3. AULLIDOS EN LA NOCHE
La casa quedaba en Chapinero, abajo de la avenida Caracas, en un callejoncito escondido y sin tráfico. Era una construcción antigua, húmeda y con escasa luz. Llegué a ella por un aviso en el periódico. Alquilaban una habitación al fondo que daba al patio interno de la casa. La tomé en seguida porque me quedaba cerca de la universidad y podía movilizarme a pie.
A los pocos días empecé a escuchar en las horas de la noche unos gritos extraños que parecían provenir del segundo piso. Me quedé sentado en la cama, pero una de las reglas cuando uno vive en cuartos de alquiler es no entrometerse jamás en los asuntos de los vecinos. Luego noté que no eran gritos, sino una especie de aullidos sofocados, como si estuvieran tapándole la boca a la persona para que no hiciera tanto ruido. Me pareció raro, pero al rato volví a quedarme dormido.
Dos semanas después llegué en las horas de la tarde porque no había tenido clases y quería leer tranquilo metido en mi cama. Era una tarde lluviosa y helada. Me recibió un alboroto en la casa. Gente salía y entraba, subían las escaleras, no sabían cómo ayudar a alguien que en el segundo piso parecía estar en aprietos. Entonces volví a escuchar esos aullidos escalofriantes. No aguanté más la curiosidad y le pregunté a la dueña de la casa qué estaba sucediendo. La mujer, con lágrimas en los ojos, me contestó:
—Es mi hija. Otra vez el espíritu. La ataca cada vez con mayor frecuencia y ya no sabemos qué hacer.
—¿Qué espíritu? —pregunté con ingenuidad.
—El padre de la parroquia no quiere ayudarnos. Los psiquiatras no saben qué es y él tampoco nos brinda apoyo. Me voy a volver loca… Lamento los inconvenientes que esto les pueda traer a ustedes los inquilinos…
Y enseguida subió las escaleras corriendo con una vasija de agua en una mano y unas toallas limpias en la otra.
Varias veces a lo largo de los tres meses que estuve allí escuché esos aullidos que se extendían a todo lo largo de la casa. Todo el mundo sabía ya que se trataba, supuestamente, de una posesa, pero nadie la había visto hasta el momento. Los chismes que pasaban de una persona a otra decían que era una joven muy bella que alguna tarde se había puesto con sus amigas del colegio a jugar con una tabla ouija para invocar espíritus. Una de esas presencias se había quedado en la casa y había terminado por encarnar en el cuerpo de la muchacha.
A mí todo eso me parecían historias como extraídas de los relatos góticos y románticos que por entonces leía con auténtica devoción. Incluso tenía tintes de literatura fantástica a la manera de los textos de Arthur Machen.
Una noche la joven intentó cortarse con los pedazos de un espejo roto y se tajó el cuerpo entero. Llegó una ambulancia y bajaron a la chica en una camilla. Yo estaba en pijama parado junto a las escaleras en el primer piso. Fue la primera y única vez que la vi. Su rostro demacrado y ajado estaba cruzado por un agotamiento que se percibía en dos ojeras que le daban a su expresión un aire antiguo, como de máscara religiosa milenaria. El cabello estaba marchito, reseco, y parecía de mentira, como hecho de algún material artificial. En un momento dado abrió la boca para respirar y unos dientes amarillentos le daban un aspecto de anciana demacrada y abandonada. Sentí un terror auténtico que me recorría el cuerpo entero.
Nunca supe qué fue de ella. A la mañana siguiente conseguí otra habitación en la calle 42 con la carrera octava, y me mudé con mis libros y mis tres bártulos, como si estuviera huyendo de una presencia peligrosa.