Hice girar el pomo y empujé, pero la puerta no se abrió. Lo intenté de nuevo varias veces hasta que comprendí que tenía echada la llave. La biblioteca estaba cerrada.

La lluvia caía con suave golpeteo sobre la hierba mientras me dirigía a la ventana de la parte delantera. Estaba un poco alta y tuve que izarme a pulso sobre el alféizar para mirar al interior. Oscuridad. Oscuridad absoluta.

Me sentí aliviada y decepcionada al mismo tiempo. Yo quería recuperar mis patines, pero desde luego no quería entrar allí.

—Los recogeré mañana —dije en voz alta.

Salté al suelo. Comenzaba a arreciar la lluvia y el viento soplaba con más fuerza.

Eché a correr y mis zapatillas chapoteaban sobre la húmeda hierba. No me detuve hasta llegar a casa. Cuando crucé la puerta estaba totalmente empapada. Tenía el pelo pegado a la cabeza y la camiseta chorreando.

—¡Mamá! ¡Papá! ¿Estáis en casa? —grité.

Corrí por el pasillo, a punto de resbalar en el pulido suelo, e irrumpí en la cocina.

—¡Un monstruo! —exclamé.

—¿Qué? —Randy estaba sentado a la mesa de la cocina, troceando un montón de judías verdes para mamá. Fue el único que levantó la vista.

Mamá y papá estaban de pie ante la repisa, haciendo pequeñas albóndigas con las manos. Ni siquiera se volvieron.

—¡Un monstruo! —repetí.

—¿Dónde? —exclamó Randy.

—¿Te ha pillado la lluvia? —preguntó mamá.

—¿Por qué no saludas? —preguntó papá—. ¿Es que sólo sabes irrumpir en casa dando gritos? ¿No tengo derecho a un «hola, papá», o algo por el estilo?

—Hola, papá —exclamé sin aliento—. ¡Hay un monstruo en la biblioteca!

—Lucy, por favor… —empezó mamá con tono de impaciencia.

—¿Qué clase de monstruo? —preguntó Randy. Había dejado de trocear judías y me miraba fijamente.

Mamá se volvió por fin.

—¡Estás empapada! —exclamó—. Estás mojando todo el suelo. Sube a cambiarte de ropa.

Papá se volvió también y frunció el ceño.

—Tu madre acaba de fregar el suelo —murmuró.

—¡Estoy intentando deciros algo! —grité, levantando los puños en el aire.

—No hace falta que grites —me reprendió mamá—. Ve a cambiarte y luego nos lo cuentas.

—¡El señor Mortman es un monstruo! —exclamé.

—¿No puedes guardarte los monstruos para luego? Acabo de llegar a casa y tengo un dolor de cabeza terrible —se quejó papá. Bajó la vista hacia el suelo. Se estaban formando pequeños charcos a mi alrededor, sobre el linóleo blanco.

—Hablo en serio —insistí—. ¡El señor Mortman es un monstruo!

Randy se echó a reír.

—Desde luego tiene una pinta muy rara.

—Randy, no está bien burlarse del aspecto de la gente —dijo mamá con tono severo. Se volvió hacia mí—. Eso es lo que le enseñas a tu hermano en vez de darle buenos ejemplos.

—¡Pero mamá!

—Lucy, haz el favor de ir a cambiarte de ropa —rogó papá—. Luego bajas y pones la mesa, ¿entendido?

Me sentía frustrada. Eché hacia atrás la cabeza y solté un furioso gruñido.

—¿Es que aquí no me cree nadie? —exclamé.

—No es momento para tus historias de monstruos —replicó mamá mientras volvía a ocuparse de las albóndigas—. Larry, las estás haciendo demasiado grandes —reprendió a mi padre—. Tienen que ser más pequeñas.

—Pues a mí las albóndigas me gustan grandes —porfió papá.

Nadie me prestaba la menor atención. Giré en redondo y salí de la cocina a grandes zancadas.

—¿De verdad es un monstruo el señor Mortman? —me preguntó Randy cuando ya me iba.

—¡Ni lo sé ni me importa! ¡Me tiene sin cuidado! —respondí. Estaba furiosa.

No me hacían el menor caso. Lo único que les importaba eran sus estúpidas albóndigas.

Una vez en mi habitación, me quité las prendas mojadas, las tiré al suelo y me puse unos téjanos y una camiseta.

¿De verdad es un monstruo el señor Mortman? La pregunta de Randy me daba vueltas en la cabeza. ¿Había imaginado yo todo el asunto? ¿Tenía monstruos en el cerebro?

Con todas las luces apagadas, la biblioteca estaba muy a oscuras. Quizás el señor Mortman no se comió las moscas. Quizá las sacó del tarro y se las dio a las tortugas. Tal vez imaginé que se las comía él. Tal vez su cabeza no se hinchó como un globo. Tal vez sus ojos no se habían salido de las órbitas. Tal vez había sido una jugarreta de la oscuridad, de las sombras danzantes, de la luz débil y grisácea. Tal vez necesito gafas. Tal vez estoy como una cabra.

—Lucy, baja pronto y pon la mesa —dijo papá desde la cocina.

—¡Ya voy! —Mientras bajaba, me sentía completamente desconcertada.

No mencioné al señor Mortman durante la cena. En realidad, fue mamá quien sacó el asunto a colación.

—¿Qué libro has elegido para leer esta semana? —preguntó.

Frankenstein —respondí.

—¡Más monstruos! —exclamó mi padre meneando la cabeza—. ¿Es que nunca te cansas? ¡Ves monstruos por todas partes y encima lees cosas sobre ellos!

Papá tiene una voz retumbante. Todo en él es grande. Es muy fuerte, tiene un pecho ancho y brazos poderosos. Cuando grita se estremece toda la casa.

—Randy, has troceado muy bien las judías —dijo mamá, cambiando rápidamente de tema.

Después de cenar ayudé a papá a lavar los platos. Luego subí a mi habitación para empezar a leer Frankenstein. Había visto la película en la tele, así que sabía de qué iba. Trataba de un científico que construía un monstruo que cobraba vida. Era de las historias que a mí me gustaban. Me preguntaba si sería cierta.

Me sorprendió encontrarme a Randy en mi habitación, sentado en la cama, esperándome.

—¿Qué quieres? —pregunté. La verdad es que no me gustaba que anduviera por mi cuarto.

—Cuéntame lo del señor Mortman —dijo. Por la expresión de su cara me di cuenta de que estaba asustado y excitado al mismo tiempo.

Mientras me sentaba en el borde de la cama comprendí que estaba deseando contar a alguien lo que había sucedido en la biblioteca, así que se lo conté todo a Randy. Empecé por explicarle que tuve que volver allí porque me había olvidado los patines.

Randy tenía mi almohada apretada contra el pecho y respiraba con fuerza. Supongo que la historia le aterrorizaba realmente.

Cuando estaba terminando la parte en que el señor Mortman se metía un puñado de moscas en la boca, Randy contuvo una exclamación. Parecía a punto de vomitar.

—¡Lucy! —Papá entró furioso en la habitación—. ¿Cuál es tu problema?

—Ninguno, papá, yo…

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no asustes a Randy con tus estúpidas historias de monstruos?

—Ésta no es estúpida, papá. ¡Es verdad!

Torció el gesto con cara de disgusto y se quedó mirándome con ojos coléricos. Parecía como si en cualquier momento fuera a lanzar fuego por la nariz.

—¡No estoy asustado! —exclamó Randy, saliendo en mi defensa, aunque lo cierto es que estaba tan blanco como la almohada que sostenía entre los brazos y que le temblaba todo el cuerpo.

—Es la última vez que te lo advierto —indicó mi padre—. Hablo en serio, Lucy. Estoy muy enfadado contigo. —Desapareció escaleras abajo.

Me quedé mirando el umbral de la puerta que acababa de atravesar.

Yo también estoy muy enfada, pensé.

En esta familia nadie me cree cuando hablo en serio.

En ese instante comprendí que no había opción. Tenía que demostrar que yo no era ninguna mentirosa, tenía que demostrar que no estaba loca, tenía que demostrar a mamá y a papá que el señor Mortman era un monstruo.

—¿Qué es eso? —pregunté a Aaron.

Había transcurrido una semana. Yo tenía que pasar por delante de su casa para ir a la biblioteca, donde debía acudir a mi entrevista de los Jóvenes Lectores. Me paré al ver a Aaron en el jardín. Estaba arrojando al aire un disco azul, que atrapaba cuando volvía.

—Es una especie de discovol con una goma larga —respondió. Lanzó el disco. Trató de cogerlo cuando volvía hacia él pero falló. El disco continuó volando a sus espaldas, regresó después y le golpeó en la nuca.

—No es exactamente así como funciona —dijo, ruborizándose. Empezó a deshacer un nudo que se había formado en la goma.

—¿Puedo jugar contigo? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—No. Es sólo para una persona.

—¿Es un discovol para jugar solo? —exclamé.

—Sí. ¿No has visto los anuncios de la tele? Juegas solo. Lo tiras, y luego lo coges.

—Pero ¿y si alguien quiere jugar contigo?

—No se puede —respondió Aaron—. No es para eso.

La cosa me pareció bastante tonta, pero como Aaron se lo estaba pasando en grande me despedí y continué hacia la biblioteca.

Era un día espléndido. Todo parecía alegre y risueño bajo el brillante sol.

La biblioteca se hallaba envuelta como de costumbre en sombras azuladas. Yo sólo había vuelto allí una vez desde aquel día, sólo una vez y muy deprisa para recoger mis patines. Me detuve en el bordillo y al mirar el edificio sentí un repentino escalofrío.

El mundo entero parecía volverse más oscuro allí, más oscuro y más frío. ¿Pura imaginación? Lo veremos, pensé. Hoy veremos qué es real y qué no lo es.

Me quité la mochila, la agarré de las correas y me dirigí hacia el edificio. Respiré profundamente, empujé la puerta y entré.

El señor Mortman, encaramado ante su mesa en la sala de lectura, estaba terminando su entrevista con otro miembro de los Jóvenes Lectores, Ellen Borders, una chica que yo conocía de la escuela.

Los miré desde el extremo de una larga hilera de libros. El señor Mortman se estaba despidiendo de ella. Le entregó una estrella de oro y después le estrechó la mano. Observé que la chica se esforzaba por disimular un gesto de repugnancia. Seguro que el señor Mortman tenía la mano húmeda, como de costumbre.

Ella dijo algo y rieron los dos. Muy divertido. Ellen se despidió y echó a andar hacia la puerta. Me dirigí hacia ella.

—¿Qué libro has cogido? —le pregunté después de saludarla.

Me lo enseñó.

Colmillo Blanco —dijo.

—¿Es sobre un monstruo?

Se echó a reír.

—No, Lucy. Trata de un perro.

Me pareció que el señor Mortman levantaba la cabeza al oír la palabra «monstruo», pero quizá fue sólo imaginación mía.

Continué charlando un rato más con Ellen, que aquel verano me llevaba ya tres libros de ventaja. Sólo le faltaba leer uno más para conseguir el premio. Menuda hazaña.

Oí el ruido de la puerta al cerrarse detrás de ella mientras me sentaba junto a la mesa del señor Mortman y sacaba Frankenstein de la mochila.

—¿Te ha gustado? —preguntó el señor Mortman, apartando la vista de las tortugas y volviéndose hacia mí con una sonrisa amistosa.

Vestía otro jersey de cuello alto, esta vez de amarillo brillante. Observé que llevaba un anillo púrpura en uno sus dedos gordezuelos y sonrosados. Se puso a dar vueltas al anillo mientras me sonreía.

—Es algo complicado —respondí—, pero me ha gustado.

Había leído más de la mitad y lo habría terminado si no hubiese tenido letra tan pequeña.

—¿También te han gustado las descripciones de esta novela? —preguntó el señor Mortman, inclinándose hacia mí sobre la mesa.

Mis ojos se posaron en el tarro de moscas que se veía en el estante situado detrás de él. Estaba lleno.

—Pues sí —respondí—, aunque la verdad es que esperaba más acción.

—¿Qué es lo que más te ha gustado?

—¡Lo del monstruo! —respondí al instante.

Miré su cara para ver si reaccionaba al oír aquella palabra, pero ni siquiera pestañeó. Sus diminutos ojos negros permanecieron fijos en los míos.

—El monstruo era formidable —continué. Decidí ponerle a prueba—. ¿No es cierto que sería estupendo que hubiese monstruos de verdad, señor Mortman?

Siguió impasible.

—No creo que le gustara a casi nadie —dijo en voz baja mientras daba vueltas a su anillo púrpura—. A la gente le gusta asustarse con los libros o las películas, pero no quiere sustos en la vida real. —Rió entre dientes.

Yo hice un esfuerzo y reí también. Luego respiré profundamente y continué con mi prueba para que cometiera un error y revelase que no era realmente humano.

—¿Usted cree que existen monstruos de verdad? —pregunté.

Muy poco sutil, debo reconocerlo, pero él no pareció darse cuenta.

—¿Si creo que un científico como el doctor Frankenstein podría construir un monstruo viviente? —Meneó su cabeza redonda y calva—. Podemos construir robots, pero no criaturas vivas.

No era eso a lo que yo me refería.

En ese momento entró en la biblioteca una niña pequeña acompañada de su canosa abuela. La niña se dirigió a la sección de libros infantiles. La abuela cogió un periódico y fue con él hasta un sillón situado al otro extremo de la sala. Me sentí contrariada porque estaba convencida de que el bibliotecario no se transformaría en monstruo mientras ellas permanecieran allí. Estaba segura de que sólo comía moscas cuando la biblioteca estaba vacía. Tendría que esconderme y esperar a que se marchasen.

El señor Mortman abrió el cajón de la mesa, sacó una estrella de oro y me la entregó. Creí que iba a estrecharme la mano, pero no lo hizo.

—¿Has leído La casita verde de Ana? —preguntó, cogiendo un libro del montón que tenía encima de la mesa.

—No —respondí—. ¿Salen monstruos?

Echó hacia atrás la cabeza y soltó un carcajada. Creí ver una chispa de reconocimiento en sus ojos, una pregunta, un breve momento de vacilación. Me pareció que mi pregunta había hecho asomar algo extraño a sus ojos pero, naturalmente, podría haber sido una vez más fruto de mi imaginación.

—No creo que encuentres monstruos en este libro —dijo, todavía riendo. Estampó un sello en él y me lo dio. La portada estaba húmeda en el lugar donde la habían tocado sus dedos.

Concerté la nueva entrevista para la semana siguiente a la misma hora y salí de la sala de lectura, haciendo ver que me marchaba de la biblioteca.

Abrí la puerta de la calle y la cerré de golpe, pero en lugar de salir retrocedí sigilosamente, manteniéndome entre las sombras. Me detuve en la pared posterior, oculta tras una larga fila de estanterías.

¿Dónde esconderme? Tenía que encontrar un escondite seguro, a salvo de los relucientes ojos del señor Mortman y de cualquier otra persona que pudiera entrar en la biblioteca.

¿Cuál era mi plan? Había estado pensando en ello toda la semana, pero la verdad es que no tenía ninguno decidido. Quería cogerle con las manos en la masa, simplemente. Quería verlo con claridad y borrar de mi mente todas las dudas.

Mi idea era permanecer escondida hasta que la biblioteca quedase vacía, espiar al señor Mortman y verle comer moscas de nuevo, convertido en monstruo. Entonces sabría que no estaba loca y que mis ojos no me habían jugado una mala pasada.

—¿Tiene libros de lecturas sencillas? —oí que preguntaba la abuela de la niña al señor Mortman—. A Samantha sólo le gustan los libros de ilustraciones, pero yo quiero que aprenda a leer.

—¡Habla bajo, abuela! —exclamó Samantha—. ¡Recuerda que esto es una biblioteca! ¡Habla bajo!

Recorrí con la vista los largos y oscuros estantes en busca de un sitio en el que esconderme, y lo encontré. Un estante bajo situado al fondo y muy cerca del suelo estaba vacío y formaba una especie de cueva en la que podría ocultarme.

Me senté en el estante procurando no hacer ruido, me volví, deslicé el cuerpo hacia atrás y me acurruqué en el hueco.

No disponía de sitio suficiente para estirarme, así que tenía que permanecer con las rodillas dobladas. La cabeza me pegaba en la tabla de arriba. No resultaba nada cómodo y comprendí que no podría seguir así mucho tiempo, aunque como ya era bastante tarde, seguramente Samantha y su abuela se marcharían pronto. Tal vez no tuviera que seguir acurrucada mucho rato en aquel estante como un viejo libraco más.

El corazón me latía con fuerza. Oía la voz del señor Mortman que hablaba en susurros con Samantha, oía el crujido de las hojas del periódico que leía la señora, oía el invariable tictac del gran reloj de pared, oía cada sonido, cada crujido, cada gemido.

De pronto me entraron unas tremendas ganas de estornudar. Sentía un cosquilleo terrible en la nariz. Había mucho polvo allá abajo. Me apreté con fuerza la nariz entre el pulgar y el índice y conseguí sofocar el estornudo.

Los latidos del corazón se hicieron más fuertes. Los oía por encima del tictac del reloj.

Marchaos, por favor, pensé, deseando vivamente que Samantha y su abuela desapareciesen de allí. No sabía cuánto tiempo podía seguir acurrucada en aquel polvoriento estante. El cuello me empezaba a doler por la postura, y de nuevo sentí deseos de estornudar.

—Este libro es demasiado difícil. Necesito uno más fácil —estaba diciendo Samantha al señor Mortman.

Oí al señor Mortman murmurar algo. Oí un arrastrar de pies. Pisadas.

¿Venían hacia mí? ¿Me verían?

No. Se volvieron hacia la sección infantil.

—Éste ya lo he leído —oí decir a Samantha.

Marchaos, por favor, marchaos.

Samantha y su abuela sólo tardaron unos minutos en irse, pero a mí se me antojaron horas.

Tenía el cuello rígido. Me dolía la espalda y me hormigueaban las piernas, que tenía dormidas.

Oí el ruido de la puerta al cerrarse. Sólo quedábamos en la biblioteca el señor Mortman y yo. Esperé y escuché. Oí el roce de su alto taburete contra el suelo. Sonaron luego sus pisadas. Tosió.

De pronto aumentó la oscuridad. Estaba apagando las luces. Empieza la función, pensé. Está cerrando la biblioteca. Ha llegado el momento de convertirse en un monstruo delante de mis ojos.

Rodé sobre mí misma y me deslicé silenciosamente al suelo. Me puse en pie y, agarrándome a uno de los estantes altos, levanté una pierna y luego la otra para restablecer la circulación.

Al apagarse las lámparas, casi toda la biblioteca quedó sumida en la oscuridad. La única luz era la claridad del atardecer, que penetraba por la ventana situada al fondo de la sala.

¿Dónde estaba el señor Mortman? Le oí toser de nuevo. Luego empezó a canturrear por lo bajo. Daba ya por terminada su jornada.

Contuve el aliento y me acerqué de puntillas a su mesa, apoyando el costado contra los estantes mientras me movía, al abrigo de las sombras.

De pronto me di cuenta de que el señor Mortman no estaba en su mesa. Oí sus pisadas detrás de mí, al fondo de la sala principal. Después oí el golpeteo de sus zapatos sobre el suelo del vestíbulo.

Quedé inmóvil, aguzando el oído y conteniendo el aliento todavía. ¿Se marchaba? No. Oí un chasquido metálico, el sonido de un pestillo al girar. ¡Había cerrado la puerta de la caile!

Aquello no lo había previsto, no formaba parte de mi plan ni remotamente.

Petrificada en el oscuro pasillo, comprendí que estaba encerrada con él. ¿Y ahora qué?