Me quedé petrificada de pánico, mirando fijamente a la puerta hasta que ésta se convirtió en una simple mancha borrosa ante mí.

Las pisadas del señor Mortman sonaban cada vez con más fuerza a mis espaldas.

¡Socorro! ¡Qué alguien me ayude!, supliqué en silencio.

El bibliotecario irrumpiría de un momento a otro en el vestíbulo, y allí estaría yo, atrapada ante la puerta, atrapada como una rata… o como una tortuga.

Y luego, ¿qué? ¿Me agarraría como a uno de sus animalitos? ¿Me trituraría entre sus dientes?

Tenía que haber una forma de salir de allí. ¡Tenía que haberla!

Y entonces, mientras miraba la borrosa mancha en que se había convertido la puerta, todo se me presentó claro de repente. Todo quedó nítido y comprendí que quizá —sólo quizá— no estaba atrapada en absoluto.

El señor Mortman había cerrado la puerta desde dentro, lo cual quería decir que quizá yo pudiera abrirla también desde dentro.

Si la puerta estaba cerrada con llave no había nada que hacer, pero si se trataba de un pestillo corriente…

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —La áspera voz del señor Mortman interrumpió bruscamente mis pensamientos.

Escruté frenéticamente la puerta y encontré el pestillo debajo del picaporte de latón. Lo agarré y supliqué en silencio que se abriera. El pestillo giró en mi mano con un suave chasquido, el más bello sonido que he oído en mi vida.

Abrí la puerta, y un instante después me encontraba en los escalones de piedra. Crucé el césped a toda velocidad, atajé por entre unos arbustos y me zambullí a través de un seto… para salvar la vida.

Me detuve jadeante hacia la mitad de la manzana. Al volverme vi al señor Mortman, una borrosa figura en la ya débil luz, de pie en la puerta de la biblioteca. Estaba en el umbral, mirando, sin moverse.

¿Me habría visto? ¿Sabría que yo le estaba espiando? Me daba igual, sólo quería huir.

El sol poniente comenzaba ya a ocultarse tras los árboles, proyectando sombras largas y azuladas. Oía el fuerte golpeteo de mis zapatillas sobre la acera.

Había escapado. Me encontraba perfectamente. Había visto al monstruo, pero él no me había visto a mí. Eso esperaba.

Continué corriendo hasta llegar a la casa de Aaron. Estaba todavía en el jardín, sentado en el tocón de un viejo árbol que sus padres habían talado. Tenía el disco azul sobre las rodillas y estaba intentando desenredar la larga tira de goma, con la cabeza baja, concentrado en la tarea. Al principio ni se dio cuenta de mi presencia.

—¡Aaron, el señor Mortman es un monstruo! —exclamé sin aliento.

—¿Qué? —Levantó la vista, sobresaltado.

—¡El señor Mortman es un monstruo! —repetí, jadeando como un perro. Apoyé las manos en las rodillas y me incliné hacia delante, tratando de recobrar el aliento.

—¿Qué problema tienes, Lucy? —murmuró Aaron, volviendo su atención a la tira de goma.

—¡Escúchame! —grité con impaciencia. Me sorprendí ante el tono estridente y hasta histérico de mi voz.

—Este cacharro es un asco —murmuró Aaron—. La goma está completamente enredada.

—¡Aaron, por favor! —supliqué—. Yo estaba en la biblioteca y lo vi. Se convirtió en un monstruo. ¡Se comió una de sus tortugas!

Aaron se echó a reír.

—¡Hum, qué ricas! —exclamó—. ¿Me has traído alguna?

—¡No tiene ninguna gracia, Aaron! —exclamé, jadeando todavía—. Me… me he llevado un susto de muerte. Es un monstruo. Te lo juro. Pensaba que me había quedado encerrada allí con él. Pensaba que…

—Vamos a hacer una cosa —dijo Aaron, ocupado todavía con los nudos de la goma. Me ofreció el disco de plástico azul—. Si consigues desatar este nudo grande, te dejo jugar con el disco.

—¿Por qué no me escuchas? —grité, desesperada.

—Dame un respiro, Lucy —replicó Aaron, ofreciéndome todavía el disco—. No quiero hablar de monstruos ahora. La cosa resulta bastante infantil, ¿sabes?

—Pero Aaron…

—¿Por qué no te guardas esas historias para Randy? —sugirió. Agitó el disco—. ¿Quieres ayudarme, sí o no?

—¡No! —grité—. ¡Vaya mierda de amigo!

Pareció un poco sorprendido. No esperé a que dijese nada más. Eché a andar de nuevo, camino de casa.

Estaba realmente furiosa. No entendía la actitud de Aaron. A un amigo se le toma en serio, y no se piensa automáticamente que te está soltando un rollo. ¿Cómo era posible que Aaron no se diera cuenta de lo asustada que estaba y que pensara que le estaba gastando una broma? Es un imbécil, decidí cuando ya llegaba a casa. No volverá a dirigirle la palabra nunca más.

Subí corriendo el camino, abrí de un empujón la puerta de rejilla e irrumpí en la casa.

—¡Mamá! ¡Papá! —El corazón me latía con fuerza y tenía la boca tan seca que mi grito apenas fue un ronco susurro.

—Mamá, ¿dónde estás?

Recorrí la casa hasta encontrar a Randy en la leonera. Estaba echado en el suelo, con la cara a un palmo del televisor, viendo un corto de Bugs Bunny.

—¿Dónde están papá y mamá? —exclamé jadeando.

No me hizo caso. Continuó mirando los dibujos animados. Los colores de la pantalla danzaban sobre su cara.

—Randy, ¿dónde están? —repetí frenéticamente.

—En el colmado —murmuró sin volverse.

—¡Tengo que hablar con ellos! —exclamé—. ¿Cuándo se han ido? ¿Cuándo van a volver?

Se encogió de hombros, sin apartar la vista de la pantalla.

—No lo sé.

—¡Pero Randy!

—Déjame en paz —protestó con tono molesto—. Estoy viendo los dibujos animados.

—¡Pero es que acabo de ver un monstruo! —grité—. ¡Un monstruo de verdad!

Me miró boquiabierto, con los ojos desorbitados.

—¿Un monstruo de… de verdad? —tartamudeó.

—¡Sí! —exclamé.

—¿Te ha seguido hasta casa? —preguntó Randy, palideciendo.

—¡Espero que no! —respondí—. Di media vuelta y salí corriendo. Miré rápidamente por la ventana del cuarto de estar. Ni rastro del coche de mis padres, así que subí a mi habitación.

Estaba turbada, turbada y furiosa. Di dos pasos en el interior de mi habitación y me detuve en seco. En mi cama, bajo las sábanas, yacía un monstruo enorme y peludo. Tenía su deforme cabeza oscura apoyada en mi almohada y su desdentada boca se contorsionaba en una mueca horrible.