11. OTRO TIEMPO

Por la misma época de la muerte de Manuel me invitaron en una emisora a hablar sobre el libro Paranormal Colombia. Una de las periodistas era bella, dulce, rubia, de ojos claros, muy talentosa, y cuando estaba sentada se distinguía por su porte y elegancia aristocráticos. De pronto, cuando se levantó, pidió sus muletas y entonces noté que algo sucedía con su cuerpo de la cintura para abajo. Las dos piernas parecían atrofiadas, muy delgadas, y escasamente podían sostenerla en pie.

Mientras el programa entra en la franja de propagandas, cuando nadie nos está escuchando, me cuenta que sufrió un cáncer atroz, muy agresivo, y que en algún momento pensó que ya todo había terminado. Su voz es melodiosa, su boca dibuja una sonrisa de medio lado como si estuviéramos conversando sobre temas plácidos y agradables, y su actitud revela una poderosa fuerza interior. Le confieso que esa enfermedad ha perseguido a mi familia durante generaciones. Ella inclina la cabeza, baja un poco la voz y me susurra al oído:

—No hay nada qué temer. A mí me iban a operar y yo pensé que me quedaría en la mesa de cirugía, que fijo me iba a morir. Entonces, la noche anterior me desperté a la madrugada y había una presencia sentada al borde de mi cama. Al principio me asusté mucho, pero después me di cuenta de que se trataba de una entidad benigna. Me dijo que no me preocupara, que la cirugía saldría bien, que aún no era el momento de morir.

Le pregunto, también en voz baja, si reconoció esa presencia, si sabía de quién se trataba.

—No, no lo sé, no tengo idea. Quizás es lo que tanta gente llama ángeles.

Sonrío también. Recuerdo entonces que ángel significa mensajero, y que mi profesión depende de Hermes, el de alas en los tobillos, el dios del lenguaje.

Otra tarde me reuní con unos amigos en un restaurante de comida italiana al norte de la ciudad. La hermana de uno de ellos se hizo en algún momento en la silla junto a mí y me contó una historia que me prometí escribir algún día. Me dijo que había estado entre la vida y la muerte debido a una enfermedad crónica en el hígado. Cuando ya estaba de primera en la lista de trasplantes su salud empeoró y se vino a pique. Se preparó para morir. Entonces, en el último minuto, apareció un donante, la trasladaron a la clínica y le realizaron el trasplante de urgencia.

Con el paso de las semanas se dio cuenta no solo de que su salud mejoraba día a día, sino que se encontraba muy activa. No sabía por qué, pero desarrolló una atracción por la velocidad y, cuando su familia no sabía nada, ella se iba para la autopista del norte y apretaba el acelerador de su carro a tope. Esa sensación de vértigo la apaciguaba un poco.

Sospechó que se debía al trasplante y, en efecto, por pura casualidad se enteró de quién era la persona que estaba detrás de su nuevo órgano: era un joven de dieciocho años que corría en motocicleta. Justamente había muerto en un accidente de carretera.

Desde entonces consiguió una foto de él, le hizo un altar en un rincón de su casa, y todos los días le da las gracias por haberle salvado la vida.

Poco antes de los ataques en París en noviembre de 2015, me tropecé en una librería con una vieja colega de la universidad. En un café de Chapinero me contó que en 1989, recién egresada de la carrera, tenía una entrevista en Cali para ver si una universidad de esa ciudad la contrataba como profesora de literatura comparada. Compró su tiquete para viajar a las siete de la mañana y ya tenía todo listo cuando su madre, llorando, le dijo la noche anterior que había tenido un sueño premonitorio y que le rogaba, le suplicaba que aplazara el vuelo para otro día. La madre ya había llamado al aeropuerto para advertirles del peligro, pero, obviamente, la habían tratado como una demente cualquiera que estaba comunicándose solo para generar pánico y conseguir algo de protagonismo. Fue tal el grado de insistencia de la señora, su llanto, su desesperación, que mi amiga le dijo que se calmara, que iba a cambiar entonces la fecha del viaje y la reserva del hotel.

A las siete de la mañana del día siguiente el Boeing 727 que cubría el vuelo 203 de Avianca estalló en el aire y se hizo pedazos a la altura de Soacha. Murieron ciento diez personas. Fue el famoso vuelo de la bomba de Pablo Escobar.

Quedé muy impactado. En medio del desastre general, del caos y de la guerra, la realidad continuaba siendo algo plástico, maleable, múltiple. Parecía como si estuviéramos ingresando en el infierno paso a paso, muy lentamente, pero que, a pesar de estar en una situación tan angustiante y desesperada, nuestra mente no hubiera perdido aún su capacidad para desdoblar lo real una y otra vez. Quizás se trataba también de rebelarse ante ese hombre pretendidamente científico, racional, moderno, que consideraba cualquier creencia como un foco de atraso y de atavismo que le impedía continuar con su carrera tecnológica y capitalista. De pronto al alejarnos de nuestros mitos y nuestros símbolos inconscientes más profundos nos estamos distanciando también de lo mejor de nosotros mismos, de nuestra riqueza más significativa y poderosa.

El 13 de noviembre de 2015 cayó del cielo un objeto que ingresó a la atmósfera a alta velocidad. El Centro Astronómico Internacional de Abu Dhabi lo apodó WT1190F, y afirmó que había caído cerca de Sri Lanka. Algunos fanáticos de las teorías de la conspiración aseguraron en la red que ese hecho anunciaba una catástrofe inminente. A las pocas horas, los periódicos de todo el mundo abrían sus titulares con la masacre de París por parte de fanáticos yihadistas.

Lo curioso es que a lo largo del 2015 aparecieron distintas noticias en medios religiosos anunciando un cambio de época, una entrada en otro tiempo, un ingreso en un infierno del que nos será imposible escapar. Por ejemplo, Chaim Kanievsky, uno de los máximos líderes del judaísmo ultraortodoxo, anunció en julio de 2015 que la venida del Mesías estaba ya próxima y les rogó a los judíos de la diáspora que se regresaran pronto a Israel. Miles de judíos franceses acudieron a ese llamado y salieron de distintas ciudades hacia Tel Aviv, Jerusalén o en busca de cualquiera de los kibbutzim donde tenían parientes o amigos cercanos.

A los pocos meses llegaron los ataques en Francia, y pocas semanas después una pareja yihadista asesinó a varias personas en San Bernardino, en Estados Unidos. En uno de sus efectos personales encontraron planes para atacar una sinagoga y supermercados de comida kosher de la comunidad judía. Ya en enero del mismo 2015, uno de los cómplices de los terroristas del ataque al semanario Charlie Hebdo se había atrincherado en una tienda de comida judía en Porte de Vincennes, al este de París, y, dispuesto a todo, había tomado varios rehenes. Por eso muchos religiosos empezaron a sentir que los presagios de líderes como Kanievsky no eran tan descabellados y huyeron de Europa para atrincherarse en Israel.

Uno de los sobrevivientes de la masacre del 13 de noviembre en Le Bataclan, un teatro parisino donde tocaba una banda de rock pesado, contó después que esa noche se habían abierto unas puertas infernales. Dijo que los terroristas se habían lanzado sobre algunos de los sobrevivientes y los habían degollado mientras recitaban textos sagrados en árabe. El lugar había quedado convertido en una carnicería, y uno de esos policías que llegaron de primeros al lugar dijo a los periodistas que apenas entró al teatro sintió que «el infierno se había apoderado de la Tierra».