Mientras me dirigía a la sala de lectura, las sombras danzaban sobre la pared, y la rama de un árbol golpeaba ruidosamente contra el polvoriento cristal de una ventana.
La biblioteca se hallaba sumida en el silencio más absoluto, interrumpido tan sólo por el crujido de la tarima bajo mis zapatillas. Al entrar en la sala oí el uniforme tictac del reloj de pared.
Todas las luces estaban apagadas.
Me pareció sentir que algo se deslizaba por encima de mi zapatilla. ¿Un ratón? Me detuve en seco y bajé la vista. Era sólo una bola de pelusa adherida a la base de un estante.
Jo, Lucy, me reñí a mí misma. No es más que una biblioteca vieja y llena de polvo. No hay nada misterioso en ella. No dejes que se te desboque la imaginación y te cree problemas.
¿Problemas?
Seguía sintiendo aquella extraña sensación. Unas suaves pero persistentes molestias en el estómago. Una opresión en el pecho.
Algo no marcha. Algo malo va a ocurrir. La gente lo llama «premonición». Es una palabra apropiada para designar lo que yo estaba sintiendo en aquel momento.
Encontré los patines donde los había dejado, apoyados contra la pared junto a los estantes del fondo. Los cogí, deseosa de largarme de aquel lugar oscuro y siniestro.
Me dirigí rápidamente hacia la puerta, esta vez caminando de puntillas, no sé por qué. De pronto un ruido me hizo detenerme. Contuve el aliento y escuché con atención. Era sólo una tos. Al atisbar por el estrecho pasillo vi al señor Mortman encorvado sobre su mesa. Bueno, en realidad sólo podía verle un brazo y un lado de la cara cuando se inclinaba hacia la izquierda.
Yo seguía conteniendo el aliento.
El reloj emitía su sonoro tictac al otro lado de la sala. Detrás de la mesa, la cara del señor Mortman se movía entrando y saliendo de las sombras purpúreas y azuladas.
Los patines se tornaron de repente muy pesados. Los dejé silenciosamente en el suelo. Luego me venció la curiosidad y di unos pasos hacia delante.
El señor Mortman empezó a canturrear por lo bajo. No reconocí la canción.
Las sombras se fueron intensificando a medida que yo me acercaba. Atisbé por el oscuro pasillo y vi que sostenía un gran tarro de cristal en sus manos gordezuelas. Estaba ya lo bastante cerca para distinguir la apacible sonrisa que le cubría la cara.
Me acerqué más, manteniéndome oculta entre las sombras.
Me gusta espiar a la gente. Resulta emocionante, aunque no hagan nada de especial interés. El mero hecho de saber que los estás mirando sin que ellos se den cuenta ya es excitante.
El señor Mortman sostuvo el tarro delante de su pecho y empezó a desenroscar la tapa, canturreando.
—Unas sabrosas moscas, mis tímidas amigas —anunció con su aguda vocecilla.
Vaya, el tarro estaba lleno de moscas.
De pronto se intensificó la oscuridad de la sala cuando unas nubes cubrieron el sol del atardecer. La luz que entraba por la ventana fue palideciendo y unas sombras grises avanzaron sobre el señor Mortman y su enorme mesa como si lo envolviesen en la oscuridad.
Desde mi escondite entre los estantes lo vi disponerse a dar de comer a sus tortugas.
Pero, un momento. Algo marchaba mal. Mi premonición se estaba haciendo realidad. ¡Estaba sucediendo algo extraordinario!
Mientras intentaba desenroscar la tapa del tarro, la cara del señor Mortman empezó a cambiar. Su cabeza se elevó sobre el cuello del jersey y empezó a aumentar de tamaño, como un globo al hincharse.
Contuve una exclamación al ver cómo sus ojos se hacían cada vez más grandes hasta adquirir el tamaño de dos pomos de puerta. Parecía que fueran a salírsele de las órbitas.
La luz que entraba por la ventana se hizo más pálida aún. La sala entera se hallaba sumida en espesas sombras que giraban y se bamboleaban. No podía ver muy bien. Era como si estuviese mirando a través de una densa niebla.
El señor Mortman continuaba canturreando aunque su cabeza seguía palpitando y balanceándose sobre sus hombros, y los ojos se proyectaban hacia fuera como las antenas de un insecto.
Entonces su boca empezó a contorsionarse y a crecer hasta abrirse de par en par, como un enorme boquete negro en la cabeza gigantesca y bamboleante.
El señor Mortman cantaba más alto ahora. Un sonido fantasmal, aterrador, como el aullido escalofriante de un animal.
Terminó de desenroscar la tapa y la dejó caer con un fuerte ruido sobre la mesa.
Me incliné hacia delante, entrecerré los ojos y advertí que el señor Mortman metía la mano en el tarro, desde el que llegaba un confuso zumbido, y la sacaba con un puñado de moscas.
Vi que los ojos se le dilataban más aún. Vi su boca, un descomunal boquete negro.
Detuvo un instante la mano sobre la cazuela en que estaban las tortugas. Entonces vi las moscas, puntos negros que le cubrían el dorso de la mano, la palma, los cortos y gruesos dedos.
Pensé que iba a bajar la mano hacia la cazuela de aluminio, que iba a dar de comer a las tortugas, pero en lugar de ello se metió las moscas en la boca. Cerré los ojos y me llevé la mano a la boca para no vomitar o gritar. Contuve el aliento, pero el corazón me latía violentamente.
Las sombras oscilaban y saltaban. La oscuridad parecía flotar a mi alrededor.
Abrí los ojos. El señor Mortman se estaba metiendo otro puñado de moscas en la boca, tragándoselas enteras.
Sentí deseos de gritar, de huir.
El señor Mortman era un monstruo, no cabía duda alguna.