8. EL APOCALIPSIS DE BEREHULAK
Los trabajos fotográficos de Daniel Berehulak sobre los grupos de «limpieza social» en Filipinas nos demuestran que ya no somos seres humanos, sino objetos, cosas, pedazos de carne molestos. De hecho, esos asesinos que están bajo las órdenes del presidente Rodrigo Duterte suelen poner cintas adhesivas alrededor de las cabezas de sus sacrificados para borrarles los rasgos, para que no sean Pablo ni José, sino maniquíes sin rostro y sin nombre. Luego, en salas improvisadas, van amontonando los cuerpos como si fueran jamones podridos en un basurero. Y entonces entendemos que no son personas, sino excremento, podredumbre, inmundicia. Ahora la basura somos nosotros. Primero consumimos el mundo y creamos grandes montañas de desechos. Ahora solo nos faltaba esto: devorarnos a nosotros mismos y, después de fagocitarnos, expulsarnos como heces inmundas que debemos arrojar al camión de la basura.
Lo mismo sucede con las fotografías de Berehulak sobre el Ébola en Liberia que lo harían merecedor del Premio Pulitzer 2015: nos muestran un mundo apocalíptico en el que los enfermos y los muertos permanecen en un infierno que aún no ha sido nombrado. Y aunque cada una de esas imágenes perdura en uno para siempre después de verlas con detenimiento, hay una que me perseguirá hasta el día en que me muera: curiosamente no se trata de alguien agonizante ni del cuerpo de algún niño olvidado en un rincón maloliente y oscuro. No. La fotografía muestra a los trabajadores de la salud que acaban de recibir su turno en un centro de atención para enfermos de Ébola. Todos tienen los ojos cerrados y están orando. Lo hacen con auténtica devoción, con fe, encomendándose a fuerzas superiores para que los protejan y no les permitan desfallecer. El hombre que está en primer plano, de mediana edad, abre los brazos para invocar a esas deidades que son las únicas que los pueden acompañar en ese descenso a los infiernos que están a punto de emprender. No sabemos qué está diciendo ese enfermero con exactitud, pero sí sabemos que sin esas oraciones se echarían al piso a llorar, se pegarían un tiro o sencillamente se enloquecerían de dolor y de pena. Entonces deciden reunirse, se forman en filas paralelas, cierran los ojos, y por unos segundos les piden a sus dioses que por favor se acuerden de ellos para poder cumplir con su deber, que los ayuden a ayudar, a servir, a ingresar a ese antro de tormento a curar heridas, a llevar vasos de agua y a recoger cadáveres pestilentes. Y en ese justo momento Berehulak dispara su cámara e inmortaliza la escena.
Creo, de alguna manera, que esa imagen define muy bien nuestro tiempo. Ya no hay nada que hacer. Solo nos queda encomendarnos para seguir resistiendo sin perder la razón.