La foto era nítida.

El centro estaba ocupado por la amplia mesa del señor Mortman, bañada por un estallido de luz brillante. Sobre la mesa se veían algunos papeles, el recipiente de las tortugas en una esquina y un montoncito de libros.

Detrás de la mesa aparecía la parte superior del alto taburete de madera del señor Mortman, y tras el taburete los estantes y el tarro de cristal con las moscas, pero no había ningún monstruo. No estaba el señor Mortman. No había absolutamente nadie en aquella fotografía.

—¡Estaba… estaba ahí! —exclamé—. ¡Detrás de la mesa!

—La sala parece vacía —observó papá, mirando por encima de mi hombro la foto que yo sujetaba con mano temblorosa.

—Ahí no hay nadie —dijo mamá, que se volvió a mirarme.

—Estaba ahí —insistí, sin poder apartar los ojos de la fotografía—. Justamente ahí. —Señalé el lugar donde había estado el monstruo.

Randy se echó a reír.

—Déjame ver. —Me quitó la foto y la examinó—. ¡Ya lo veo! —exclamó—. ¡Es invisible!

—No tiene ninguna gracia —repliqué débilmente. Le arrebaté la foto y lancé un suspiro de consternación. Sentí deseos de que me tragara la tierra para siempre.

—¡Es invisible! —repitió Randy con alborozo, saboreando su propia broma.

Mamá y papá me miraban con expresión preocupada.

—¿No lo veis? —exclamé, agitando la foto con la mano—. ¿No lo veis? Esto es la prueba, esto es la prueba de que es un monstruo. ¡No sale en las fotografías!

Papá meneó la cabeza y frunció el ceño.

—Lucy, ¿no crees que has llevado la broma demasiado lejos?

Mamá me apoyó una mano en el hombro.

—Empiezas a preocuparme realmente —dijo con voz suave—. Te estás creyendo tu propia broma sobre los monstruos.

—¿Podemos tomar un helado? —preguntó Randy.

—No puedo creer que estemos haciendo esto —se quejó Aaron.

—Cállate. Me lo debes —exclamé.

Era el día siguiente por la tarde. Estábamos agazapados, escondidos tras los pequeños arbustos que crecían a un lado de la biblioteca.

Hacía fresco. El sol comenzaba ya a ponerse detrás de los árboles y proyectaba largas sombras azuladas sobre el césped.

—¿Que te lo debo? —protestó Aaron—. ¿Estás loca?

—Me lo debes —repetí—. Ayer tenías que haber venido conmigo a la biblioteca, ¿no te acuerdas? Me dejaste plantada.

Se sacudió un insecto de la pecosa nariz.

—¿Y cómo iba a venir si tenía hora con el dentista? —Hablaba de forma rara, vocalizando mal. Aún no se había acostumbrado al aparato.

—Bueno, yo contaba contigo y tú me dejaste plantada —insistí— y además me has buscado un montón de problemas.

—¿Qué clase de problemas? —Se dejó caer al suelo, donde permaneció con las piernas cruzadas y la cabeza agachada detrás del arbusto.

—Mis padres me han prohibido que vuelva a hablar del señor Mortman o a mencionar que es un monstruo —respondí.

—Bueno.

—Nada de bueno. Eso quiere decir que te necesito, Aaron. Necesito que tú compruebes que estoy diciendo la verdad y se lo cuentes a mis padres. —Se me quebró la voz—. Creen que estoy loca. ¡De verdad!

Empezó a replicar, pero se dio cuenta de que yo estaba realmente alterada, así que se interrumpió.

Las hojas de los árboles, agitadas por una fresca brisa, parecían susurrarnos algo.

Yo mantenía los ojos fijos en la puerta de la biblioteca. Eran las cinco y veinte. Pasaba bastante de la hora de cierre, y el señor Mortman tenía que salir de un momento a otro.

—¿Así que vamos a seguir al señor Mortman y a espiarle en su casa? —preguntó Aaron, rascándose la nuca—. ¿Por qué no lo miramos por la ventana de la biblioteca?

—Esa ventana es demasiado alta —respondí—. Tenemos que seguirle. Me dijo que suele ir andando a casa todos los días. Quiero que lo veas convertirse en monstruo —dije, mirando por encima del arbusto—. Quiero que me creas.

—Y si digo que ya te creo —preguntó Aaron, sonriendo—, ¿podremos entonces irnos a casa?

—¡Chist! —Le tapé la boca con una mano.

Se estaba abriendo la puerta de la biblioteca. Apareció el señor Mortman. Aaron y yo nos agachamos. Atisbé por entre las ramas del arbusto. El bibliotecario se volvió para cerrar la puerta. Llevaba una camisa deportiva de manga corta a rayas rojas y blancas y pantalones anchos de color gris. Se cubría la calva con una gorra de béisbol roja.

—No te acerques demasiado —le susurré a Aaron—. Procura que no te vea.

—Buen consejo —comentó Aaron con ironía.

Nos apoyamos en las rodillas y esperamos a que el señor Mortman enfilara la acera. Se detuvo un momento en los escalones mientras se guardaba las llaves en el bolsillo del pantalón. Luego, canturreando por lo bajo, echó a andar por el camino y se alejó de nosotros.

—¿Por qué canturrea? —preguntó Aaron en un murmullo.

—Siempre lo hace —respondí en voz baja. El señor Mortman estaba ya a más de media manzana de distancia—. Vamos —dije, poniéndome rápidamente en pie.

Me mantuve al resguardo de las sombras que proyectaban los árboles y los arbustos y fui siguiendo al bibliotecario. Aaron me iba pisando los talones.

—¿Sabes dónde vive? —me preguntó.

Me volví hacia él, con el ceño fruncido.

—Si supiera dónde vive no tendríamos que seguirle.

—Oh, claro.

La cosa nos resultó un poco más difícil de lo que yo imaginaba. Teníamos que atajar por jardines de casas, y en algunos había perros que se ponían a ladrar cuando nos veían. En otros había sistema de riego por aspersión en funcionamiento. Otros tenían espesos setos que nos veíamos obligados a atravesar.

Al llegar a cada esquina, el señor Mortman se detenía y miraba a derecha e izquierda para ver si venía algún coche. Cada vez me asaltaba el temor de que mirase también por encima del hombro y se diera cuenta de que le seguíamos.

Vivía más lejos de lo que yo pensaba. Después de recorrer varias manzanas apareció ante nosotros un terreno liso, amplio y desierto, sin edificaciones.

El señor Mortman echó a andar a través del terreno despejado, con pasos rápidos y moviendo rítmicamente los brazos. No teníamos más remedio que seguirle por el aquel espacio abierto. No había lugares en los que esconderse, ni arbustos, ni setos tras los que agazaparse.

Estábamos completamente al descubierto. Sólo podíamos rezar para que no se girara a mitad del camino y nos viera.

Al otro extremo se alzaba un grupo de casas viejas y pequeñas, la mayoría de ellas de ladrillo, con diminutos jardines al borde de la calle.

El señor Mortman se dirigió hacia uno de aquellos bloques de casas. Aaron y yo nos acurrucamos detrás de un buzón y le vimos encaminarse a una casa situada en medio del bloque. Subió los escalones de entrada y se metió la mano en el bolsillo para coger las llaves.

—Ya está —le susurré a Aaron—. Lo hemos conseguido.

—Creo que mi amigo Ralph vive en este mismo bloque —dijo él.

—¿Y eso qué importa? —exclamé—. Lo que tienes que hacer es estar atento a lo que nos ha traído aquí.

Esperamos hasta que el señor Mortman hubo desaparecido en el interior de la casa, y entonces nos acercamos más. Su vivienda estaba recubierta de chapas de madera blanca que necesitaban una buena mano de pintura. Tenía delante un pequeño jardín rectangular de hierba recién cortada, flanqueado por altos lirios amarillos.

Aaron y yo nos dirigimos rápidamente a un lado de la casa, desde el que se llegaba a la parte trasera a través de una estrecha franja de hierba. La ventana de la fachada era lo bastante alta como para que pudiéramos pasar bajo ella sin ser vistos.

Se encendió una luz en la ventana.

—Debe de ser la sala de estar —susurré.

Aaron tenía cara de miedo. Sus pecas parecían mucho más pálidas que de costumbre.

—Esto no me gusta —dijo.

—Lo más difícil era seguirle —le aseguré—. Ahora la cosa es más fácil. Sólo tenemos que observarle por la ventana.

—Pero la ventana es demasiado alta —indicó Aaron—. No podemos ver nada.

Tenía razón. Desde debajo de la ventana, lo único que podía ver era el techo de la sala de estar.

—Tendremos que subirnos a algo —sugerí.

—¿Sí? ¿A qué?

Me di cuenta de que Aaron no iba a ser de gran ayuda. Estaba demasiado asustado, y la nariz se le estremecía espasmódicamente como el hocico de un conejo. Decidí mantenerlo ocupado para que no le dominara el pánico y se escapara.

—Vete a la parte de atrás. Mira a ver si hay una escalera o alguna otra cosa —susurré, señalándole la trasera de la vivienda.

Se encendió otra luz, esta vez en una de las ventanas de atrás. Probablemente la cocina. También estaba demasiado alta como para poder ver por ella.

—Espera. ¿Qué te parece eso? —preguntó Aaron. Seguí su mirada y vi una carretilla inclinada contra un costado de la casa.

—Sí. Quizá sirva —dije—. Tráela. Intentaré subirme a ella.

Aaron se dirigió hacia la carretilla, agachando la cabeza y los hombros. La separó de la casa, agarrándola por las varas, y luego la llevó bajo la ventana.

—Sosténla bien —dije.

Agarró las varas de madera y me miró con expresión temerosa.

—¿Estás segura de que servirá?

—Probaré —respondí, levantando la vista hacia la ventana.

Me apoyé en el hombro de Aaron y salté a la carretilla. Él la sujetó firmemente mientras yo trataba de mantener el equilibrio.

—Está inclinada —murmuré, apoyando una mano en la casa para no caer.

—Lo estoy haciendo lo mejor que puedo —gruñó Aaron.

—Así. Creo que puedo sostenerme —dije. No estaba a mucha distancia del suelo, pero no resultaba nada cómodo ni fácil mantener el equilibrio en una carretilla.

No muy lejos ladró un perro. Confié que no nos ladrase a Aaron y a mí. Otro perro, más cercano aún, comenzó a ladrar también y se estableció un diálogo de ladridos.

—¿Llegas a ver algo? —preguntó Aaron.

Con una mano apoyada todavía en la casa, levanté la cabeza y atisbé el interior por el borde del alféizar.

—Sí —dije—. Hay un acuario grande delante de la ventana, pero puedo ver casi toda la sala de estar.

En ese preciso instante la cara del señor Mortman apareció a unos centímetros de la mía.

¡Me estaba mirando!