Traté de levantarme, pero la pierna se me había quedado atrapada debajo del carrito.

El monstruo avanzaba hacia mí, jadeaba ruidosamente.

Yo estaba paralizada por el miedo. Traté de incorporarme, apoyándome en las manos, pero el cuerpo me pesaba una enormidad. Estoy perdida, pensé. Finalmente conseguí levantarme y liberarme del carro.

El jadeante monstruo estaba ya a sólo unos metros de mí, asomando tras una estantería.

Agarré la cámara y eché a correr hacia la puerta, sobreponiéndome al dolor de la rodilla y al zumbido que me aturdía la cabeza.

Nunca lo conseguiré. Nunca.

Y entonces oí el sonoro timbrazo. Al principio pensé que era una alarma, pero luego me di cuenta de que era el teléfono.

Llegué hasta la puerta y me volví.

El monstruo vacilaba al final del pasillo. Sus ojos negros y bulbosos flotaban delante de su cara. Su boca abierta, por cuyas comisuras caía una baba verdosa, se había retorcido en un gesto de sorpresa. Se detuvo en seco, sobresaltado por la interrupción.

¡Salvada por el timbre!, pensé llena de júbilo. Abrí la pesada puerta y salí a la libertad. Eché a correr frenéticamente hacia mi casa. Los furiosos latidos de mi corazón parecían seguir el rítmico golpeteo de mis zapatillas sobre la acera. Corría con los ojos cerrados, saboreando el aire fresco que me azotab la cara, la tibieza del sol poniente, el revoloteo del pelo en la espalda. Me sentía libre. ¡Libre y a salvo!

Cuando abrí los ojos y aflojé el paso, me di cuenta de que estaba agarrando la cámara fotográfica con tanta fuerza que me dolían las manos. La prueba. Tenía la prueba. Una instantánea, una instantánea que había estado a punto de costarme la vida. Pero ahora tenía en mi cámara la prueba de que el señor Mortman era un monstruo.

—Tengo que mandar a revelar el carrete —dije en voz alta—. Rápidamente.

Recorrí con más calma el trecho que quedaba hasta mi casa, con la máquina sujeta bajo el brazo.

Al ver la casa me asaltó la idea escalofriante de que el señor Mortman estaría esperándome allí, que se hallaría agazapado junto al porche para arrebatarme la cámara, para despojarme de mi prueba.

Me detuve indecisa al principio del camino.

No había nadie allí. ¿Estaría escondido entre los arbustos? ¿Estaría al otro lado de la casa?

Subí lentamente por el césped. Te estás portando como una estúpida, me dije. Es imposible que el señor Mortman haya llegado aquí antes que tú. Además, ni siquiera estaba segura de que me hubiese reconocido. Había apagado las luces de la biblioteca, y la sala estaba a oscuras. Sólo había conseguido acercarse hasta el pasillo contiguo al mío, y además había estado un buen rato deslumbrado por el fogonazo del fias.

Empecé a respirar un poco más tranquila. Sí, era posible que el bibliotecario no supiese a quién estaba persiguiendo, era posible que no hubiera tenido tiempo de reconocerme.

El coche de mi padre comenzó a subir por el camino en el momento en que yo llegaba al porche. Corrí tras él, dando la vuelta a la casa hasta la parte trasera.

—¡Papá! —llamé al verle salir del coche.

—¡Hola! ¿Cómo te va? —preguntó. Tenía el traje arrugado y el pelo revuelto. Parecía cansado.

—Papá, ¿podemos llevar a revelar este carrete… enseguida? —pregunté, enseñándole la máquina.

—Hablaremos de ello durante la cena, ¿vale?

—¡No, papá! —insistí—. Tengo que revelarlo cuanto antes. Hay algo muy importante en él.

Pasó por delante de mí en dirección a la casa, hatiendo rechinar la grava del camino con sus zapatos.

Le seguí, con la mano que sostenía la cámara todavía levantada.

—¡Por favor, papá! Es muy importante. ¡Muy importante!

Se volvió con una risita.

—¿De qué se trata? ¿De una foto de ese chico que ha venido a vivir a la casa de enfrente?

—No —repliqué con tono enfadado—. Hablo en serio, papá. Llévame al centro. Hay una tienda de revelados en una hora.

—¿Se puede saber qué es eso tan importante? —preguntó, poniéndose serio. Se pasó la mano por la cabeza, alisándose su tupido pelo negro.

Sentí el impulso de decírselo, de decirle que tenía una foto del monstruo, pero me contuve. Sabía que no me creería, sabía que no me tomaría en serio y que no me llevaría al centro para que me revelaran el carrete.

—Te lo enseñaré cuando esté revelado —respondí.

Abrió la puerta de rejilla y entramos en la cocina. Papá olfateó el aire un par de veces para captar el olor a comida. Mamá entró desde el pasillo para saludarnos.

—No olfatees —le dijo—. No hay nada preparado. Esta noche cenaremos fuera.

—¡Estupendo! —exclamé—. Podemos comer en ese restaurante chino que tanto te gusta y que está en las galerías comerciales del centro. —Me volví hacia mi padre—. ¡Por favor, papá! Así me revelarán el carrete mientras cenamos.

—Podríamos tomar una cena china —dijo mamá pensativa. Luego me miró—. ¿Por qué tienes tantas ganas de revelar ese carrete?

—Es un secreto —explicó mi padre antes de que yo pudiera contestar—. No quiere decirlo.

No pude callarme por más tiempo.

—Es una foto que le he sacado al señor Mortman —les dije, llena de excitación—. Es mi prueba de que es un monstruo.

Mamá hizo rodar los ojos. Papá meneó la cabeza.

—¡Es la prueba! —insistí—. ¡Seguro que cuando veáis la foto me creeréis.

—Tienes toda la razón —repuso sarcásticamente papá—. Lo creeremos cuando lo veamos.

—¡Randy! ¡Baja! —gritó mamá—. ¡Vamos a ir a cenar al restaurante chino del centro!

—Oh, ¿vamos a cenar comida china? —se quejó mi hermano, como de costumbre.

—Pediré tallarines lo mein para ti. Sé que te gustan —le dijo mamá—. Date prisa. Tenemos hambre.

Pulsé el botón de mi cámara que accionaba el rebobinado de la película.

—Antes de cenar dejaré el carrete para que lo revelen —les dije—. Así podremos recogerlo después de la cena.

—Prométeme que esta noche no hablarás de monstruos —me advirtió mamá con tono severo—. No quiero que asustes a tu hermano.

—Lo prometo —respondí, sacando el carrete de la cámara y agarrándolo entre los dedos.

Después de cenar, pensé, no tendré que hablar de monstruos. ¡Os enseñaré uno!

Tuve la impresión de que la cena duraba una eternidad.

Randy no dejó de quejarse en todo el rato. Dijo que los tallarines tenían un gusto raro, que las chuletas de cerdo eran demasiado grasientas y que la sopa estaba demasiado caliente. Derramó su vaso de agua por todo el mantel.

Yo no prestaba apenas atención a lo que se hablaba en la mesa pues no hacía más que pensar en la foto. Ardía en deseos de verla y de enseñársela a papá y a mamá.

Imaginaba la cara que pondrían cuando viesen que yo tenía razón, que no se trataba de ningún rollo, que el señor Mortman era realmente un monstruo. Imaginaba también la escena de mis padres presentándome sus excusas y prometiendo que nunca volverían a dudar de mí.

«No sabes cuánto lo siento —imaginaba que diría papá—. Te voy a comprar ese ordenador que me pedías.»

«Y una bici nueva —imaginaba que diría mamá—. Por favor, perdónanos por haber dudado de ti.»

«Y yo también lo siento —imaginaba que diría Randy—. He sido un estúpido.»

«Y en lo sucesivo puedes quedarte levantada todos los días hasta las doce de la noche, incluso los días de escuela», imaginé que diría papá.

La voz de mamá irrumpió de pronto en mis ensoñaciones.

—Lucy, creo que no has oído una sola palabra de lo que te he dicho —me reprendió.

—No… es que… estaba pensando en otra cosa —confesé. Cogí los palillos y me llevé un montoncito de arroz a la boca.

—¡Estaba pensando en monstruos! —exclamó Randy, levantando las manos sobre la mesa y engarfiando los dedos, como si fuese un monstruo a punto de atacarme.

—¡No quiero historias de monstruos! —atajó mamá con aspereza.

—¡No me mires a mí! —exclamé—. ¡Lo ha dicho él, no yo! —Y señalé a Randy con dedo acusador.

—Terminad la cena —ordenó papá con tono sosegado. Le corría un hilillo de grasa por la barbilla.

Finalmente nos trajeron los pastelillos de la suerte. El mensaje del mío decía no sé qué de esperar a que brille el sol cuando se abren las nubes.

Papá pagó la cuenta. Randy estuvo a punto de tirar otro vaso de agua cuando nos levantábamos. Yo salí corriendo del restaurante. Estaba tan excitada, tan impaciente, que no podía esperar ni un instante más.

La tiendecita de fotos estaba en la última planta. Salté a la escalera automática, agarré la barandilla y subí hasta arriba. Después irrumpí en la tienda, fui hasta el mostrador y, con voz jadeante, me dirigí a la joven que manipulaba la máquina de revelado.

—¿Están ya mis fotos?

Se volvió, sobresaltada.

—Creo que sí. ¿A nombre de quién?

Se lo dije. Ella se dirigió hacia una fila de sobres amarillos y empezó a buscar entre ellos.

Yo tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre el mostrador, mirando los sobres. ¿No podía darse un poco más de prisa?

Repasó todos los sobres y luego se volvió hacia mí.

—¿Qué nombre me has dicho?

Le repetí mi nombre, tratando de disimular mi exasperación. Me incliné ávidamente sobre el mostrador, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho y observé cómo revisaba de nuevo los sobres amarillos, moviendo los labios mientas leía los nombres.

Finalmente, sacó uno y me lo tendió.

Lo cogí y empecé a abrirlo.

—Son catorce dólares —me dijo.

Me di cuenta de que no tenía dinero.

—Voy a tener que ir a buscar a mi padre —expliqué, sin soltar el precioso envoltorio.

Al volverme apareció papá en la puerta. Mamá y Randy esperaban fuera.

Pagó.

Salí de la tienda con el sobre. Me temblaban las manos mientras lo abría y sacaba las fotos.

—Cálmate, Lucy —dijo mamá con tono preocupado.

Miré las fotos. Todas eran de la fiesta de cumpleaños de Randy.

Las fui pasando rápidamente, mirando las sonrientes caras de los estúpidos amigos de Randy.

¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Era la última foto, naturalmente, la de abajo del todo.

—¡Aquí está! —exclamé.

Papá y mamá se inclinaron para mirar por encima de mi hombro.

Las otras fotos se me cayeron de la mano y se desparramaron por el suelo mientras yo levantaba la fotografía hasta la altura de los ojos, conteniendo el aliento.