4. EL CUERPO DE LA CULPA

La redondez de los cuerpos robustos busca el equilibrio de una curva que se cierra sobre sí misma. Es un problema matemático, geométrico. La música de las esferas. El eterno retorno de lo idéntico, la paz de lo que siempre regresa al mismo punto, el tránsito de los astros en sus circunvalaciones y sus trayectos exactos y precisos.

Pero lo que se viene imponiendo no es esa plenitud de la exageración y la generosidad, sino la avaricia de un cuerpo capitalista mezquino y ahorrativo. Carne para moralistas. Ese cuerpo virginal e inmaculado, aséptico, es el cuerpo de la publicidad, el cuerpo soft, el cuerpo light de la pantalla televisiva, de la pasarela y del gimnasio. Sublimación, cobardía, anorexia, pura depresión.

El mundo contemporáneo está muy lejos de entender esa belleza de la curvatura, la abundancia y la extravagancia. Lo que viene imperando es la estética del campo de concentración: la atracción por los seres famélicos, desnutridos, grisáceos, deprimidos. La atracción por la muerte. Mantis religiosas humanas, alfileres a los que se les notan los huesos despuntando en los hombros o las costillas. Tallarines orgullosos de su insignificancia.

En los almacenes no hay ropa para todo el mundo: solo para ciertas tallas que entran dentro de la estética imperante de esa belleza enfermiza. Y para aquellos que son delgados por naturaleza, bien, pueden conseguir un jean o una chaqueta sin problemas. Pero para el resto de la población salir a conseguir una camisa o un pantalón puede convertirse en una auténtica pesadilla.

El lío es que la letalidad de los trastornos de la conducta alimentaria (TCA) es la más alta entre los trastornos mentales. Millones de personas alrededor del mundo viven contando las calorías, dividiendo los alimentos entre buenos y malos, sometiéndose a dietas rigurosas que les dejarán en sus cuerpos y sus mentes secuelas de por vida, entrando a los baños públicos y privados a vomitar sin que nadie lo note. Hasta hace unos años se trataba de una enfermedad mental que aparecía alrededor de los trece o catorce años, y que se prolongaba a lo largo de toda la juventud, sobre todo entre mujeres.

Hoy en día es un trastorno que ya cobija a niños de cinco años en adelante. Los hombres empiezan también a obsesionarse con los cuerpos tallados y se someten a dietas feroces, a largas jornadas de gimnasio e incluso a cirugías que los hagan parecerse a esos modelos de ropa interior que patrocinan las grandes compañías. Es una población víctima de la ignorancia y la estupidez de la publicidad light de la moda. Son pacientes psiquiátricos machacados por las imágenes de las propagandas y las pasarelas internacionales, convencidos de que ese universo de los seres insectívoros y anémicos es un mundo rodeado de glamur, un paraíso fashion, cuando la verdad es que ese es el camino más corto para llegar a la depresión, la enfermedad y la muerte.

Basta ver la potencia física de una Serena Williams o la deslumbrante belleza de Denise Bidot para reconciliarnos con la perfección, la dulzura y la fuerza de la curva que, elegantemente, acaricia el espacio con un esplendor incomparable.

Lo curioso es que al otro lado del mundo, en África, vemos también esas pieles pegadas a los huesos, esos cuerpos cadavéricos donde sobresalen las clavículas o las costillas. Son los cuerpos del hambre, de la desnutrición, de los parásitos, de la muerte que llega en vida. Las cuencas de los ojos agrandadas, las piernas enclenques, la mirada perdida en el vacío.

En el año 2010 la célebre modelo Isabelle Caro murió a sus escasos veintiocho años debido a una anorexia atroz de la que no pudo liberarse jamás. Realizó varias campañas en las cuales apareció desnuda para mostrar los estragos que la delgadez había hecho en su cuerpo, pero aún así la industria de la moda continuó contratando a modelos que estuvieran muy por debajo de su peso normal. Isabelle dijo en medio de su tristeza y su depresión:

—Es horrible, horrible. No me veo bonita, mi pelo está arruinado y sé que no podré tenerlo largo nunca más; he perdido algunos dientes, mi piel está seca, mis senos se han caído…

En efecto, su apariencia era la de una anciana decrépita y tenía todos los órganos aniquilados. Poco después de su muerte, su madre, una actriz que la había presionado desde niña para que fuera una joven delgada y atlética, se suicidó. En una entrevista que le hicieron a Isabelle, pocas semanas antes de su deceso, dijo con la mirada extraviada y los labios muy resecos y partidos:

—A mis trece años se cerraron las puertas del infierno y desde entonces nunca más se volvieron a abrir y yo me quedé atrapada.

Al otro lado del globo, en las selvas ecuatoriales de África, rodeado de cuerpos similares al de Isabelle, el médico Richard Besser, decía en un documental algo muy similar:

—Cuando se abrieron las puertas del hospital sentí que se estaban abriendo las puertas del infierno para nunca más volver a cerrarse.