habitaciones de la villa, afanándose todos en la búsqueda. ¿Qué era lo que esperaban? Y yo, ¿qué esperaba?
A media tarde, un grito salió del despacho. Viola y Thomas habían encontrado un estuche en forma de libro: la carátula de tafilete estaba decorada con orlas doradas y taraceas de madreperla, y tirando de la cinta que sobresalía se abría un doble fondo. Sobre un acolchado de raso gris brillaba en todo su esplendor un collar de amatistas, rubíes y brillantes, complementado por unos pendientes colgantes. El oro y las piedras relucían a pesar de la escasa luz. Llevamos el libro a la tía, todos juntos en procesión, incluido Pasquale. Se había quedado dormida y la despertamos. Viola se había colgado el collar del pecho. La tía la observaba, luego cogió el estuche que Giulia le tendía abierto. Pasaba los dedos por el raso gris, intentando decirnos algo. Rebuscando con el dedo índice pudo sacar una cinta.
—Debajo —susurró. Tirando de la cinta se abrió otro doble fondo de seda: contenía un sobre. Luigi lo abrió y leyó en alta voz.
Era un certificado: un joyero de Cannes declaraba que aquella pieza, fabricada en su taller, era la copia perfecta de un juego de joyas realizado por su padre. Había sido creada para Mara Carpinteri en 1913, y su hijo Tommaso Carpinteri, a la muerte de su mujer, la había subastado en París. Luigi volvió a meter la carta en el sobre, en silencio, y se quedó mirándola con la cabeza gacha. La tía nos miraba alternativamente a mí y a Viola, bellísima con el collar sobre el pecho, y murmuraba:
—Las piedras…, las piedras… —Sonreía, demente.
Pasquale, tras haber estado escuchando en silencio, se había ido. Todos los demás y yo nos habíamos quedado sin palabras. De pie alrededor de la cama, nuestros ojos estaban clavados en Viola y en el collar que seguía colgado de su pecho huesudo. La tía le cogió la mano e intentó llevársela a los labios, pero ella la retiró con un gesto brusco: no quería que la abuela se la besara y la tía Anna, asustada, comenzó a lloriquear. Intervino Nora, con un tono inesperadamente severo: debíamos irnos, le habíamos dado un disgusto a doña Anna. Todos obedecieron, excepto yo: no aceptaba órdenes de ninguno de los Lo Mondo.
La tía había aceptado el agua con anís que Nora le había ofrecido y se había calmado; repetía, lastimera, su habitual cantilena:
—Bede bene cene…
Le acaricié las mejillas con el dorso de la mano y una sonrisilla vacua, como la de los recién nacidos, le frunció los labios.
Pasquale regresó con sus pesados pasos, arrastrando la pierna herida: dejó sobre la mesilla un saquito de yute sucio de grasa y dijo con voz atronadora:
—Aquí las tienes, Mara, las piedras de tu hija. ¡Son las que se ponen sobre la pastaflora para que no se hinche mientras cuece!
La tía se sobresaltó, no entendía nada. Cogí el saquito que Luigi me había enseñado en la cocina. Dentro, una notita escrita a mano: PARA VIOLA.
Me fui. Esta vez la tía me había desilusionado. ¿Qué objeto tenía el mofarse de Viola?
Nos reunimos en la veranda. Pasquale había preparado el té, aunque con retraso, en un samovar hallado en uno de los dormitorios de los huéspedes de la segunda planta, abandonados hacía años.
—Qué bonito —dijo Luigi—, será ruso… ¡Le gustaría mucho a Natascia!
—¡Ni se te ocurra! ¡Lo he limpiado hasta despellejarme los dedos y quiero usarlo aquí, pertenece a esta casa! —Giulia había hablado impulsivamente, pero luego explicó, en tono más amable—: Quisiera llevármelo a Roma…
Pasquale intervino, severo:
—En vez de perder el tiempo limpiando el samovar, ya hubieras podido seguir con la búsqueda. Por qué no le dices a tu hermano que con ese pretexto me has dejado solo en la planta de arriba… ¡Querías esperar en la cocina a que volviera Mentolo!
Giulia apretó los labios en forma de ciruela y dio un mordisco a una galleta de almendra.
Expresábamos nuestra decepción confusamente, intentando reconstruir los acontecimientos, dar un orden y un sentido a aquella adversidad que nos cubría de ridículo…, y cuanto más crecía la sensación de ridículo, más aumentaba el despecho, la rabia incluso. No dejábamos de hablar de ello, quejosos. ¡El tesoro de la abuela Mara, del que nos habían hablado tanto, vendido en una subasta! ¡Nos habían estado tomando el pelo durante años!
Luigi y yo decidimos marcharnos de Pedrara al día siguiente, pero no sin haber aclarado antes la situación financiera con el notario y de haber hablado con Bede. Giulia y Pasquale, en cambio, iban a quedarse: nos revelaron, con cierta reluctancia, que en Roma no tenían a donde ir. Giulia, que había dejado el trabajo el año anterior, había alquilado su piso durante seis meses.
Thomas, mientras tanto, tras haberse llenado muy calladito las manos de galletas, se había ido anunciando que volvía al cuarto de la abuela. El grupo, desconsolado, se disolvió poco después, lentamente.
Preparaba la maleta. Metía entre las camisas libros antiguos y algunos objetos de cloisonné que había cogido del despacho. No quería que Giulia se diera cuenta, me habría montado una escena. La puerta se abrió con violencia; entró Viola, llorosa, y se arrojó sobre la cama. Me contaba entre un sollozo y otro que había seguido a Thomas a la alcoba de la tía. Él se había apartado en el hueco de un balcón, detrás de una cortina de tul, con Bede, elegantísimo, como si se dispusiera a ir a una fiesta; no dejaban de hablar interrumpidamente y habían hecho como que no la veían, estaba segura. ¡Y eso que sólo unas pocas horas antes, mientras buscaban el tesoro de la abuela Mara, Thomas le había jurado que la amaba! Después de marcharse corriendo de la habitación de la abuela, Viola había llamado su padre, por impulso: Alberto le había vociferado al teléfono que no podía ni quería gastarse miles de euros para mandarla a la clínica de Las Vegas a curarse la anorexia. «¡Come!», le había conminado bruscamente dando por concluida la conversación.
No me había dado cuenta de que Viola se había construido nada menos que una auténtica historia de amor con su primo. Era otra de sus fantasías. Sentí sobre mis hombros toda la responsabilidad. Le prometí que iría yo misma a la habitación de la tía, y que hablaría con Thomas para aclarar un poco la situación. Pero Thomas ya no estaba allí. Bede, de pie junto a la tía, la miraba.
Me marché enseguida: no me agradaba su presencia, ahora me parecía sencillamente un fullero, un fullero con encanto.
Viola quiso salir al jardín en busca de Thomas. La luz mortecina de los faroles junto con la luz oblicua del sol decreciente hacían resaltar el lustre de la piedra asfáltica de Ragusa con la que estaban empedrados los senderos. Junto a las alargadas sombras de las palmeras y al intenso aroma de las flores por la noche creaban una atmósfera surreal. Viola me ceñía la cintura, tristísima. Para comer había mordisqueado unas pocas hojas de lechuga y apenas había probado tres bocados de tortilla, afirmando que se sentía llena; dos minutos después, sin embargo, me había implorado que le comprara chocolate de Módica. Viola había vuelto a su obsesión: Thomas. Estaban realmente enamorados y ella quería saber si había algún impedimento legal para el matrimonio entre primos hermanos. Mientras peroraba, mi hija me ceñía la cintura, me besaba, se aferraba a mí. Sentía debajo de las manos sus omoplatos duros, era toda piel y huesos. Nos topamos con Luigi, hablando por teléfono con Natascia, y luego fuimos a sentarnos al borde de la fuente. Desde allí se entreveían la escalerilla de caracol de la torre, cubierta de glicinias, y la cisterna, contra el fondo de la alta pared de roca, velada ya por las sombras de la noche. Desde el borde del altozano nos miraban compactas las filas de robles del bosque de San Pietro. En lo alto, el cielo estaba palidísimo y el verde intenso de las cumbres, bajo los últimos rayos del sol moribundo, despedía resplandores metálicos.
Viola había reclinado la cabeza sobre mi regazo: parecía pesar mucho, el peso de la infelicidad. Empezaba un ocaso lento y espectacular: el cielo, estriado de azul y naranja donde el sol estaba a punto de desaparecer, se había vuelto celeste claro y muy luminoso. Oí un ruido de pasos: Pasquale se acercaba para coger agua de la cisterna. Levantó la tapa en forma de medialuna, dejó caer el bummulo, el cubo con una cuerda en el asa; lo levantó rebosante de agua y lo apoyó cerca de la cisterna. Había recogido un níspero y se lo comía dando un paseo bajo la torre: de vez en cuando miraba hacia arriba, hacia las almenas. Viola tiraba piedrecitas al pilón. Yo la imitaba, con el afán de que me sintiera próxima. Era como si hubiera regresado a la infancia con Giulia. Cuando murió mamá.
Pasquale había desaparecido. El cubo seguía donde él lo había dejado, con la cuerda goteando por el suelo, la cisterna abierta. En el paseo de las adelfas, Luigi iba y venía caminando a grandes pasos, hablando por teléfono sin parar. Suspiré. El tiempo, sin piedad, parecía no transcurrir nunca.
De repente, unos pasos precipitados. Thomas bajaba corriendo por la escalera de caracol, como si alguien lo persiguiera, y tras el último escalón se detuvo, jadeando y con el rostro colorado. Viola, lacrimosa, lo llamaba con un hilillo de voz:
—Thomas… Thomas.
Pero Thomas había visto a su padre en el paseo y corría hacia él. Los dos se encaminaron en dirección a la villa, el brazo de Luigi sobre los hombros del hijo, y fueron engullidos de inmediato por la galería de ramas entrelazadas.
—Thomas… Thomas —seguía llamándole Viola, con voz cada vez más tenue—. No nos necesita —concluyó.
¿Adónde había ido a parar Pasquale?
—Volvamos a casa.
Y Viola tiró al pilón el resto de las piedrecitas. De repente oímos dos golpes secos distintos, sordos, que se propagaban por el jardín y lo helaban. Dos pesos arrojados al agua profunda. Viola se sobresaltó:
—¿Thomas?
Estaba agitadísima. Thomas se ha ido con Luigi, le recordé. Pensé más bien en los milanos que capturan a los puercoespines y los dejan caer desde lo alto sobre las rocas del río para romper sus espinas y alimentarse de ellos. Escrutamos el cielo, luminosísimo. Todo estaba inmóvil. Y fue precisamente a causa de esa atmósfera suspendida, quieta, por lo que entreví también a Pasquale bajando por la escalera de la torre, cojeando, descompuesto, con el rostro sucio de sangre.
Luigi nos esperaba en el vestíbulo. Tenía la mirada opaca, era evidente que había ocurrido algo. Thomas no estaba bien, nos dijo. Nada más. Respeté su reserva y lo abracé en silencio. Viola en cambio insistía en ver a su primo:
—¡Thomas me quiere, lo sé, me lo ha dicho!
Pero Luigi se mostró inflexible: le había dado un calmante, Thomas debía dormir. Ya se verían a la mañana siguiente.
De nuevo anegada en lágrimas, Viola se dejó caer sobre el primer escalón de la escalera. La puerta del comedor se había abierto, Giulia preguntó qué había ocurrido. Le pregunté qué tal estaba Pasquale. Se sobresaltó.
—Estupendamente, está duchándose. Se irá a la cama enseguida, sin cenar: está muy cansado y le duele la pierna. —Luego nos dijo que la tía se había comportado de forma arisca. Había estado gritando como enloquecida—. Bede ya no sabe qué hacer con ella, le habrá dado otras medicinas para calmarla.
—Vayamos a ver cómo está —dijo Luigi.
La alcoba estaba a oscuras, silenciosa.
—Entremos.
—No, no quisiera molestar a mamá, dejémosla tranquila.