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Garrusu pari Bede

(Bede)

La mía era una hermosa familia. Pobre.

Mi madre trabajaba como costurera; tenía una buena clientela y sabía coser también vestidos y pantalones para niños. Mi padre era zapatero; trabajaba en un chiscón pegado a nuestra cocina. Durante los años de la guerra, mientras él estaba en el frente, mi madre mantuvo a Gaetano y a Giacomo con su trabajo y siguió sacando adelante a la familia incluso después de que él hubiera vuelto. Ella sostenía que el encarcelamiento le había cambiado, la melancolía lo devoraba vivo, y se sentía abúlico: ponía las suelas a los zapatos desganadamente, como si su oficio ya no le gustara. Tenía miedo a una nueva guerra y se había sacado el permiso de armas. Todas las semanas iba a los campos de zu’ Tano, su primo carnal y propietario del bar del centro, para recoger verdura y desanidar conejos; permanecía allí varias horas: disparaba a los botes de concentrado de tomate, para no perder la práctica, y se llevaba a mis hermanos a disparar. Yo también, cuando crecí un poco, iba con ellos. A Gaetano y a Giacomo se les daba bien: con sus disparos, en un abrir y cerrar de ojos, la lata sobre el murete quedaba hecha trizas. Y para animarme a mí también en el tiro al blanco, mi padre me regaló una pistolita de plástico, de esas que se venden en los tenderetes de las ferias. Pero aquel regalo no consiguió nada. Disparar no me gustaba. «Tú eres especial. Se ve también en esto», me decía él. Luego añadía: «No debes preocuparte, tus hermanos te protegerán, si ’nsamadio, quisiera Dios que fuera necesario». Yo veía que estaba pensativo; pero luego, para consolarse, decía que, a diferencia de Giacomo y de Gaetano, que eran ariscos por naturaleza, yo me llevaba bien con viejos, jóvenes, ricos, pobres, hembras y varones. Y hasta con los animales.

A mi madre le gustaba contarme cómo fue que yo, tercer hijo de una familia a la que le costaba salir adelante, fui a nacer en su casa. Ella cosía hasta bien entrada la noche y de día se dedicaba a hacer encargos, cuidar de la familia y ver a las clientas; ya había llegado a los cuarenta y se cansaba mucho: quería una hija hembra que le ayudara y le hiciera compañía, pero mi padre no quería ni oír hablar de ello. Al final se encomendó a una bruja, y ésta preparó unas pociones para dárselas a mi padre a escondidas e hizo los conjuros adecuados.

«Varón eras, y no me lo esperaba», me decía mi madre, «pero bellísimo y blanco de piel como ’u Signu ruzzu. Entonces comprendí que era especial ’stu hijo mío, y bueno como un ángel debía crecer. Y así fue: me saliste guapo y bueno. Tu padre quería llamarte Bede (dice que conoció a uno en el campo de concentración), pero en el ayuntamiento te inscribieron como Benedetto».

«En el colegio debes llamarte Del Mondo Benedetto», me dijo cuando empecé la primaria.

Desde entonces acepté tener dos «yos», Bede y Benedetto, y me sentía cómodo.

Mis padres y mis hermanos se habrían quitado el pan de la boca por mí. En la feria de Pezzino, mi padre rascaba siempre los cuartos para comprarme los juguetitos de plástico que me gustaban; mis hermanos me traían los primeros higos maduros y bastaba con que yo expresara mi deseo por alguna verdura —acelgas, borrajas— para que ellos fueran a recolectarlas a los campos de zu’ Tano. Mi madre era más severa, pero también procuraba complacerme cuando podía. Yo era su sombra. Ella hacía las tareas de casa en silencio y yo, muy calladito, la ayudaba: tendíamos la colada de unas cuerdas en la huerta, restregábamos juntos las ollas de cobre con la arena del río, barríamos el pavimento y pasábamos un paño con el bastón, abrillantábamos las huellas de los escalones.

Mientras cosía, mi madre era toda ella un parloteo. Contaba cosas que le habían enseñado en el colegio e historias de la familia y de las clientas, con las que le hubiera gustado tratarse. Eran pobres también, pero pudientes en comparación con nosotros, y ella no osaba dar el primer paso. Mi madre era celosa y protectora conmigo, porque eres especial, decía. No me permitía jugar en la calle, pero los demás niños eran bienvenidos en nuestra casa. Aprendí pronto a quitar los hilvanes, a arreglar los botones, a alisar las telas con las manos antes de doblarlas y meterlas en el cajón, a ordenar los trapos por color y calidad, a examinar todos los retales para encontrar los más adecuados para hacer los agarradores, rectangulares para las ollas y cuadrados, más pequeños, para las cafeteras. Me gustaba preparar las capas de fieltro que luego ella cortaba para rellenar las hombreras, reforzar los sujetadores con la tela puesta al bies, coser automáticos y ganchitos: trabajos todos ellos que requerían precisión. Era un placer tocar las telas toscas, las cretonas suaves, los fieltros mórbidos, el popelín encerado y el raso resbaladizo, y pasar luego la nariz en busca del olor de cada uno. Olfateaba también los cuerpos de las clientas: el aroma del talco aplicado con la borla sobre los hombros, debajo de los senos y las axilas, el olor acre de los muslos y de los pies sudorosos.

Sin embargo, cuando mi madre quería estar sola con ellas, yo iba a sentarme junto al banquito de mi padre. Él trabajaba en silencio. Respiraba el olor tóxico de la cola, amarilla como el oro y densa como la miel; el de la piel de vaca curtida, más penetrante; el varonil del cuero. Y escuchaba el repiqueteo del martillo sobre los clavitos, los golpes fuertes sobre los tacones, el ruido seco de los tijeretazos en la piel de cabra, el rechinar de la hoja al ser afilada sobre la tira de cuero. A veces me contaba historias de la guerra. No las terminaba nunca; de repente, dejaba de hablar. Se le secaba la garganta, y dejaba la frase a medias. Entonces, cada uno pensaba en sus propias cosas.

Pero lo que más me gustaba era asistir a las pruebas de las clientas. Las chicas con curvas en combinación eran una maravilla. Mi madre prendía sobre sus bustos, con los alfileres, la tela para el corpiño ya cortada, drapeaba la de la falda en las caderas, formaba los pliegues y se los ajustaba a la cintura. Sin apartar los ojos de sus carnes, rosadas, redondas y suaves, yo le tendía los alfileres. Hubiera querido ser como ellas. Una vez intenté acariciar el brazo bien torneado de una chica. «Garrusu pari Bede, y parecía julandrón este Bede, pero ¡quita, quita!», dijo ella, y se reía junto con las demás, y al reírse mostraba sus preciosos dientes blancos.

Mi madre me acariciaba el pelo, dulcísima. Ella ya lo sabía.

Ahora voy a verte, mammuzza mía, y traigo conmigo a Anna.