Así que, una vez más, mis maravillosos padres no quisieron creerme.

Intenté describir lo que había visto en la biblioteca desde mi escondite, pero mamá se limitó a menear la cabeza. Papá dijo que yo tenía mucha imaginación. Hasta Randy se negó a dejarse asustar, y contó a mamá y a papá que me había asustado con su estúpido monstruo de cartón.

Casi les supliqué que me creyesen, pero mamá dijo que yo no era más que una vaga y que me estaba inventando aquella historia sobre el señor Mortman para poder abandonar el programa de los Jóvenes Lectores y no tener que leer más libros en todo el verano. Al oír eso me sentí insultada, naturalmente. Le repliqué algo a gritos y terminamos increpándonos. Entonces subí hecha una furia a mi cuarto, me dejé caer sobre la cama y reflexioné sobre mi situación.

Me daba cuenta de que nadie me iba a creer. Había contado demasiadas historias de monstruos, había gastado demasiadas bromas a cuenta de los monstruos. Necesitaba alguien distinto de mis padres a quien contar lo del señor Mortman. Necesitaba que alguien viese al señor Mortman transformarse en monstruo y supiera así que lo que yo decía era verdad.

Aaron. Si Aaron venía conmigo, se escondía en la biblioteca y veía al señor Mortman comer moscas y tortugas con su hinchada cabeza, entonces podría contárselo a mis padres, y ellos le creerían. No tenían ningún motivo para no creerle. Era un chico serio y formal. El más serio y formal de mis amigos. Aaron era la solución a mi problema, sin duda alguna. Aaron conseguiría que mis padres comprendiesen que lo del señor Mortman era verdad.

Le llamé inmediatamente. Le dije que necesitaba que viniese a esconderse en la biblioteca para espiar al señor Mortman.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¿En tu próxima entrevista de los Jóvenes Lectores?

—No, no puedo esperar toda una semana —respondí, cuchicheando ante el teléfono aunque mis padres estaban abajo y no había nadie cerca—. ¿Qué tal mañana por la tarde, antes de la hora de cierre? A eso de las cinco.

—Es una idiotez —dijo Aaron—. Me parece que no voy a ir.

—¡Te pagaré! —exclamé.

—¿Cuánto?

¡Menudo amigo!

—Cinco dólares —respondí de mala gana. Ahorro muy poco de mi paga y no estaba muy segura de que me quedaran cinco dólares en el cajón.

—Bien, de acuerdo —aceptó Aaron—. Cinco dólares. Por adelantado.

—¿Y te esconderás conmigo y les contarás luego a mis padres todo lo que veas? —pregunté.

—Sí, aunque sigo pensando que es una idiotez. —Permaneció unos momentos en silencio—. ¿Y si nos cogen? —preguntó al cabo de un rato.

—Tendremos cuidado —respondí, sin poder evitar un escalofrío de miedo.