Quizá mi plan no fuese exactamente el mejor del mundo, quizá fuese tan sólo una completa estupidez.

Desde luego estaba hecha un mar de dudas mientras oía regresar al señor Mortman a la sala de lectura.

Mi plan era demostrarme a mí misma que tenía razón, que él era un monstruo, y luego salir zumbando de la biblioteca. Mi plan no era quedarme encerrada con él en aquel oscuro y siniestro edificio, sin escapatoria posible, pero allí estaba.

Hasta el momento todo iba bien. Él no sospechaba que hubiese alguien más en aquel lugar, no imaginaba que lo estuvieran espiando.

Me deslicé por el estrecho pasillo, arrimándome a las altas estanterías, y me acerqué hasta que no me atreví a continuar. Podía ver toda su mesa bañada por un rectángulo de luz anaranjada que penetraba por la alta ventana.

El señor Mortman se situó tras la mesa, tarareando por lo bajo. Enderezó una pila de libros y la apartó luego a un extremo. Abrió el cajón y lo revolvió en busca de algo.

Me acerqué un poco más. Ahora veía con toda claridad. El sol del atardecer lo teñía todo de un color rojo anaranjado.

El señor Mortman se estiró el cuello del jersey. Empujó varios lápices que tenía sobre la mesa para hacerlos caer en el cajón, que cerró seguidamente.

Todo resultaba muy normal y aburrido. La semana anterior me habría equivocado, me lo habría imaginado todo. El señor Mortman no era un monstruo sino simplemente un hombrecillo un poco raro.

Me apoyé, decepcionada, contra la alta estantería.

Había desperdiciado todo aquel tiempo para nada, escondida en aquel sucio estante. Y allí estaba ahora, atrapada en la biblioteca después de la hora de cierre, viendo cómo el bibliotecario limpiaba su mesa. ¡Qué emocionante!

Tengo que salir de aquí, pensé. Me he portado como una estúpida.

Pero entonces vi que el señor Mortman alargaba la mano hacia el tarro de moscas que tenía en el estante situado a su espalda. Tragué saliva. El corazón me dio un vuelco. Se dibujó una sonrisa en su cara rechoncha mientras depositaba ante sí el voluminoso tarro de cristal. Luego alargó los brazos sobre la mesa y acercó el recipiente de las tortugas con las dos manos.

—Hora de cenar, mis tímidas amigas —dijo con su voz aguda y rasposa. Chapoteó ligeramente con la mano en el agua del recipiente—. Hora de cenar, amiguitas —repitió.

Y luego, mientras yo miraba sin pestañear y con la boca abierta de incredulidad, su rostro empezó a cambiar de nuevo. Su redonda cabeza comenzó a hincharse. Los negros ojos se le salieron de las órbitas. La boca se fue ensanchando hasta convertirse en un enorme pozo negro. La gigantesca cabeza se bamboleaba sobre el amarillo cuello del jersey. Los ojos flotaban delante de la cabeza. La boca se abría y cerraba como la boca de un pez enorme.

¡Tenía razón! ¡El señor Mortman es un monstruo! Sabía que yo tenía razón, pero nadie quería creerme. Ahora tendrán que creerme, me dije. Lo estoy viendo con absoluta claridad, totalmente iluminado por la luz anaranjada del atardecer. Lo estoy viendo. No lo estoy imaginando. Ahora tendrán que creerme.

Mientras contemplaba boquiabierta la horrible figura en que se había transformado el bibliotecario, él metió la mano en el tarro y sacó un puñado de moscas que se introdujo ávidamente en la boca.

—Hora de cenar —dijo sin dejar de masticar.

Se oía el zumbido de las moscas en eJ interior del tarro. ¡Estaban vivas! Las moscas estaban vivas y él las engullía como si fuesen golosinas.

Levanté las manos y me apreté con ellas la cara mientras miraba.

—¡Hora de cenar!

Otro puñado de moscas. Algunas se habían escapado y zumbaban ruidosamente alrededor de su cabeza hinchada y bamboleante. Mientras masticaba y tragaba, el señor Mortman atrapaba las moscas en el aire con una increíble rapidez. Cogía las moscas al vuelo, una tras otra, y se las metía en la enorme boca.

Los ojos del señor Mortman flotaban, oscilando, delante de su cara. De pronto se detuvieron durante un instante aterrador. ¡Me estaban mirando fijamente!

Me di cuenta de que había avanzado demasiado por el pasillo. ¿Me había visto? Contuve un grito de pánico y di un salto hacia atrás.

Los abombados ojos negros, semejantes a ondulantes hongos, continuaron inmóviles unos instantes y luego siguieron evolucionando en el aire.

Tras un tercer puñado de moscas, el señor Mortman cerró el tarro, lamiéndose los negros labios con una fina y afilada lengua de serpiente.

Cesó el zumbido. La sala quedó en silencio, turbado únicamente por el tictac del reloj y los violentos latidos de mi corazón.

¿Y ahora qué? ¿Eso es todo? No.

—Hora de cenar, mis tímidas amigas —dijo el bibliotecario con voz débil y temblorosa, una voz que parecía bambolearse al ritmo de su enorme cabeza.

Alargó una mano hacia la cazuela y cogió una de las pequeñas tortugas de caparazón verde. Vi cómo el animal agitaba las patas.

¿Irá a dar de comer ahora a las tortugas?, me pregunté.

El señor Mortman sostuvo la tortuga a la luz del sol, observándola con sus abultados y ondulantes ojos. Las patas del animal continuaban moviéndose. Luego se metió la tortuga en la boca. Oí el crujido de la concha cuando el señor Mortman la mordió. Masticó ruidosamente varias veces con sonoros chasquidos. Luego le vi tragar un par de veces hasta engullirlo todo.

Ya había visto suficiente, más que suficiente. Me volví y empecé a caminar a ciegas por el oscuro pasillo. Eché a correr. No me importaba que me oyese.

Tenía que salir de allí, salir a la luz y al aire libre, tenía que alejarme de aquel crujiente sonido que aún retumbaba en mis oídos, el crujido de la concha de la tortuga mientras el señor Mortman masticaba sin cesar. Se la comía viva.

Salí de la sala de lectura con el corazón en la boca y las piernas tan pesadas como si fuesen de piedra. Jadeaba violentamente cuando llegué al vestíbulo de entrada. Corrí a la puerta y agarré la manilla. Entonces recordé que la puerta estaba cerrada. No podía salir. Estaba atrapada allí dentro.

Y entonces, mientras miraba fijamente la puerta cerrada, agarrando con la mano el picaporte de metal, oí unas pisadas a mis espaldas, unas pisadas rápidas. El señor Mortman me había oído.

Estaba atrapada.