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Ciertas verdades amargas
Sábado, 19 de mayo
(Bede)
Durante mucho tiempo me sentí ajeno a las hijas de Tommaso, pero luego aprendí a cogerles cariño. Especialmente a Mara. Me lo enseñaste tú. Y con todo, lo que Mara y yo nos dijimos en nuestro último encuentro nos ha dejado con mal sabor de boca a ambos.
Qué lástima.
Esperaba a Mara en el balcón de la sala de la primera planta, frente al tramo final de la escalinata de madera labrada que, desde la entrada, llevaba hasta arriba.
Estaba de espaldas al jardín, con las manos bien distanciadas sobre la barandilla de hierro forjado, como su padre y como yo mismo cuando esperaba la llegada de Anna. Desde allí se vigilaba el interior de la villa: el vestíbulo cuadrado de la planta baja al que dan cuatro puertas, la de ingreso, frente a mi puesto de vigía; a los lados, las del comedor y la hospedería, e, invisible, debajo de la escalera, la del salón.
—Ven, Mara —la llamé mientras subía—. Quisiera hablar contigo a solas. Es importante.
Desde la última vez que la vi estaba algo estropeada, pero seguía siendo muy elegante.
—Esperemos a Luigi, vendrá más tarde —sugirió ella.
—No —insistí—. Tú eres la mayor. Ven.
Le recordé lo que les había dicho a Giulia y a ella el pasado enero, en Roma, que iba a llevarme a Anna a Pedrara y que me ocuparía de ella hasta el final, yo solo. No me hacía ninguna falta su ayuda, ni tampoco su dinero. La miré fijamente a los ojos:
—Has de saber que vuestra madre no ha estado nunca en peligro de muerte.
—Giulia está convencida… —comenzó ella.
La interrumpí.
—Giulia no debería haberos llamado. Ya os habría informado yo a todos vosotros si hubiera habido necesidad. Doña Anna no se está muriendo.
Me urgía hablarle de Giulia.
Había venido con Pasquale para acompañar a su madre. Su intención era volverse de inmediato a Roma, pero, en cambio, nada. Se habían traído bolsas y maletas. Y hasta el gato.
—Ese tipo no tiene la menor intención de irse. Antes se dedicaba a la escultura, así que se puso a tallar las maderas secas que encontraba en los campos. Luego descubrió una veta de arcilla y se convirtió en ceramista: modela «obras artísticas», así es como las llama, y recipientes. —Hizo una pausa—. Pero sobre todo se entromete en los asuntos de los demás e interfiere con los gestores de los invernaderos.
Deambulaba por doquier en la villa, rebuscaba en los cajones, abría los armarios y lo tocaba todo. Luego dejaba las cosas revueltas. Giulia estaba a su servicio y a su madre la atendía más bien poco, casi nada. Ni siquiera hablaba con el doctor Gurriero, que venía sin falta todos los días a ver a la enferma. Giulia y Pasquale debían marcharse.
—La villa es vuestra casa, aquí siempre sois y seréis bienvenidos. Pero no para ocuparos de vuestra madre. Eso es asunto mío —le dije.
Mara me escuchaba, tristísima. Me arrepentí de haber usado un tono tan autoritario. Habría querido consolarla. Pero miré el reloj y me percaté de lo tarde que era. La dejé allí, sin abrazarla.
Todo este ir y venir de un lado a otro, todo este tiempo. Mi tiempo. Trabajo, trabajo, como intérprete, traductor, calígrafo, organizador de congresos. Ocuparme del mantenimiento de la villa, sacar adelante las actividades relacionadas con Pedrara. Y tener que lidiar con esos dos estúpidos. Todo a la carrera, para poder ocuparme de ti, para que estés contenta.
Anna, ahora a nosotros dos no nos queda más que el descanso.
El chófer me había dejado en el cruce de Pezzino. Allí el bosque de San Pietro estaba tan tupido que parecía impenetrable. Me metí por un estrecho pasaje: poco más allá me esperaba, en el sitio de siempre y con los faros apagados, el automóvil del Mudo. Al cabo de unos minutos llegamos al depósito del ferrocarril: una ancha construcción de estilo fascista, de dos plantas, al borde del precipicio de la cantera de Pedrara. En el guardarropa tan sólo había quedado mi capa, colgada del gancho número tres junto con mi máscara, Pantaleón. El nombre aparecía escrito debajo del gancho. De los ganchos del Número Seis —el doctor Balanzone— y del Número Siete —Brighella— colgaba un penacho rojo: aquel día no se les esperaba. El Mudo aguardó a que me vistiera y me acompañó después a la sala de reuniones. Los demás Números ya estaban sentados en sus sitios.
El Número Uno, presidiendo la mesa, se retorcía la barbilla bajo la máscara de Arlequín.
—¿Ya han llegado? —me preguntó sin saludar.
—Buenas noches a todos. La mayor llegó hace una media hora; el hijo llega esta noche.
Número Uno:
—¿Sabe cuándo se irán?
—No lo sé —contesté—. Es todo obra de la hija menor.
Número Uno:
—¿Cómo los está animando para que se vayan?
Número Dos, Peppe Nappa:
—Ya contesto yo. Hemos mandado mensajes al compañero de la hija menor. Un poco tarado sí que está, pero empieza a espabilar…
Número Uno:
—Debemos actuar deprisa. Tienen que largarse, todos. Hoy he recibido la confirmación de que el miércoles por la mañana desembarcarán doscientos transeúntes y de que llegarán aquí esa misma noche. ¿Dónde los metemos?
Número Dos:
—En las tumbas comunicadas hay espacio. Los invernaderos están al completo.
Número Cuatro, Giangurgolo:
—Me dicen que hay tres enfermos.
Número Uno:
—Dejádmelos a mí. Los llevaremos a la «enfermería» de siempre.
Número Dos:
—¿Comen cerdo?
Número Uno:
—Nada de carne, de ninguna clase. Hay que ahorrar. Arroz, judías, queso y fruta.
Número Cinco, el Capitán Rodomonte:
—¿Hay algo más? Debería estar en una entrega de premios del Rotary.
Número Uno:
—Sí, lo hay. Me preocupan, ’sti babbi, esos tipos. El tiempo corre, hoy estamos a sábado. Si para el lunes por la noche no se han ido tendremos que actuar. Habrá que pensar en hospitalizar a la anciana en la clínica de nuestros amigos de Catania. O bien en Siracusa.
—Habíamos acordado que eso no ocurriría —objeté. Miré una a una las máscaras encapuchadas e insistí—: La anciana debe quedarse en la villa.
Número Uno:
—¿Desde cuándo me dice a mí alguien «debe», Número Tres? Ese no es lenguaje para esta compañía.
—Estábamos de acuerdo —repetí.
Número Uno, levantando la voz:
—Yo no lo recuerdo. ¿Quién de vosotros s’arri corda de este acuerdo? Para que quede claro, el Número Tres dice que la anciana no debe dejar la villa… excepto que sea cu i pedi nn’avanti, con los pies por delante. ¿Por casualidad alguno de vosotros se l’arricorda?
Silencio.
Número Dos:
—Pensemos de momento en colocar a esos doscientos transeúntes y luego ya se verá.
Número Uno, retirando la mano de la barbilla y levantándola con la palma abierta hacia nosotros:
—¡Alto! Hay otra consideración que hacer: he oído decir que un forastero está buscando a un julandrón con el que se vio su padre el día que lo mataron, hace años. Dice que tiene el ADN… Yo le he dado a entender que no hay rastro de ’stu picciottu, de ese chaval.
Número Cuatro:
—Tenemos que estar alerta. ’Nsamai, ojalá que no, quisiera tener manos libres.
Número Uno:
—Si le damos al Número Cuatro lo que pide, el Número Tres debe darme a mí personalmente manos libres con todos ’sti babbi. Incluida la anciana.
Número Dos:
—Estoy de acuerdo con lo que dice el Número Uno y quiero recordarle al Número Tres y a todos vosotros que he envejecido y no sería capaz de volver a hacer lo que hice de joven.
Contesté:
—Haced lo que debáis hacer, Número Uno. Sin sufrimiento p’a puvaridda, para la pobrecilla.
Número Uno:
—Prometido, sin hacerla sufrir, ’nsamai es necesario. —Después de una pausa repitió—: ’Nsamai es necesario. ¿Todos de acuerdo?
Y el Número Uno dio un golpe con la mano sobre la mesa.
Un instante después, resonaron también los golpes sobre la mesa de las otras manos. Incluida la mía. El cuarto retronó.
Volví a la villa con mis hermanos, tomando la Via Breve. No dije una sola palabra, ni ellos tampoco. No había nada de decir. Gaetano estaba pensativo; daba volantazos en las curvas cerradas como si las recorriera por primera vez. Cuando bajé, Giacomo me dio una palmada en el hombro.
Fui derecho a tu alcoba, Anna. Era como si te hubiera traicionado. Pero no tenía elección. Ya no.
La noche, mientras dormías, me daba puñetazos en la cabeza.