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La convocatoria del Número Uno
Martes, 22 de mayo, por la mañana - 11.00 horas
(Bede)
Me disponía a ir a ver a Anna para darle su medicina, cuando llegó la convocatoria del Mudo: el Número Uno me esperaba. El mensaje de la rama de adelfas había sido claro. Volví atrás y me dirigí a paso ligero hacia la Via Breve.
La motocicleta se encaramaba sobre las oscuras curvas como si tuviera memoria propia y las reconociera una a una. A la salida del túnel sustituí el casco por la capa y la máscara que el Mudo me ofrecía y entré en la sala de reuniones.
Sentados a la mesa estaban el Número Uno con el Número Siete, Brighella, el comprador libio. Un suspiro de alivio: mis hermanos no estaban allí y, por lo tanto, no habían hablado.
—Nuestro amigo común, aquí presente, quiere confirmación de que los dormitorios para los huéspedes están preparados.
El Número Uno iba con prisas.
—Exacto, para doscientos. En las cuevas de pasillo, como si fuera un piso subterráneo. Cada una, con cinco a ocho cuartos, cuatro huéspedes en cada uno, con váter común en el vestíbulo o en una cueva aparte adyacente.
—¿Dónde comen? —quiso saber el Número Siete.
—En las tumbas comunicadas. Cuarenta comensales por turno, comida vegetariana, productos frescos y de calidad.
—Número Tres, te insisto en que se trata de huéspedes distintos a los demás, gente de cierto nivel, que no son puvirazzi, unos muertos de hambre —puntualizó el Número Uno.
El Número Siete agachó la cabeza.
—Pagan muy bien. ¿Has preparado la información en árabe con todo lo que tienen que saber?
—Sí, y también todo lo de los laboratorios subterráneos, con las indicaciones de las tareas para quien quiera trabajar allí.
—Mucho cuidado —intervino el Número Uno—. Los papeles y los mapas deben ser leídos y memorizados y luego devueltos al personal de servicio.
—Desde luego. Pero los vigilantes deberían ponerlos a disposición de quien se los pida una segunda vez, para refrescar la memoria. —El tono del Número Siete era el de alguien que no toleraba la disconformidad.
—Así se hará —contestó el Número Uno—. ¿Hay más preguntas para el Número Tres?
El Número Siete no dijo nada y él apretó el timbre que había debajo de la mesa.
El Mudo acompañó al Número Siete fuera de la sala. El Número Uno seguía en su sitio: quería decirme otras cosas. Se acariciaba la barbilla.
—¿Estás en condiciones de confirmar que el compañero de la hija menor estará fuera de la casa dentro de cuarenta y ocho horas?
—No puedo garantizarlo, pero lo intentaré. Creo que podré conseguirlo.
—Entonces decido yo. —Y el Número Uno siguió hablando con sosiego—. La anciana será hospitalizada próximamente en la clínica del Santísimo Sacramento de Siracusa. —Era lapidario: esa misma noche se le aumentaría la sedación—. Quiero que nosotros dos nos entendamos sin posibilidad de equívocos —dijo luego, silabeando las palabras—. La anciana no regresará a Pedrara hasta que los hijos y el compañero de la hija menor se hayan marchado definitivamente, llevándose consigo todas sus cosas. Todas, no quiero que quede allí ni un alfiler siquiera. Haremos imposible su regreso. —Y calló—. Mañana por la mañana —continuó—, la menor y su compañero encontrarán una bonita sorpresa en la terraza.
Hice ademán de marcharme. El Número Uno me observaba. Me detuvo con un gesto imperioso.
—Espera.
Me volví a sentar y crucé las manos sobre la mesa.
—¿Por qué lo hiciste, el domingo pasado, por qué cortaste las cuerdas que otros habían atado? —Fue derecho al grano.
—Estaba siguiendo a la hija mayor, como habíamos acordado. Ella había hablado con el maliense, ya sabía demasiado; luego se fue a buscar ayuda a la villa, no tardaría en regresar de la casa con los hombres. El negro se iría de la lengua y su historia acabaría en los periódicos, todo, y nosotros con él.
—¿No pensaste en llamar al Número Cuatro, que es el responsable directo de ese individuo?
—No se me ocurrió.
—Muy mal. —El Número Uno se llevó de nuevo la mano a la barbilla—. ¿Por qué?
—¡Era un castigo cruel! ¡Un sufrimiento atroz, innecesario! —estallé.
—¡¿Qué pasa, Número Tres, es que te has convertido ahora en juez?! ¡¿Te pones en mi lugar, en lugar del Número Uno?!
—Lo hice sin pensar, ya te lo he dicho. Pero la crueldad gratuita hay que evitarla.
—¿Quién decide lo que es cruel, tú o yo?
Titubeé.
—¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? —reflexioné—. Me quedaban escasos minutos antes de que llegaran los demás.
—¡Ahí te quería ver! —La voz del Número Uno resonó triunfante—. ¡Prender fuego, Número Tres! Eso es lo que tendrías que haber hecho, prender fuego a todo! Con la cantidad de hojarasca que hay por allí… Esos babbasuna, esos tontos del culo se habrían asustado con las primeras llamas, y se habrían largado a casa. El fuego oculta cualquier rastro. Purifica, esteriliza. ¡Número Tres, el fuego lo soluciona todo siempre!
No parpadeé, esperaba.
—Debes llevar a término la tarea: librar Pedrara de los Carpinteri, de todos. Y vender la hacienda entera. Tengo que pensar en un castigo. —Y se levantó.
Al pasar a mi lado, se detuvo. Me miraba. Cogió el paquete de papel oscuro que le había llevado y se fue. Yo oía el pesado resonar de sus pies planos.
Me quedé sentado a la mesa solo; ni siquiera pensé en quitarme la máscara de Pantaleón.
Maldecía mi destino. Nada de todo esto habría ocurrido nunca si Tommaso no me hubiera revelado el secreto de la Via Breve.
Se me había pasado la euforia de los primeros días en Pedrara, cuando la amplitud de la villa y de los jardines, la abundancia de libros para hojear y leer y la excitación de ser objeto de las atenciones de Tommaso me habían intoxicado. Me sentía solo y distinto a todos los que tenía a mi alrededor: campesinos, guardas, personal de servicio. No sabía qué iba a ser de mí; el arrepentimiento me quemaba por dentro. Quería volver a casa.
Tommaso me prometió llevarme a un lugar secreto, en el altozano, donde en un futuro podría reunirme con mis padres. Se llegaba hasta allí a través de la Via Breve, secreta también.
Atravesamos los jardines y luego la espesura que los separaba de la pared norte de la cantera. Tommaso caminaba pegado a la roca; observaba tanto la pared como la villa, de la que tan sólo veíamos la torre. Luego se detuvo.
—En línea recta nos hallamos exactamente enfrente de la torre, recuérdalo —dijo, y verificaba la posición mirando la torre y palpando la pared. Apretó un botón oculto y una puerta de piedra se abrió despacio, silenciosa.
Uno al lado del otro, con los pies en la podredumbre, los labios y los ojos humedecidos por la oscuridad más absoluta, aspirábamos el hollín que bajaba de los altos y estrechos tragaluces junto con un atisbo de luz. Los dedos de Tommaso encontraron el gancho del que colgaba una linterna. Estábamos en un vestíbulo tan alto y amplio como la nave de una iglesia. Luego un resplandor, más abajo: radios y llantas de ruedas, plateados. Aparcada contra la pared nos esperaba una Triumph Trident, negra y cromada, con el depósito color naranja, los intermitentes del mismo color, los amortiguadores de muelle como patas plateadas dobladas y dispuestas a lanzarse.
—¿Te gusta? —me preguntó Tommaso, y acarició el largo asiento de piel negra—. Sube.
Monté detrás de él y le ceñí la cintura con los brazos. Encendió el faro, apuntando hacia la enorme boca de un túnel que ascendía en espiral. La Triumph partió con un estruendo. Se encaramaba veloz sobre las curvas del túnel. A intervalos regulares, en las paredes habían sido excavadas aberturas que parecían habitaciones, algunas grandes, para dejar herramientas o maquinarias; otras pequeñas, como cuartitos. Algunas estaban iluminadas por tragaluces por los que penetraban láminas de luz. En pocos minutos llegamos al depósito ferroviario en el bosque de San Pietro: desde allí se llegaba a Pezzino en poco más de una hora de automóvil.
Y me maldije otra vez por haber pedido consejo al notario Pulvirenti, cuando, a mis veinticinco años, fui a Pedrara por solicitud de Anna. Ocurrió por necesidad. Al final de la década de los setenta, Tommaso se reincorporó a Roma. Había alquilado un ático en el barrio de Parioli y lo había decorado junto con Anna, sin reparar en gastos. Pero allí estaba poco: se encontraba más cómodo en los países árabes y, con una excusa u otra, regresaba a Egipto a la menor ocasión. A menudo pasaba el fin de semana en Pedrara, donde se le había metido en la cabeza levantar invernaderos para la producción de fresas. Durante aquel periodo había aumentado el consumo de droga. Anna, que nunca llegó a encontrarse a gusto en Roma, estaba muy sola. Se consolaba gastando para ella y para sus hijos, y dedicándose a las obras de caridad bajo la égida del Vaticano y de monseñor Bassi. Los Carpinteri vivían por encima de sus posibilidades. Tommaso no discutía de finanzas con Anna y ella no preguntaba nada. Cuando surgían problemas de dinero —el sueldo de los diplomáticos en Roma era muy inferior a la asignación que recibían en el extranjero—, él recurría a préstamos del banco o vendía objetos de valor. Yo también me había trasladado a Roma, a un apartamento de alquiler; trabajaba como intérprete y organizaba congresos. Pero seguía viendo a menudo a Tommaso y a Anna. A él lo notaba irascible y veía que descuidaba a su familia; ella sufría mucho, pero no me dijo nunca nada.
Después de la muerte de Tommaso, Anna fue a Pedrara. Volvió destrozada. La gestión de los invernaderos, de los que se ocupaba tan sólo él, llevaba años con pérdidas; los tunecinos que trabajaban allí, nada más enterarse de la muerte del amo, habían arramblado con todo: se habían llevado las plantas, los sacos de abono, los mostradores, todo. Faltaban las herramientas; el tractor había desaparecido. Anna se veía obligada a sostener a la familia con la pensión de Tommaso, que no le permitía mantener la casa en Roma, a las hijas todavía estudiando y a Luigi en el internado. El notario Pulvirenti le había hablado con vaguedad, aludiendo a cultivos «algo especiales» en los que Tommaso estaba interesado, y se había puesto a su disposición, llegado el caso, para aconsejarla. Ella, que nunca se había ocupado de negocios, estaba confusa. No se sentía capaz de encargarse de Pedrara. Sus padres habían muerto y no se hablaba con su hermano; estaba sola. Me pareció lo normal ofrecerme para ayudarla, y ella me pidió que me pusiera en contacto con el notario.
La carreterilla estaba en mal estado y las obras para arreglarla costarían una fortuna. Le sugería al notario que la Via Breve era una alternativa que habría que considerar. Él no la conocía, quiso saber del túnel, de las cuevas, de las tumbas y de la red de pasillos subterráneos que horadaban toda la cantera. Después se rascó la cabeza. Anna podía utilizar los terrenos agrícolas, los invernaderos y los espacios subterráneos de la forma que tal vez llegó a concebir Tommaso, pero que nunca puso en práctica «por incapacidad». Y me explicó lo que tenía pensado. Se lo referí a Anna; ella me escuchaba, pensativa. Luego habló, evitando mirarme:
—De acuerdo. A condición de que seas tú quien vaya en mi lugar a Pedrara. No quiero saber nada de esos cultivos sugeridos por el notario, encárgate tú. Es cosa de hombres. —Sus ojos me miraban fijamente, húmedos—: ¿Lo harías, por mí y por los niños?
Y yo, como siempre, la obedecí.
Me fui a vivir a Pedrara y las actividades de los Números garantizaron a los Carpinteri una vida de bienestar. Anna se contentaba con el dinero que recibía cada mes y no hacía preguntas.
Habían pasados treinta años y Pedrara requería nuevas inversiones a largo plazo y una estabilidad que la salud de ella no garantizaba. Los Números temían que, a su muerte, alguno de los hijos quisiera ocuparse de Pedrara en mi lugar. Era necesario que Anna lo vendiera todo a un testaferro, de inmediato. Para obligarla a ello, empezaron a escatimarle el dinero, con la excusa de que los beneficios habían disminuido. Yo hice de todo para persuadirla de que vendiera.
—He sido tan feliz en Pedrara contigo —me contestó ella. Y luego, inflexible—: No podría hacerlo nunca.
Entonces les sugerí a los Números que dejaran las cosas como estaban y reemprendieran los pagos mensuales, no sería por mucho tiempo: Anna se deterioraba día a día, y sus hijos acabarían vendiéndolo todo al comprador que les indicaran las personas de confianza que conocían en Pedrara, eso era indudable. Pedirían consejo al propio notario. Los Números no me hicieron caso: había que doblegar a «la anciana», como ellos la llamaban. Y Anna los sorprendió a todos trasladándose a Pedrara. Su llegada junto con Giulia y Pasquale desató todas las alarmas. ¿Acaso esos dos pretendían establecerse para siempre en la villa? ¿Luigi, el único varón, lo heredaría todo?
Yo no quería que Anna dejara Pedrara.
La motocicleta me esperaba hacía un rato, ya estaba colocada cuesta abajo. El Mudo acariciaba el depósito y el manillar, los «sentía» como sólo saben hacerlo los verdaderos centauros. Un apresurado «perdona por el retraso» y monté.
Cabalgaba la Triumph como abrazándola y ella respondía a mis órdenes como si fuéramos una sola cosa: carne, huesos y metal. Se había convertido en parte de mí. Me adhería perfectamente al depósito, los dedos firmes en las manoplas negras. En una fracción de segundo alivié la presión sobre el acelerador y tomé la primera curva sin frenar: era la única, junto con la última, sin pendiente. Cada una era distinta de las otras. Las conocía una por una, recordaba cada metro de la pista, cada tragaluz, cada cavidad.
De niño cerraba los ojos y daba algunos pasos a ciegas por las aceras, en los patios y dentro de casa: eran espacios que conocía bien y, sin embargo, no lograba orientarme con los ruidos y las distancias: tenía miedo. Eso me excitaba y al mismo tiempo me desestabilizaba. Algo más mayor, cuando iba en bicicleta o en ciclomotor, cerraba los párpados para sentir el escalofrío del riesgo y por la satisfacción de haber «visto» con los ojos cerrados, gracias a la memoria y a los otros sentidos, evitando lo peor. Era mi ruleta rusa.
La moto se deslizaba siguiendo la espiral. El juego de la oscuridad y de la luz se hacía más osado a medida que aceleraba. Las sombras de la curva se disipaban, cambiaban de forma y de espesor bajo el deslumbramiento del faro y de las franjas de luz que penetraban, cortantes, por los tragaluces. Estaba en la zona de oscuridad más profunda. Allí se abría un cuarto que Tommaso había equipado como un camerino. Fue allí donde gozamos por primera vez de nuestra intimidad, de nuestro incontaminado placer, en la oscuridad y en un absoluto aislamiento. Nos amamos mucho, Tommaso y yo.
Tommaso había muerto apenas pasados los sesenta, de repente: una apnea demasiado prolongada, un juego erótico que había acabado mal. Yo tenía veintiséis años y me había sentido responsable de la felicidad de Anna. Ahora ya no estaba en condiciones de garantizarle esa felicidad. Obedeciendo un impulso, apagué los faros y apreté el acelerador. No era una bravuconada. Quería que fuera el final. Mi final. Derrapé; luego retomé el control. Estaba a mitad de camino, donde las espirales eran todas parecidas. De nuevo, la oscuridad más absoluta. Cerré los ojos, me dejaba conducir por la moto y giraba en las vísceras de la roca en ciega sintonía con la motocicleta. Sentía el motor y, como los murciélagos, me orientaba con el eco que señalaba las distancias. Si me equivoco, pensaba, no lamentaría estrellarme contra la roca.
Derrapé de mala manera.
Luego, el grito: «Bede, Bede, Beduzzo mío…». Anna me quería.
Volví a encender los faros y con un viraje devolví la moto al centro del túnel.