17. LOS AÑOS PERDIDOS DEL MAESTRO

Hay un enigma en la historia del hombre más importante de la historia occidental: que de sus treinta y tres años estuvo desaparecido dieciocho, desde que tenía doce hasta los treinta. Los evangelios no dicen prácticamente nada al respecto. ¿Dónde estuvo Jesús todo ese tiempo?

Es imposible que un muchacho que a los doce años asombró a los eruditos en el templo se quedara después al fondo de una carpintería enterrado en el anonimato de los martillos y los cinceles. No. Lo que sucedió fue que ese joven se unió a las caravanas que solían atravesar todo el continente asiático, cuadrillas de mercaderes y traficantes que comerciaban toda clase de productos de un país a otro. Y así llegó a la India, el país de mayor tradición religiosa.

No es difícil imaginar entonces al joven Jesús recorriendo los parajes indios en busca de un conocimiento que lo liberara de ese peso cargante que es ser uno mismo, que lo liberara del dolor, del sufrimiento, un saber que pudiera transmitir a otros para que ellos pudieran a su vez liberarse de sus egos henchidos.

Seguramente vagabundeó de un pueblo a otro, huesudo, hambriento, convertido en un mendicante al que los piadosos le arrojaban de vez en cuando un mendrugo de pan o un plato de arroz. Debió aprender de los santones de su tiempo los secretos del ensimismamiento, cómo sentarse en posición de meditación, controlar la respiración y no identificarse con eso que llamamos un yo, la identidad, la personalidad. Quizás pasó años entre los samanas y los ascetas aprendiendo a fundirse con el cosmos en un abrazo universal, estudiando las técnicas para controlar cada rincón del cuerpo a su antojo.

No es difícil imaginarlo delgado, barbado, melenudo, con los ojos resplandecientes sentado frente al Ganges junto al resto de místicos y monjes ahondando en los secretos de cómo nacemos y morimos, de por qué tenemos que volver aquí una y otra vez, de qué o quién es eso que los hombres han llamado Dios.

Hay una prueba fehaciente de la estadía de Jesús en la India. Un investigador ruso de finales del siglo XIX, Nicolás Notovitch, pasó un tiempo en el monasterio de Hemis en Ladakh, Nepal, y allí le mostraron un texto muy antiguo en Pali donde se hablaba de San Issa, el mejor de los hijos de los hombres. La traducción de Jesús en árabe es Isa o Yssa, tal y como lo nombran en el Corán. Este santo que estuvo en el monasterio de Hemis durante años practicando y estudiando los textos budistas venía huyendo porque ya los brahmanes que habían sido sus maestros en Benarés lo consideraban peligroso por sus discursos correspondientes a la igualdad de todos los hombres. Eso atentaba contra el régimen de castas de la India.

Así, el joven Issa, que había huido de Palestina cuando tenía trece años, pasó largos años en el Tíbet meditando y leyendo los textos sagrados. Finalmente, decían los escritos del monasterio, había regresado a su país para predicar una vez más sus ideas de igualdad y fraternidad universales. Y las autoridades romanas y judías lo habían considerado también como una amenaza y lo habían terminado crucificando entre dos ladrones.

Notovitch estaba seguro de que ese hombre no podía ser otro que Jesús. Publicó un libro, La vida desconocida de Jesucristo, y enseguida fue traducido a distintos idiomas. Varios contradictores salieron a decir enseguida que esas revelaciones eran un fraude. Pero más adelante autoridades en lengua Pali y monjes que volvieron a tener acceso a los textos confirmaron lo dicho por el ruso. Además, varios religiosos indios, tanto hindúes como budistas, han afirmado que, en efecto, Jesús se educó en la India y que sus ideas y sus prédicas coinciden con las concepciones de frugalidad y desapego material de estas religiones, que son mucho más antiguas.

Eso significa que Jesús, desde un principio, fue considerado como un peligro. Ni en la India sus ideas de igualdad fueron bienvenidas. Dos mil años después, aún no hay cómo hacerles entender a los ricos y poderosos que no son más que los pobres y los humildes. No es posible repartir equitativamente la riqueza, no hay cómo compartir los privilegios entre todos. A nadie le gusta que le digan que no es superior a los demás, que tiene los mismos derechos, que no es alguien especial. Cada quien se las ingenia para creerse más importante, por encima, distinto. Y ni siquiera haciéndose crucificar entre dos ladrones es posible hacerles entender que somos hermanos.