1. LA ERA DE LA INESTABILIDAD
Una tarde cualquiera logré filtrarme en una página paralela a una agencia de noticias en árabe, y vi la decapitación de Eugene Armstrong y de James Foley. Maldigo ese día. Quedé hecho pedazos, destrozado, anímicamente por el suelo. No sabía por qué había terminado metido en esa página y por qué había decidido contemplar el espanto cara a cara.
Lo primero que me impresionó fue que había imaginado una decapitación al estilo guillotina o espada japonesa: de un solo tajo. No. La palabra correcta es degollamiento. Como cuando en las fincas, a veces, uno ve cómo sacrifican un cordero o un cerdo. Igual. Los chillidos son los mismos. Con una diferencia: en el sacrificio de animales afilan el cuchillo. Aquí no. Lo insoportable de la escena es que el arma está desafilada, que no corta, y por eso el salvajismo es aún mayor.
Luego nos enteramos de que el primer verdugo era un rapero inglés, pues los servicios de inteligencia de ese país reconocieron el acento londinense y empezaron el rastreo. Un rapero en la Yihad degollando occidentales. ¿Qué es eso? Pero la locura no termina aquí: luego supimos que una rockera inglesa, Sally Jones, se había enamorado de un hombre musulmán mucho más joven que ella, y aparecía en las fotografías vestida con velo negro y sosteniendo en su mano izquierda un AK-47. En su cuenta de Twitter amenazaba a todos los occidentales con que los iba a degollar con su cuchillo «desafilado». Es decir, el efecto salvaje y despiadado del arma que no corta está programado, es parte de la escenografía dantesca. He ahí el horror.
También las adolescentes austriacas Samra Kesinovic y Sabina Selimovic, de dieciséis y quince años, respectivamente, decidieron irse a Siria a luchar por el Islam. Escribieron en Facebook: «No le tenemos miedo a la muerte. La muerte es nuestra meta».
Semanas después, los organismos de seguridad ingleses descubrieron que más de dos mil personas habían escapado de ese país para ir a combatir al Medio Oriente. Dos mil personas que estaban dispuestas a ir a fusilar, a poner bombas y a degollar. Y no basta con explicar este fenómeno diciendo que Estados Unidos y sus aliados llevan más de veinte años bombardeando y masacrando a buena parte de la población civil de esos países, y que en consecuencia los sobrevivientes de todos estos años de barbarie ya no pueden más y están dispuestos a cualquier cosa. Eso puede ser cierto, claro. Los niños que crecieron en medio de la sangre y los genocidios son esos mismos que vemos ahora ya adultos ejecutando a sus enemigos con una frialdad estremecedora. Pero esta hipótesis no explica que personas occidentales que no han vivido los bombardeos ni las masacres, que no han crecido en los campos de refugiados, se unan a las filas de los extremistas. Viajar a Siria o a Irak dispuesto a todo implica un grado de desesperación, de cansancio a todo nivel, de falta total de esperanza.
¿Qué está pasando?
Sospecho que buena parte de la gente que hoy en día está anulada y pisoteada por un sistema injusto y cruel, buena parte de los desempleados y los desamparados, de los depresivos y los yonquis, detestan tanto el establecimiento que los marginó, que prefieren irse a la guerra que quedarse machacados aguantando más desdén y más desprecio. Es decir, el sistema creyó que podía escupir y condenar a la miseria a buena parte de la población sin consecuencia alguna, y se equivocó gravemente. A la guerra se están yendo no solo los ingleses de origen sirio o iraquí, no, sino rockeras rubias de ojos azules como Sally Jones. Cuando uno investiga más sobre ella se da cuenta de que vivía de los subsidios estatales y que llevaba años sin conseguir un trabajo decente.
Lo que viene es que cualquiera puede empezar a reclutar a esa población cero, a los sin techo, a los que llevan años comiendo en los albergues y los comedores comunitarios, a los que se quedaron sin casa porque los bancos les embargaron sus apartamentos o sus residencias, a los depresivos que pasan horas en los parques o frente a un televisor. La ciudad contemporánea está llena de soldados potenciales, hay ejércitos agazapados debajo de los puentes, en las alcantarillas y en los potreros baldíos, en habitaciones oscuras y hoteles miserables, y cuando salgan y decidan atacar ya no habrá nada que hacer. Será demasiado tarde porque el mundo se convertirá de nuevo en un campo de batalla entre tribus enemigas.
Lo he dicho ya antes. No vamos hacia delante. Vamos hacia la Prehistoria, estamos dando la vuelta en un giro inquietante y espantoso. El tiempo es una espiral. En cualquier momento tendremos que salir a la calle a defender nuestras vidas con un hacha entre las manos.
James Foley degollado y decapitado por un salvaje vestido de negro es una imagen imposible de olvidar. Aunque parezca mentira, no es la única. En la red están también las de los carteles mexicanos, las de unos cristianos en manos de fanáticos musulmanes, la de una niñera musulmana que el 29 de febrero de 2016 caminó por las calles de Moscú con la cabeza de una niña de cuatro años recién decapitada, en fin, la barbarie total.
Vuelve la guerra entre Israel y Hamás, bombardeos en Irak, problemas en Ucrania, en Siria, en el Kurdistán, inmigrantes centroamericanos masacrados en la frontera con Estados Unidos, ataques en Francia y en Alemania, un individuo disfrazado de Papá Noel asesina a varias personas en un bar de Estambul el 1 de enero de 2017 como si nos estuviera dando a todos la bienvenida a una nueva era. En fin, el caos, el horror, el infierno aquí y ahora.
A esto hay que sumarle los tornados, los nuevos temblores en China y Chile, los terremotos de Haití, Japón e Italia, la amenaza de una explosión de un volcán en Islandia, las inundaciones salidas de control en Paraguay, las sequías prolongadas en Siria y Bolivia. Difícil procesar tanta información negativa al tiempo.
La violencia urbana se está incrementando en todos los lugares del planeta, la intolerancia, la rabia sorda de millones de personas que no encuentran un trabajo decente se nota en el simple trato cotidiano. Ser agredido por un vecino, por un compañero de clase o por un profesor arrogante e incompetente es lo normal, entra en la vida de todos los días. Por eso salir de la ciudad cada vez que se pueda es un ejercicio de salud mental.
La tecnología, en lugar de brindarnos un soporte y una ayuda, nos alienó en cuestión de pocas décadas. Estamos acostumbrados ya a pasar horas frente a las pantallas de nuestros celulares, nuestros computadores o nuestros televisores. Hemos sido fagocitados por los aparatos. Eso aumenta la sensación de encierro, de exilio espiritual, de soledad absoluta.
Pasamos ya de los siete mil millones de personas, un disparate, una locura reproductiva desenfrenada. Agotamos ya las reservas de agua, estamos acabando con los combustibles fósiles, masacramos a las demás especies a una velocidad alarmante. Y no nos detenemos, no queremos hacer un balance de lo sucedido, nos negamos a hacer un ajuste de cuentas con nosotros mismos. Estamos fuera de control.
A lo largo de nuestra vida utilizamos nueve toneladas de productos envasados, generamos 50.000 kilos de basura, tomamos 9.000 litros de leche, nos comemos cuatro vacas, veintiún corderos, quince cerdos, 1.200 pollos, 4.238 panes, 13.345 huevos, 10.886 zanahorias, 5.272 manzanas, y bebemos 5.880 litros de cerveza. Gastamos 4.239 rollos de papel higiénico, un millón de litros de agua, 650 jabones, 198 botellas de shampoo, 276 cremas de dientes, 272 desodorantes y 78 cepillos de dientes. Pasamos ocho años viendo televisión, y veinticuatro árboles sacrificarán su vida para darnos papel. Expulsamos a la atmósfera 38.800 gases fétidos y malolientes. Y si nos reproducimos, todo esto hay que multiplicarlo por dos o por tres. Demasiado. Para el planeta hubiera sido mucho mejor que no naciéramos.
Lo indios Hopi llaman a este presente descabellado Koyaanisqatsi, que traducido al español sería algo como La Era de la Inestabilidad o La Era del Desequilibrio. En 1982, antes de que llegaran Internet y los teléfonos celulares, varios artistas norteamericanos ya se habían dado cuenta de que estábamos ingresando en una época que nos iba a dejar a todos desnivelados, trastornados y enajenados. E hicieron un poema visual llamado, justamente, Koyaanisqatsi, que es, en realidad, el testimonio de nuestra propia autodestrucción. La música inolvidable de ese documental es del minimalista Philip Glass.
Y bueno, ya estamos aquí, inmersos en medio de la inestabilidad total. Dejemos de hablar de la felicidad y de los cursos de emprendimiento y liderazgo. Qué va. Todos estamos en el mismo agujero, en el mismo calabozo. Todos estamos deprimidos, todos soñamos con vivir en otra parte, a todos nos cuesta trabajo levantarnos de la cama cada mañana. A todos nos cortaron el cuello. Todos somos James Foley.