Contuve una exclamación y perdí el equilibrio. Caí al suelo, resbalando por el borde de la carretilla y golpeándome en los codos y las rodillas.

—¡Ay!

—¿Qué te ha pasado? —exclamó Aaron, alarmado.

—¡Me ha visto! —exclamé con voz estrangulada por el dolor.

—¿Qué?

Levantamos la vista hacia la ventana. Yo esperaba ver al señor Mortman mirándonos, pero no, ni rastro de él. Me puse rápidamente en pie.

—Quizás estaba mirando el acuario —susurré, indicando a Aaron que levantara la carretilla—. Puede que no me haya visto.

—¿Qué vas a hacer? —tartamudeó Aaron.

—Subirme otra vez, por supuesto —respondí. Me temblaban las piernas mientras trepaba de nuevo a la carretilla. Me agarré al borde del alféizar y me icé a pulso.

El sol se había puesto casi por completo. La oscuridad exterior hacía más fácil ver el interior de la casa, y confiaba que al señor Mortman le resultase más difícil ver lo que había fuera.

No podía decirse que mi punto de observación fuese bueno. El acuario, abarrotado de peces tropicales de vivos colores, me ocultaba la mayor parte de la habitación.

Si fuese un poco más alta, pensé, podría ver por encima, pero enseguida caí en la cuenta de que si hubiese sido más alta el señor Mortman me habría visto.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Aaron con un tembloroso suspiro.

—Nada… ¡Un momento!

El señor Mortman estaba mirando los peces. Se hallaba a un par de metros escasos de mí, al otro lado del acuario.

Quedé petrificada, con las manos apoyadas en la pared de la casa.

Él miró el interior del acuario y una sonrisa apareció en su rostro rechoncho. Se había quitado la gorra roja de béisbol. Su calva parecía amarilla a la luz de la lámpara de la sala de estar.

Movió la boca. Estaba diciéndoles algo a los peces tropicales del acuario, aunque no podía oírle a través del cristal. Y entonces, mientras sonreía a los peces, empezó a transformarse.

—Lo está haciendo —le susurré a Aaron—. Se está convirtiendo en monstruo.

Mientras contemplaba cómo se hinchaba la cabeza del señor Mortman y se le salían los ojos de las órbitas, me invadieron unas extrañas sensaciones. Estaba muerta de miedo pero al mismo tiempo fascinada. Resultaba excitante encontrarse a menos de dos metros de un monstruo de verdad, y me sentía contenta y aliviada de que Aaron fuese a ver finalmente por sí mismo que lo que yo decía era verdad.

De pronto la boca del señor Mortman se agrandó y empezó a girar, convertida en un vertiginoso agujero negro en su rostro hinchado y amarillento. El miedo se apoderó de mí. Quedé paralizada, con la cara contra la ventana, sin parpadear siquiera.

Vi cómo metía una mano en el acuario. Sus dedos gordezuelos se enroscaron en torno a un esbelto pez azul. Lo sacó del agua y se lo metió en la boca. Pude ver cómo los dientes largos y amarillentos de su enorme boca mordían y masticaban al pez, que se retorcía entre ellos.

Luego, mientras yo seguía mirando con creciente terror, el señor Mortman sacó un caracol negro del acuario, lo sujetó entre dos dedos y se lo metió en la boca. Sus dientes aplastaron con fuerza la concha, que se partió con un crujido tan fuerte que lo oí a través del cristal de la ventana. Se me revolvió el estómago y sentí náuseas.

El señor Mortman se tragó el caracol, y después alargó la mano para sacar otro del acuario.

—Creo que voy a devolver —le dije a Aaron en un susurro.

Aaron. Me había olvidado por completo de él. Estaba tan fascinada por el monstruo, tan excitada, tan aterrorizada al verle tan cerca que había olvidado el objeto de nuestra presencia allí.

—Aaron, ayúdame a bajar —cuchicheé—. Rápido.

Sin dejar de mirar por la ventana, alargué una mano hacia abajo para que Aaron me la cogiera.

—¡Date prisa! Ayúdame a bajar para que puedas subir tú. ¡Tienes que ver esto! ¡Tienes que ver al monstruo!

No respondió.

—¿Aaron? ¿Aaron?

Aparté la vista de la ventana y miré hacia abajo.

Aaron había desaparecido.