19. UNA ECOALDEA PARA EL FIN DE LOS TIEMPOS

Me lo encontré en la calle 134 en una tarde soleada de verano bogotano. En seguida recordé la frase de Borges: «Todo encuentro casual es una cita». Iba con las manos entre los bolsillos, la mochila colgándole a un lado, una cachucha gris le protegía la cabeza del sol inclemente y tenía ese mismo aire de outsider irredento de veinte años atrás, cuando nos conocimos en una clase de lenguajes que dicté para los estudiantes de Bellas Artes de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.

DeArco había sido uno de mis estudiantes más sobresalientes y solíamos vagabundear por la ciudad mientras hablábamos de pintura, literatura, filosofía y de cómo escapar de la normatividad penosa de un sistema que despreciábamos con todas nuestras fuerzas. Por eso era maravilloso encontrarnos dos décadas después de la misma manera: caminando despreocupadamente por la calle. Nos abrazamos, cruzamos números telefónicos y prometimos ponernos en contacto más adelante.

Dos o tres semanas después volví a verlo subiendo por la calle 140 hacia el oriente. La misma pinta de caminante desocupado que no tiene ninguna prisa. Lo abordé con entusiasmo y le dije que ya dos veces era un destino, que teníamos que hablar. Se sonrió y me respondió que él opinaba lo mismo, que había estado a punto de llamarme, pero que se había enredado en una serie de trabajos ocasionales. Nos fuimos a almorzar y a lo largo de los siguientes dos meses estuvimos en permanente contacto, planeamos escribir un capítulo largo para este libro, pero el tiempo nos jugó una mala pasada y no alcanzamos. Él estaba también pasando por un proceso de toma de decisiones que solo le permitió anotar dos o tres páginas de lo que había sido su vida durante los últimos veinte años. Así que, de un modo un tanto resumido, yo contaré su historia.

Un tiempo después de graduarse su padre empezó a alejarse de la vida hogareña y reposada. En lugar de crearle oposición, él decidió acompañarlo en ese descenso a los infiernos. Fue un tiempo de camaradería y complicidad, de afecto puro demostrado de la manera más sincera y sencilla. El viejo, un hijo de españoles exiliados de la Guerra Civil, tenía un carácter anarquista que lo ha llevado a una vida regida solo por sus propias reglas. Un apasionado de la velocidad, de la irreverencia y de llevarle la contraria a un establecimiento que desprecia por sus lógicas banales e injustas.

Durante este periodo, DeArco recorre la ciudad junto a su viejo en largas noches de bohemia, como un Dante que viaja a través de los infiernos en compañía de Virgilio. No sabe muy bien qué es lo que está buscando, pero sí entiende que está purificando algo, que se está liberando de un peso invisible que venía cargando sin darse cuenta.

Un día cualquiera descubre que la iniciación ha sido cumplida en su totalidad y que ha agotado ya esa ruta. Decide invocar sus orígenes españoles e ir a la tierra de su abuelo en busca de un futuro posible. Llega a Barcelona y vive las primeras semanas un poco a la deriva, tanteando, ojeando, preguntando aquí y allá a ver dónde es posible armar una vida. Un grupo de resistencia anticapitalista ha decidido ocupar propiedades vacías de gente adinerada y vivir en ellas sin pagar renta, ni servicios, ni impuestos de ninguna clase (los famosos okupas). Mi exalumno se siente identificado con ellos y entra a hacer parte del combo. Le gusta esa sensación de nomadismo permanente, de no hacer parte de ningún territorio fijo, de vivir unos meses acá y otros allá, de establecer lógicas comunitarias que van en contra de la individualidad narcisista de nuestro tiempo.

Por esa época una universidad abre un posgrado en diseño de ecoaldeas, una palabra que se usa para hablar de una comunidad autosustentable que respeta el entorno, que usa energías renovables, que procura contaminar lo menos posible y que practica una alimentación y un ritmo de vida más sanos que los que practicamos en el vértigo inhumano de las grandes metrópolis contemporáneas. Eso incluye la educación de los niños, las huertas, el reciclaje, el ejercicio, la arquitectura, la vida cotidiana sin estratos ni jerarquías que discriminen ni segreguen a nadie.

Robert Gilman, uno de los principales defensores de este modo de vida, lo define de la siguiente manera:

«Una “ecoaldea” es un asentamiento humano, concebido a escala humana, que incluye todos los aspectos importantes para la vida, integrándolos respetuosamente en el entorno natural, que apoya formas saludables de desarrollo y que puede persistir indefinidamente».

En nuestro país hay una red de ecoaldeas que se agrupa alrededor de una organización: Renace Colombia. Son modos de vida alternativos que se proponen no destruir el planeta ni contaminarlo de la manera vulgar como lo hemos venido haciendo durante los últimos siglos.

DeArco entra al posgrado, se siente cómodo desde el principio, como si la búsqueda acabara de encontrar un sentido real y palpable, y mientras tanto va disfrutando también su nueva vida como okupa en los alrededores de Barcelona.

En algún momento del posgrado viaja a los Pirineos y, como parte de su formación académica, entra a hacer parte de una ecoaldea llamada Taldea, un lugar armonioso en el que una comunidad busca confirmar de manera práctica que sí es posible vivir de un modo diferente, sin pensar en el lucro, la posesión y la avidez destructiva.

Leonardo Boff, uno de los fundadores de Taldea, la define con estas palabras:

«Es una comunidad de vida, un lugar con alma, en armonía con la naturaleza y la manifestación de una creación conjunta. Conscientes de la interdependencia de todos los seres, cuidamos nuestras relaciones con la Tierra, con las personas y con nosotros mismos. Cultivamos la tierra y nos nutrimos con ella. Celebramos la vida en todas sus formas. Confiamos plenamente en la “capacidad del ser humano de captar el mensaje de grandeza, de belleza y de misterio que atraviesa el universo y la vida”. Taldea quiere ser un centro que irradie al mundo amor, inspiración, alegría, belleza, creatividad y paz».

Sin embargo, aunque la comunidad es maravillosa, solidaria y muy fraternal, mi exalumno empieza a sentir que dentro de sí se está fraguando una nueva fuga. En algún momento le llega a sus manos una novela de su antiguo profesor de literatura, Los hombres invisibles, y es invadido por una inmensa nostalgia de la naturaleza poderosa y deslumbrante de América, por la selva amazónica, por el desierto guajiro, por los páramos andinos, por la fertilidad sin igual del eje cafetero. Siente que el paraíso de Taldea no es su territorio, que aunque las bellezas del lugar y de su gente son algo salido de lo común, no hay una identificación con las fuerzas más secretas que emanan de esa tierra. Decide entonces regresar, volver a Colombia y buscar un rincón donde sea posible cumplir ese sueño de construir una vida que no pase por los ritmos frenéticos del ascenso social y la codicia del capital.

En ese retorno lo estaba esperando toda una revelación. Entra en contacto apenas llega con comunidades indígenas, con chamanes experimentados y, de inmediato, se convierte en un viajero inter-dimensional. El yagé es para él toda una revelación. La planta lo conduce a la zona más infantil de sí mismo y se sana de unos estados de ánimo depresivos que lo venían angustiando durante los últimos años. El niño interior lo va limpiando, lo libera de esas fuerzas oscuras que lo oprimían y le hacían tanto daño.

Poco a poco va aprendiendo los ritmos del yagé, sus infiernos y sus paraísos, sus rutas más escabrosas, pero sobre todo su sabiduría ancestral y milenaria. Va adquiriendo una visión caleidoscópica de la realidad, desdoblada, y se da cuenta de que el territorio depende de la forma como se le experimente, es decir, que el espacio no existe solo, separado, sino que depende de la aprehensión que se haga del mismo. Todo es un problema de percepción.

En una de las tomas de yagé conoce a una joven con la cual se comunica telepáticamente durante el trance. La planta permite eso. No hay palabras de presentación, ni discursos, ni disquisiciones de ninguna clase. La complicidad y el afecto surgen en silencio, y ambos comprenden que se han venido buscando sin saberlo. Es una fuerza que los une, que los amalgama y que les muestra que tienen una historia pendiente. Es un tiempo de amor y de cariño sincero, sin trampas ni emboscadas de ninguna clase.

En ese retorno al país, DeArco se da cuenta de que no solo la gente está herida, dañada, lesionada, abusada en sus planos inconscientes más profundos, sino que el territorio también está manchado de sangre, codicia y destrucción. ¿Cómo sanar la tierra, cómo ayudarla a recuperar su salud y su fuerza? Durante largas sesiones de yagé esa es la pregunta que lo ronda una y otra vez.

Finalmente, la relación con la joven se termina y él vuelve a quedar a la deriva, solo, arrojado a las calles de una ciudad que ya no siente como suya, una megalópolis contaminada, con un tráfico delirante, con unos ciudadanos que todos los días están en guerra consigo mismos y con los demás. Y aunque extraña el amor de la muchacha con locura y desesperación, aunque se sabe excluido de una felicidad que ya no le pertenece ni regresará, es consciente de que debe continuar en busca de ese espacio que le permita, por fin, sentir que ha llegado a un lugar donde se sienta a gusto y en paz.

Se contacta con una comunidad en las cercanías de Villa de Leyva dirigida por un francés, trabaja con ellos en largas horas comunitarias y al final decide comprarles a ellos un lote que está dentro de la propiedad. No tiene ni idea de qué va a hacer con él, cómo logrará construir una casa, pero la decisión lo hace inmensamente feliz y se siente relajado cuando se acuesta sobre el pasto, cuando escucha los pájaros en la mañana, cuando acaricia los árboles y los matorrales que se extienden a todo lo largo de la montaña.

Durante varios meses convive con uno de sus viejos compañeros de la universidad en una carpa con dos bolsas de dormir, y arman planes que no saben cómo realizar en la vida práctica. Un día cualquiera se separan y la sequía empieza a asfixiar la zona. No llueve, no hay agua por ninguna parte.

Se ve obligado a regresar a Bogotá a la casa familiar. Fue cuando nos encontramos caminando por la calle. DeArco estaba diseñando una cabaña de madera para armarla en el jardín de la casa de sus padres y luego transportarla a Villa de Leyva. Ya sabía cómo se iba a llamar la ecoaldea: Pluralia. Cuando le pregunto por esta bella palabra, me responde:

—Proyecto Pluralia es un espacio de conservación, intervención y conexión con la naturaleza que persigue producir nociones de territorio mediante la vinculación del cuerpo con el paisaje en el espacio rural. Promovemos la diversidad y la interdependencia en un mundo que encuentra expresión en lo natural, donde una parte vive íntegramente cuanto más estrecha es la relación que comparte con los demás seres y elementos que sostienen la vida.

Y ahí continúa DeArco, visitando talleres, bodegas, revisando materiales de reciclaje que le puedan servir para construir esa primera vivienda de una comunidad futurista que, algún día, cuando el sistema colapse en las grandes ciudades, sirva como refugio para todos aquellos que estén preparados para vivir según las antiguas reglas de la tribu.