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El hombre de Mali y las terribles palabras del doctor Gurriero

Domingo, 20 de mayo, a primera hora de la tarde

(Mara)

El trabajo de mi padre nos llevaba periódicamente al extranjero; cuando su misión acababa y él debía regresar a Italia vivíamos en Roma, de alquiler. Pero, estuviéramos donde estuviéramos, en verano volvíamos a Pedrara a pasar las vacaciones. Siempre. Él, que tan poca atención prestaba a su familia, me invitaba a acompañarlo en sus paseos y me contaba cosas. La cantera, habitada desde hacía miles de años, gozaba de un terreno muy fértil y de agua abundante; en un remotísimo pasado había sido usada como escondrijo para escapar de los invasores de ultramar y como lugar sagrado de sepelio —las tumbas que contemplaban la villa desde lo alto atestiguaban un misterioso y poderoso deseo de inmortalidad—. «Es un lugar de vida y de muerte», decía él, «y por lo tanto, de amor. Ya lo descubrirás cuando crezcas».

Pedrara era mi único punto de referencia en el mundo y lo siguió siendo hasta la repentina muerte de mi padre, cuando yo tenía dieciséis años. Nos dejó en una situación económica desastrosa: Bede, que era más un miembro de la familia que un amigo, se ofreció a ocuparse de la hacienda y gracias a él nuestro nivel de vida no cambió. Pero a partir de entonces ya no volvimos a Pedrara para las vacaciones de verano. Por lo demás, la alternativa ofrecida por la tía —vacaciones en la playa, lo que significaba vida de pandilla y discotecas— era muy atractiva. Con el paso del tiempo, sin embargo, empecé a echar de menos Pedrara: propuse a la tía, que iba a menudo por negocios, que me dejara acompañarla para pasar allí unas semanas. Ella me dijo que no era oportuno: Pedrara ya no era un lugar de veraneo sino una compañía agrícola muy activa, con arrendatarios. Desde entonces mis visitas habían sido breves, y no todos los años.

Las últimas veinticuatro horas habían sido muy intensas. Como un enjambre de abejas, los recuerdos me habían asaltado y aturdido; quería volver a tomar posesión de Pedrara pronto, antes de que la tía muriera, quería salir y recorrerla a lo largo y a lo ancho, regresar a mis lugares preferidos. Me encaminé hacia la cavidad de una roca, en un claro que se abría en el tupido boscaje entre los límites de los jardines y la pared a pico. Allí solía esconderme a leer, a pensar o, sencillamente, a contemplar el paisaje.

El conjunto de la villa, la torre y los jardines, se apoyaba sobre las terrazas que bajaban desde los pies de la cantera y se ensanchaban en la vaguada. El río que daba el nombre a la cantera desembocaba lejos, hacia el oeste. Su curso subterráneo estaba marcado por densas hileras de adelfas, casi un bosquecillo, que algunos centenares de metros más allá se abría para acoger y luego bordear un antiguo afluente del Pedrara, el Tenulo, un arroyo que bajaba con ímpetu hasta el valle desde otra cantera. En cuanto entraba en su viejo lecho se aplacaba, como un parásito. Sus aguas verdes serpenteaban por el fondo del valle acariciadas por las ramas colgantes de las adelfas.

Miré a mi alrededor, sentía un olor desagradable, como a estercolero. Desde una cercana espesura de adelfas me llegaba una voz quejosa. Me abrí camino hasta un espacio angosto, en el que alguien había levantado un grueso camastro de follaje de adelfa y racimos de flores. También el mantillo estaba cubierto de follaje de adelfa recién cortada. Un joven negro semidesnudo estaba acuclillado justo fuera del camastro, con los tobillos atados y las rodillas dobladas casi hasta tocarse la barbilla, y las muñecas inmovilizadas por detrás de la espalda. Tan sólo los pies se apoyaban en la tierra. Rezongaba en un francés grave, oscuro. Tenía las piernas inmundas de heces frescas, y por la suciedad que había dejado sobre las adelfas comprendí que había rodado fuera del camastro. Me acerqué. Parecía tener miedo de mí, pero cuando le hablé en francés se tranquilizó. Me permitió levantarle la cabeza: en la barbilla y en el pecho tenía costras de vómito. Olía mal: sus piernas estaban embadurnadas de excrementos. El joven tenía rasgos subsaharianos —nariz y frente rectas, rostro rectangular— y un casco de trencitas recogidas detrás con una cinta de abalorios. Le ofrecí mi agua mineral. Dijo que era un clandestino, que había llegado con un barco desde Libia; a la espera de que le enviaran a otra parte, sus compañeros de viaje y él cuidaban de las plantitas, «dans les serres, avec les panneaux de verre», especificó. Durante el día no les dejaban comer y para hacer de vientre debían contenerse y esperar a la noche. «Le chef est très méchant», el jefe era muy malo.

Aquella mañana el jefe se había peleado con un blanco y, sorprendentemente, no había reaccionado a la provocación. Sus compañeros y él habían asistido a la escena y se les había ocurrido aprovecharse de la momentánea debilidad del jefe para que les permitieran ir al baño durante el horario de trabajo: él había sido el elegido para plantear la petición. Pero el jefe había dicho que no y se había plantado delante de la puerta. Él había pasado por delante del jefe tras darle un empujón y había corrido a las letrinas. Allí lo habían alcanzado dos guardianes, negros «como yo», dijo con amargura. Después de pegarle, le habían llevado allí, donde lo habían desnudado, atado y colocado sobre la cama de adelfas. El joven temblaba. Las heridas estaban sucias y bullían de insectos.

Yo me sentía impotente, y a la vez responsable. Bajé la mirada, llena de vergüenza. Sobre el mantillo, no lejos de donde habían arrojado los pantalones y la camiseta del joven, una fila de hormigas arrastraba una pluma de mirlo negra, amarilla y blanca, diez veces más larga que ellas; subían impertérritas sobre los terrones y sobre las hojas de adelfa para mantener la dirección, esquivando cuidadosamente los abalorios de los cabellos del joven, que se le habían caído con los golpes. Lo miré.

—Voy a pedir ayuda. —Su expresión se ensombreció—. Fíate de mí.

Corrí a casa, llamé a Luigi y a Pasquale. Recogimos entre todos servilletas detergentes, desinfectante y dos botellas de agua; luego los conduje a la espesura de adelfas donde yacía el negro. Pero él ya no estaba allí, y sus ropas habían desaparecido.

—¿Estás segura de que éste es el sitio? —preguntó Pasquale.

Asentí, abatida.

—Ves cosas que no existen —dijo Luigi, severo.

—Lees demasiadas novelas —concluyó Pasquale.

No contesté. Miraba los abalorios sobre el mantillo húmedo. La pluma amarilla y blanca estaba a punto de desaparecer detrás de un helecho.

Fui derecha a ver a la tía. Estaba apoyada sobre tres almohadones, para facilitarle la respiración, pero no era una posición que le agradara: sacudía la cabeza, intentaba desabotonarse el camisón y parecía acalorada. Nora le explicaba que el doctor Gurriero quería que estuviera sentada y le ofreció agua. Impaciente, la tía la rechazó.

—Fuera, fuera… —Y le apartó el brazo—. Agua, agua… —Y Nora le ofrecía de nuevo el vaso, para verse rechazada de nuevo—. Agua profunda… —decía la tía, y se retorcía las manos como si estuviera desesperada—. ¡Cuidado! —Y luego, muy muy dulce—: Ven a mi lado… —Y dejaba caer la cabeza sobre los almohadones, con los ojos fijos en la lámpara del centro de la habitación, farfullando—: Mese sede pepe, pede, de de. —Después, con un tono más seguro—: ¡Bede! —Y miraba hacia la puerta. Por último, de nuevo vaga—: Sete pepe mese…

Le dije a Nora que se fuera y quité un almohadón. La tía parecía más tranquila, alternaba desvaríos con frases sensatas. A ratos, casi se podía conversar con ella.

—He visto muchos vestidos antiguos, en los armarios…, ¿de quién eran? —le pregunté.

—Mamá…, de ma… am…, ¡de mi madre! —murmuraba ella.

Hablaba del jardín de la embajada en Marruecos, su sede preferida. Luego desvariaba:

—¿Quieres que tomemos el café en el palmeral…? —Y luego volvía a balbucear—: ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Bede?

Saqué la caja de debajo de la cama y le enseñé las revistas. Ella las miraba, atenta, luego hizo una mueca cómplice:

—Pero mira tú… —Y volvió a su mundo. Pero no por mucho rato—. A tu padre le gustaban…

—¿Y a ti?

—Vaya…

Le pregunté si nuestro padre era cocainómano.

Ella me miró:

—La verdad… —y me hizo un guiño—, es me… me… jor… —Luego levantó el dedo índice y dijo de un tirón—: ¡La mejor palabra es la que no se dice!

¿Y se cultivan sólo fresas en los invernaderos? Ella se lo pensó, intentando articular sílabas pero sin conseguirlo. Luego soltó:

—¡Era un memo! —Y volvió a preguntar por Bede.

Yo le sostenía la mano, y pensaba en el joven negro. Y en mi padre. Un memo, así lo consideraba su mujer. Lloraba, no sabía por qué. Así me encontró Nora cuando vino a anunciar que había llegado el doctor Gurriero con su hija Mariella y su yerno Pietro, el alcalde de Pezzino, hijo del notario Pulvirenti.

Giulia había acompañado a Pietro y a Mariella a ver las obras de Pasquale en la terraza de la antecocina; Luigi y yo escuchamos los comentarios del doctor Gurriero sobre los análisis de orina y de sangre. El médico parecía preocupado, y no tan sólo por la tía; vigilaba todo el rato el móvil. Nos dijo que no había podido reducir la infección urinaria, que agudizaba los desvaríos: si para el día siguiente no se producía una mejora, nos aconsejaba vivamente, por mayor seguridad, la hospitalización en una clínica privada.

—Debo insistir en que no hay y no ha habido nunca peligro alguno para su vida. Quienquiera que os lo haya dicho, exageraba o no lo entendió bien.

Y nos exhortó a confiar a la tía a los extraordinarios cuidados de Bede y de sus sobrinas.

Luigi preguntó si, dada la situación financiera, no sería posible ingresarla en el hospital público en vez de en una clínica.

—¡Ah, queridos míos, eso es un auténtico dilema! —El doctor Gurriero abrió mucho los ojos—: ¡Vuestra madre se merece lo mejor!

Había llegado el momento de la despedida. El doctor Gurriero quiso continuar su razonamiento delante de todos los hijos:

—Si vuestra madre tuviera que ser hospitalizada, sin duda sería preferible una buena clínica. Es una garantía, ¡que doña Anna se merece! —Suspiró—. Desde luego, tiene un coste. Y todos sabemos que, de la agricultura, el pequeño y mediano propietario no saca casi nada. Vuestra madre podría vivir todavía mucho si se la cuida bien. ¿No habéis pensado alguna vez en vender al menos una parte de Pedrara, si no toda? Haría falta tiempo, pero seguro que acabaríamos por encontrar algún comprador.

Luigi no ocultó su interés por esa posibilidad y el médico les sugirió que hablaran con su consuegro, el notario Pulvirenti.

—Para mí sois como hijos, por eso me atrevo a daros un consejo: conservad como oro en paño a los arrendatarios de los invernaderos. Pagan tarde, pero pagan. Intentad venderles la hacienda a ellos. Habladlo con el notario. Y estad muy atentos a no aprovecharos de la abnegación de nuestro buen Bede, también él está sometido a muchas presiones: para mantenerse debe continuar con su trabajo, y vuestra presencia no lo ayuda… —El doctor Gurriero tomó aliento y, con tono de autoridad, propia de un profesional, concluyó—: Volveos a vuestras casas, con vuestras familias. Venid a ver a vuestra madre pero en visitas breves, a menudo incluso, pero en visitas breves. No carguéis a Bede, y a la gente que trabaja en la hacienda, con el peso de vuestra presencia. Pero, sobre todo, no provoquéis fricciones con los gestores de los invernaderos. Para ellos sería facilísimo encontrar otros más cercanos a la autopista, modernos y a un coste menor. —Y se calló, con la mirada fija en Pasquale. Me sentí incómoda. El doctor Gurriero frunció el ceño—: Debéis ser todos conscientes de que, si optáis por quedaros en Pedrara, será por vuestra cuenta y riesgo. —Luego retomó el tono suasorio de médico—: En ese momento, ninguno de nosotros estará en condiciones de ayudaros. —Y pasó a las despedidas.

Debéis ser todos conscientes de que, si optáis por quedaros en Pedrara, será por vuestra cuenta y riesgo. Todos nos sentíamos, cada uno de manera distinta, muy trastornados. Y lo estuvimos todavía más cuando Giulia nos contó que se había desahogado con Pietro y Mariella sobre la enmarañada situación legal de los invernaderos. Pietro le había dicho que la tía había concedido la casa del guarda en comodato a Bede. Y que había firmado el contrato de alquiler sólo para un invernadero; los de los otros invernaderos no llegaron nunca a concretarse. Un descuido, probablemente, pero también una evasión fiscal: el alquiler de los otros invernaderos se había pagado en negro, a través de Bede. Ahora, después de más de veinte años de posesión continua, los gestores de los otros invernaderos podrían intentar aspirar a la usucapión.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —preguntó Luigi.

—He llamado al notario, y él me lo ha confirmado —contestó Giulia con engreimiento, casi como si fuera una revancha.

Había sido la más resuelta. Había sido la más lista. A pesar de la inquietud que nos había dejado la amenaza del doctor Gurriero, seguíamos siendo un grupo desmembrado, sin centro, la sombra de la familia que tal vez habíamos sido.

Estábamos allí como en una fotografía desenfocada, a la espera de que los acontecimientos nos dijeran quiénes éramos de verdad.

De Bede no se había visto ni la sombra.