—No entiendes, mamá. ¡No puedo ir!

—No te estoy dando a elegir, Lucy. Vas a ir y se acabó.

Era la tarde siguiente. El tiempo estaba gris y tormentoso, y mamá y yo nos encontrábamos en la cocina, discutiendo. Yo trataba de decirle que de ninguna manera iba a acudir a la entrevista de los Jóvenes Lectores en la biblioteca, pero ella insistía en que tenía que ir.

—Tienes que creerme, mamá —supliqué. Procuraba no lloriquear, pero mi voz se iba tornando cada vez más aguda—. El señor Mortman es un monstruo. No puedo volver más a la biblioteca.

Mamá hizo un gesto de disgusto y arrojó sobre la repisa el trapo de cocina que había estado doblando.

—Lucy, tu padre y yo estamos más que hartos de tus estúpidas historias de monstruos.

Se volvió para mirarme, con el enfado brillando en sus ojos.

—Lucy, no tienes ninguna constancia. Nunca pones suficiente empeño. Eres perezosa. Ése es tu problema.

—El señor Mortman es un monstruo —le interrumpí—. Ése es mi problema.

—Bueno, pues me da lo mismo —replicó mamá con dureza—. Por mí como si se convierte por las noches en un hombre lobo. No vas a dejar lo de los Jóvenes Lectores. Vas a acudir a tu entrevista de esta tarde aunque tenga que llevarte yo misma de la mano.

—¿Serías capaz de hacerlo? —pregunté.

Cruzó por mi cabeza la idea de mamá escondida entre los libros para ver por sí misma cómo se convertía en monstruo el señor Mortman, pero supongo que ella pensó que se trataba de un sarcasmo porque frunció el ceño y salió de la cocina.

Una hora después yo subía los escalones de piedra de la vieja biblioteca. Llovía a cántaros, pero no llevaba paraguas. Me daba igual empaparme.

El pelo me chorreaba. Al entrar en el vestíbulo sacudí la cabeza, esparciendo gotas de agua en todas direcciones.

Me estremecí, más por miedo al encontrarme de nuevo en aquel horrible lugar que por frío. Me quité la mochila, que también estaba empapada.

¿Cómo voy a mirar a la cara al señor Mortman?, me pregunté mientras me dirigía de mala gana a la sala de lectura. ¿Cómo me voy a poner delante de él después de lo de anoche? Sin duda sospecha que conozco su secreto. Es imposible que me creyera anoche.

Me sentía furiosa contra mamá por haberme obligado a ir allí.

¡Ojalá se convierta otra vez en monstruo y me coma viva!, pensé con amargura. Eso le serviría de lección a mamá.

Me imaginé a mamá, a papá y a Randy sentados en nuestro cuarto de estar, afligidos, llorando a lágrima viva, gimiendo: «¡«Si la hubiéramos creído! ¡Si la hubiéramos hecho caso!»

Me dirigí lentamente por delante de las largas filas de libros hasta la parte delantera de la sala, sosteniendo ante mí la empapada mochila como si se tratara de un escudo. Comprobé con alivio que no estaba sola, que había dos niños con sus madres y un par de mujeres más curioseando en la sección de libros de misterio.

Estupendo, pensé, empezando a tranquilizarme. El señor Mortman no se atreverá a hacer nada mientras la biblioteca esté llena de gente.

El bibliotecario llevaba esta vez un jersey verde de cuello alto que le daba el aspecto de una tortuga redonda y voluminosa. Estaba poniendo el sello a un montón de libros y no levantó la vista cuando me acerqué a la mesa.

Carraspeé nerviosamente.

—¿Señor Mortman?

Tardó un rato en levantar la vista. Cuando finalmente lo hizo, me dirigió una cálida sonrisa.

—Hola, Lucy. ¿Puedes esperar unos minutos, por favor?

—Desde luego —respondí—. Me secaré mientras.

No parece enfadado en absoluto, pensé mientras me dirigía a una de las mesas alargadas. Quizá se creyó realmente el rollo que le solté anoche. Quizá no sabe que le he visto convertirse en monstruo. Quizá salga viva de aquí…

Tomé asiento ante la mesa y me sacudí un poco más de agua del pelo. Clavé la vista en el gran reloj de pared, esperando nerviosamente que me llamara para la entrevista. Se oía el sonoro tictac del reloj. Cada segundo parecía durar un minuto.

Los niños que estaban con sus madres eligieron algunos libros y se marcharon. Volví la vista hacia la sección de novelas de misterio y vi que las dos mujeres se habían ido también. Sólo quedábamos el bibliotecario y yo.

El señor Mortman movió una pila de libros sobre su mesa y se puso en pie.

—Enseguida vuelvo, Lucy —dijo con otra amistosa y tranquilizadora sonrisa—. Entonces podremos hablar.

Se apartó de la mesa y se dirigió con paso rápido hacia la parte posterior de la sala de lectura. Yo supuse que iba al lavabo.

Un súbito y breve resplandor apareció en el oscuro cielo, al otro lado de la ventana. Le siguió el retumbar del trueno.

Me levanté de la mesa y, sosteniendo por las correas mi empapada mochila, me dirigí hacia la mesa del señor Mortman. Me encontraba a mitad de camino cuando oí el sonoro chasquido metálico. Comprendí al instante que había cerrado la puerta de la biblioteca. Poco después regresó con paso vivo sonriendo todavía y frotándose las manos gordezuelas y pálidas.

—Bien, ¿hablamos de tu libro? —preguntó, acercándose a mí.

—Señor Mortman… ha cerrado usted la puerta —dije, tragando saliva.

Siguió sonriendo.

—Sí. Naturalmente —respondió con voz suave, mirándome fijamente. Continuaba con las manos entrelazadas ante sí.

—Pero… ¿por qué? —tartamudeé.

Acercó su rostro al mío y se esfumó su sonrisa.

—Sé por qué fuiste anoche a mi casa —me gruñó al oído—. Lo sé todo.

—Pero señor Mortman, yo…

—Lo siento —me interrumpió con voz gutural—, pero no puedo dejarte marchar, Lucy. No puedo dejarte salir de la biblioteca.