Capítulo 9
—¿Qué haces, muchacho?
Pat Junior se sonrió mientras servía el té, pues le deleitaba ver a su madre fingir su enfado. Le encantaba cuando actuaba como si él fuese aún un niño y no supiese hacer sus cosas o ayudar a los demás.
—Preparando el desayuno, así que siéntate y descansa, mamá.
Lil se rió feliz.
—¿Qué descanse, dices? Si acabo de levantarme.
Desde que enviaron las invitaciones y pidieron el pastel de su cumpleaños, Patrick Junior se había sentido como un niño con zapatos nuevos. Era un buen chico y haría lo que fuese necesario por sus hermanos, pero, desde que organizaron la fiesta y la certificaron mediante invitaciones escritas, se le había subido a la cabeza y se comportaba como una estrella de Hollywood. No podía ayudarla tanto como deseaba. Sus contratiempos con su padre, como siempre, habían caído en saco roto. Se culpó a sí misma por ello porque debía haber tenido el suficiente sentido común para cerrar el pico y guardarse las opiniones. Sabía que su marido estaba más cerca de las tentaciones que cualquier otro hombre normal y que, más tarde o más temprano, sucumbiría a ellas. Lo que no podía hacer era darle luz verde dándole motivos para que cogiera la puerta y se marchase.
Estaba sorbiendo el té y mordisqueando la tostada que su hijo le había preparado cuando vio la cara de Lance. La tenía arañada y toda llena de moratones.
—¿Qué te ha pasado en la cara, hijo?
Lance se encogió de hombros. Sus profundos ojos azules, como siempre, eran incapaces de manifestar ninguna emoción; al menos así era cuando la miraban a ella. Se odió por pensar eso.
Pat estaba detrás de su silla y Lil se dio cuenta de que tenía los mismos ojos que su hermano, pero ella sólo disfrutaba mirando los de su hijo mayor.
—Se ha peleado en la escuela.
Lil suspiró. Estaba empezando a cansarse del comportamiento de su hijo.
—¿Por qué respondes tú, Pat? ¿Acaso eres su papagayo? No es sordo, así que deja que responda él.
Lamentó inmediatamente haberse enfadado y haber dicho esas palabras. Pat Junior se quedó muy afligido por lo que su madre le acababa de decir y por cómo lo había hecho. Él siempre había sido el parachoques entre ella y Lance, y a ella le encantaba ese papel. Sintió el acostumbrado sentimiento de culpabilidad que le dominaba siempre que percibía sus reacciones con su hijo menor y rezó para que pudiera encontrar la forma de poder quererle igual que al resto de sus hijos. Desempeñaba el papel de una madre atenta con tanto esmero que a veces llegaba incluso a creérselo hasta ella misma. Sin embargo, ver a Lance con la cara amoratada y arañada le hizo sentirse más culpable que de costumbre porque no lo había notado la noche anterior.
Pat Junior permaneció detrás de su hermano con una mano apoyada en su hombro y la otra tapándose los ojos para contener las lágrimas. Tenía la cabeza gacha y Lil se dio cuenta de que trataba de no llorar delante de su hermano. Lo estrechó entre sus brazos.
—Lo siento, cariño. Ya sabes que estoy muy irritable últimamente. Eres un niño muy bueno y dependo de ti, cosa que no está bien.
Él la abrazó con fuerza y ella se dio cuenta de la solidez de su cuerpo. Se estaba haciendo un hombrecito y, aunque Lance era más alto y robusto, no tenía los músculos tan prietos como los de Pat Junior. Lance parecía el hermano mayor, pero no tenía ni la sensatez, ni la inteligencia de Pat.
—Acércate un momento, Lance.
Lil extendió el brazo que le quedaba libre y notó lo dubitativo que se mostraba cuando se acercó hasta ella. Los abrazó a los dos con la mayor ternura y Lance le apretó la espalda, como si su vida dependiese de ello.
—¿Quién te ha pegado, Lance? Dímelo.
Se alejó de ella y se encogió de hombros de la misma forma que hacía cuando le preguntaba algo de lo que era culpable.
—No fue su culpa, madre —respondió Pat—. Fueron los niños mayores. Lo escogieron a él por su tamaño.
Lil levantó la mano para hacer callar a Pat Junior. Él siempre se esforzaba porque reinara la paz, pero ella sabía que Lance era el que provocaba la mayoría de las peleas. Formaba parte de su naturaleza y los profesores empezaban a hartarse. A Lance ya le habían dado el último aviso y él lo sabía.
—¿Con quién te has peleado, Lance? Dímelo y lo pasaré por alto, pero si me mientes, me enfadaré mucho. Así que respóndeme sinceramente: ¿te has vuelto a pelear?
Lance asintió y ella suspiró. No tenía sentido hablar más del asunto, pues jamás le escuchaba.
—¿Tengo que ir de nuevo a la escuela?
Patrick Junior negó con la cabeza.
—Ha sido fuera de la escuela, mamá. De verdad, ya está todo solucionado.
Lil asintió y encendió otro cigarrillo. Mientras que no tuviese que presentarse en la escuela no le importaba demasiado.
Pat Junior estaba muy conmovido y apagado, así que dejó el tema. Pat siempre había cuidado de su hermano y eso no cambiaría. Lo que le preocupa es que la bocaza de su hermano y su facilidad para pelearse lo metiesen algún día en un problema que no supiese manejar. Hasta la fecha siempre había logrado sacarle las castañas del fuego y sin armar demasiado alboroto, pero estaba segura de que cuando creciesen no le resultaría tan fácil. Patrick podía contar con muchos amigos si los necesitaba, pero Lance no tenía a nadie, salvo a Patrick. El instinto le dijo que, en el futuro, Pat Junior seguiría resolviéndole los problemas a su hermano. Lance dependía excesivamente de él y ella se culpaba por ello.
Les sonrió para indicarles que estaba dispuesta a dejarlo pasar. Ellos le devolvieron la sonrisa. Pat se dio cuenta de que su madre no intentó ni tan siquiera curar las heridas de su hijo como hubiera hecho cualquier otra madre. Como siempre, le había dejado esa responsabilidad a él.
Dave estaba sentado en casa de su madre, esperando a que Bernie trajera a su hermano Dennis del hospital. Aún se encontraba mal, pero se había recuperado más rápido de lo que nadie esperaba. Dave había dejado que permaneciera allí durante tres semanas, sin visitarle ni una sola vez. Primero lo hizo porque se sentía muy abatido. Luego lo dejó pasar sin necesidad de dar explicaciones a nadie. Ahora, sin embargo, no le quedaba más remedio que enfrentarse a él y solucionarlo de una vez por todas. Bernie lo traería dentro de un minuto y él se había asegurado de que los dejasen solos.
Estaba nervioso, pero ya no lamentaba lo que había hecho. Era de esperar porque la presión los había dominado a todos y él había sido el primero en explotar. Eso era todo. Dennis era tan difícil que resultaba casi imposible no enfrentarse a él. Fue inevitable que se vieran las caras en algún momento.
Dave miró el salón de la casa de su madre. La chimenea de Yorkstone y la alfombra de pelo largo estaban manchadas y en muy mal estado, lo que le recordó una vez más la cantidad de dinero que habían malgastado. Como Pat había comentado en cierta ocasión, él le había ayudado a conseguirlo, pero no a gastarlo, a pesar de que, en algún momento, también se lo advirtió. Le había dicho a Dave que guardase el dinero a buen recaudo en su bolsillo hasta que no estuviera seguro de tenerlo bien lleno. Y nunca dejes que nadie sepa cuánto tienes, ése era otro de sus lemas. Si las personas saben demasiado de ti, ya no se sienten cómodas a tu lado.
Cuánta verdad había en aquellas palabras y cómo deseaba poder hacer retroceder el tiempo. La retrospectiva es algo maravilloso. Aquello era otro de los dichos de Pat al que él hubiera deseado prestarle la debida atención.
Pat le había comentado más o menos que seguía estando en la empresa, pero no con el cargo que había ocupado antes. Ahora era un empleado a sueldo, uno más, y sabía que no le quedaba más remedio que aceptarlo. El hecho de que lo hubieran pillado contemplando la idea de desbancar la sociedad Patrick-Spider ya era más que suficiente como para que lo hubiesen puesto a dos metros bajo tierra.
Era plenamente consciente de que le habían otorgado una segunda oportunidad y no pensaba echarla a perder. Al menos esa lección tan valiosa la había aprendido, y bien. Ahora tenía que decírselo a su hermano y estaba seguro de que no le haría ninguna gracia.
Dave encendió un cigarro y le dio varias caladas llevando el humo hasta lo más hondo de sus pulmones. El temblor de sus manos era más que evidente, incluso para él. Deseaba relajarse, pero no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar su hermano cuando entrase por la puerta. Con Dennis lo inesperado era la norma.
Oyó detenerse un coche y evitó levantarse de la silla e ir a la ventana para ver quién era. Deseaba que Dennis lo viera tranquilo y sosegado. Era importante que fuese él quien iniciase la conversación e intentara recuperar el amor y la amistad de su hermano, además de su lugar como cabeza de la familia. Dennis era lo suficientemente astuto como para arrebatárselo si era necesario, y él lo sabía mejor que nadie.
Vincent había perdonado, pero no olvidado. Dave se había disculpado en diversas ocasiones y también le había prometido a Patrick y Spider que mantendría controlado a Dennis, además de que restringiría sus movimientos en el futuro. El primer encuentro era de suma importancia, ya que tenía que hacerle entender a Dennis que tenía los días contados a menos que prometiera y demostrara que no se iba a inmiscuir en los negocios de nadie.
Era consciente de que Dennis no había hablado con la policía cuando le interrogó superficialmente. Al igual que él, pensaban que por fin había recibido lo merecido y probablemente sabrían qué es lo que había sucedido exactamente. Lo visitaron porque se habían visto obligados a ello, no porque quisieran resolver ningún delito. A Dennis lo odiaba todo el mundo en su entorno, por una razón o por otra.
Dennis había sido el cerebro en todos los negocios frustrados en los que habían invertido, había sido el instigador, el hombre que daba la cara, pero también había sido el que se había dedicado a señalar culpables cuando las cosas se iban al garete. A todos, menos a él mismo. Así había sido desde siempre: la culpa era de alguien, nunca de él.
lodos sus grandes sueños los había echado a perder. Estaban tiesos, humillados y en el mismo lugar de donde empezaron: bajo sueldo y con la obligación de demostrar que servían para algo más. Sus hermanos pequeños se habían quedado sin dinero y supo que tenía que ponerle fin a esa situación antes de que llegase demasiado lejos. Dave sabía que habían depositado su confianza en él y era consciente de que sabían que Dennis era el que había tenido la última palabra, el que había llevado las riendas de los negocios y las finanzas de la familia. Y él había permitido que eso ocurriera. Había escuchado las charlatanerías y los alardes de grandeza de su hermano y le había creído cuando éste le convenció de que eran lo suficientemente astutos y fuertes para pasar por alto a Brodie y Spider en el negocio de las drogas.
Sólo podía justificarse a sí mismo por lo que había hecho aludiendo a la locura. No tenía excusa para su comportamiento, salvo la ambición. Si hubiera sido otro el que hubiera estado en su lugar, se mofaría de él. La diferencia es que ahora se trataba de él y eso no le hacía ni la más mínima gracia. Especialmente porque ya podía oír a Dennis maldecir y gritar mientras salía del coche y recorría cojeando el sendero de grava.
Era, sin duda, la misión más difícil a la que se había enfrentado, y eso que había llevado a cabo muchas a lo largo de su vida.
Dennis entró en la habitación y, aunque había perdido algo de peso en el hospital, seguía siendo el más robusto de la familia. Su cara estaba más rígida que nunca y su cabeza afeitada dejaba ver los puntos que habían tenido que darle en la cabeza. Dennis tenía aspecto de haber sufrido un accidente aéreo y Dave estaba obligado a recordarle que él había sido el causante de semejante daño; es decir, de las profundas heridas que tenía en la cabeza y de los moratones que tenía en la cara y en los ojos.
Lo peor de todo es que, si era honesto consigo mismo, no podía decir que no había disfrutado a tope. De alguna manera, deseaba haber podido terminar el trabajo. Su vida, sin duda, sería mucho más sencilla. El nerviosismo se le había pasado repentinamente. Miró a su hermano con una sonrisa compungida y le dijo tranquilamente:
—¿Te encuentras bien, bravucón?
Patrick se encontraba en el club. Aún no había oscurecido y las chicas se estaban preparando para el espectáculo de la noche. Parecían como una bandada de pájaros piando y su excesivo maquillaje y sus atrevidos trajes contrastaban con el tiempo tormentoso que hacía fuera.
A Patrick Brodie le encantaba el West End cuando los días comenzaban a acortarse. Los turistas ya se habían marchado y, aunque las ventas habían descendido, le encantaba poder disfrutar del verdadero ambiente del Soho. Las noches como ésta le encantaba visitar los clubes, especialmente si las chicas se llevaban bien y no discutían por ridiculeces. Este club era el mayor de todos y lo había adquirido por una menudencia, ya que lo había tomado como pago de una enorme deuda de juego contraída por un hombre llamado Pierre Lamboutin. El nombre francés era un alias. Por qué había escogido uno tan largo era algo que Patrick desconocía. Se supone que los alias deben ser simples y sin demasiada gracia, con el fin de que la persona que los utiliza pase inadvertida. Ahora Pierre estaba más tieso que la mojama y el club ya era de su propiedad, y aunque no oficialmente, era el que más caja hacía en el Soho. Estar el primero de la lista no era nada sencillo, teniendo en consideración toda la competencia que se estaba abriendo por los alrededores. Sin embargo, había seguido los consejos de Lil y, como había tratado bien a las chicas, éstas le eran leales y llegaron al acuerdo de no subir a nadie a los reservados.
El club estaba situado en la calle Frith, una calle concurrida y comercial, pero no tanto como para atraer a los haraganes, conocidos también como los guerreros de fin de semana o mirones. Patrick sólo deseaba tener clientes que se gastaran unas cuantas libras y que no se pasaran la noche entera con una bebida mientras miraban a las strippers y magreaban a las anfitrionas entre actos. Él obligaba a que se pagara una costosa cuota de socio en la puerta, que garantizaba la separación entre hombres y muchachos. También garantizaba a los clientes cierto grado de respetabilidad. Era un club de verdad, con unos socios cuyas tarjetas de crédito decían sólo eso, lo que no levantaría sospechas si caían en manos de sus mujeres. El club de Lords Gentlemen's era conocido por todos en el West End y Patrick estaba orgulloso de su reputación y de su exquisita decoración. Mientras tomaba una copa en la barra vio que una de las chicas entraba en el vestíbulo. Era una mujer despampanante: alta, delgada y con piernas largas y bien moldeadas. Sin embargo, era su pelo lo que la hacía resaltar por encima de las otras chicas. Era de color caoba natural, le llegaba hasta la espalda y era sedoso y brillante como los que aparecen en los anuncios de champú. Le sonrió y él frunció el ceño. Su único defecto eran los dientes. Estaban ligeramente torcidos hacia delante y, aunque los tenía muy blancos, estropeaba la imagen de la perfección. Tenía los ojos color azul pálido y unas cejas muy bien arqueadas que le daban el aspecto de una estrella de cine. Patrick también descubrió que bebía como un cosaco y follaba más que una perra.
Por primera vez en años, Patrick estaba viendo a alguien con cierta frecuencia y sabía que se estaba jugando la cabeza si Lil lo descubría. Ella le podía perdonar que echara una canita al aire, pero si se enteraba que tenía una amante armaría la gorda. Jamás le permitiría que tuviese algo serio, que alguien le arrebatase el trono. Al igual que la mayoría de las mujeres, lo que más temía era que pudiera tener un hijo con otra que tuviera que relacionarse con su prole. Era impensable y él comprendía su punto de vista.
Cada vez que veía a Laura Dole se decía a sí mismo que sería la última vez, pero luego se veía de nuevo haciendo los debidos arreglos para poderla ver. Lo curioso es que ella no tenía un verdadero interés por él y él lo sabía. Para ella era como un cliente más. Por qué la encontraba tan fascinante era algo que no sabía, pero así era. Incluso la había alojado en uno de sus mejores pisos para poseerla siempre que quisiese y asegurarse de ese modo que allí no se vería con otros hombres.
Laura tenía diecinueve años y trabajaba como chica de alterne selecta. Le gustaba la vida nocturna, el dinero y no tenía el más mínimo reparo en irse a la cama con el tío más feo del mundo si le pagaba como es debido. La vida la había arrastrado a lo más bajo y consideraba a Patrick como una forma de ascender, aunque sólo fuese por un tiempo. Estaba segura de que él terminaría cansándose de ella, pero hasta entonces pensaba exprimirle todo lo que pudiera. Había adquirido algo de caché frente a las otras chicas a causa de su relación con Patrick y lo utilizaba hasta su más último extremo. Por ejemplo, se aseguraba de que la encargada del club sólo le mandase clientes con dinero y también que le dieran lo suyo. De hecho, algunas chicas pensaban que se le estaba subiendo un poco a la cabeza, pero a ella no parecía importarle lo que pensasen.
Patrick Brodie podía ser su pasaporte a la riqueza si sabía utilizar sus bazas, y ella no tenía el más mínimo reparo en usarlas para sus propios fines. Si lograba mantenerlo interesado, podría seguir manteniendo ese nivel y eso era importante para ella.
Por alguna razón, ella suscitaba su interés y tenía el presentimiento de que se debía a su escaso interés por él, salvo el de echar un polvo. Su frialdad le intrigaba y a ella eso le satisfacía. Disfrutaba practicando el sexo con él, pues era, sin duda, un experto, como ella era una experta haciendo creer a los hombres que eran los reyes del sexo.
Le pasó a ella un paquete pequeño y ella volvió a sonreír. Él siempre le daba un puñado de anfetas, ya que sabía que era algo esencial para las chicas del club. Eran siempre de muy buena calidad, mejor que la que se vendía en las calles.
Mientras charlaban vio que Spider y Cain subían a su oficina. Le dijo a Laura que se verían más tarde y subió tras ellos. Era su forma de decirle que no se enrollara con ninguno de los clientes. A él no le importaba que se acostara con otros hombres, pues, al fin y al cabo, era su trabajo. Sin embargo, no le gustaba mojarla después de otro. Le gustaba que tuviese el coñito limpio y aseado como el culito de un niño. Esto último era lo más importante.
La vio irse pavoneando hasta los asientos acolchados y él subió las escaleras para reunirse con sus socios, tenía la expresión adusta y la compostura de un hombre que espera tener que afrontar serios problemas muy pronto.
Trevor Renton era un jugador, y uno de una casta muy extraña, pues ganaba un buen dinero con ello. Ya fuera en las cartas, los caballos o los galgos, sabía cómo llevarse un buen pellizco. De vez en cuando perdía, por supuesto, ya que los caballos son impredecibles, y las cartas se reparten al azar y sólo puedes jugar con las que te dan. Sin embargo, sabía tirarse un farol. En una ocasión hizo una fortuna con una simple pareja de doses, obligando impasiblemente a que su oponente apostara más y más dinero y manteniéndose firme y seguro a pesar de llevar una mano de mierda. Les había dado a todos una lección y se hizo de una reputación en cuestión de días. Cuando se sentaba en una mesa para jugar lo trataban como si fuese un miembro de la realeza y, si perdía, perdía con gracia y pagaba sus deudas sin rechistar.
Aquella noche pensaba disputar una gran partida y se sentía muy excitado, aunque su rostro no denotaba tal inquietud. Había ganado un par de apuestas aquella tarde en los caballos y se sentía con ánimo para pasar una larga noche jugando al póquer. Le encantaba jugar, le encantaba derrotar a los favoritos y le encantaba la compañía de hombres con gustos afines a los suyos. También le entusiasmaba oír historias de otras partidas, a pesar de haberlas oído cientos de veces, siendo a menudo uno de los protagonistas de las mismas. En cuanto se sentó en su silla, sacó los puros, las llaves del coche y su cartera. Tenía un depósito con cincuenta de los grandes que le adeudaban los anfitriones. Los colocó al lado de su copa, se quitó la chaqueta, la colocó cuidadosamente encima del sofá, se aflojó la corbata y se remangó las mangas de la camisa. Sabía que, como buen jugador que era, debía asegurarse de que nunca le acusasen de hacer trampas, ya fuese en su cara o a sus espaldas, lo cual resultaba aún más vergonzante.
Algunos eran muy malos perdedores, especialmente cuando apostaban un dinero del que no disponían. Él, sin embargo, tenía crédito allá donde fuese, pues todo el mundo sabía que pagaba sus deudas a las pocas horas de contraerlas. Otros hombres no eran tan sensatos y trataban de recuperar un dinero que habían perdido para siempre. Intentaban recuperar sus pérdidas con dinero prestado, con dinero que luego deberían pagar a cualquier precio. Él los observaba sudar de miedo, beber para calmarse, y el alcohol que bebían gratuitamente les hacía perder el sentido y firmar pagarés por donde quiera que fuesen, tratando de volver a recuperar su vida normal y la de sus familias. Luego, cuando la noche se terminaba, observaba sus rostros al darse cuenta de que habían perdido todo cuanto poseían. Todo por lo que habían luchado se había desvanecido en cuestión de horas.
En otro lugar, una mujer y unos hijos desconocían que la vida que hasta entonces habían conocido se había terminado, que pronto se verían apresados en un mundo de acreedores y visitas nocturnas. Una pesadilla de tal magnitud que sus consecuencias se padecerían durante años. Las personas sabían que la ley no les obligaba a pagar las deudas contraídas en el juego, pues eran simples acuerdos entre caballeros, algo que se firma con un simple estrechón de manos. Por eso, su recuperación normalmente se llevaba a cabo por medio de la violencia y la intimidación. Los hombres que se habían jugado la vida se veían involucrados en una situación de la que resultaba muy difícil escapar. Las deudas hay que pagarlas; tan sencillo como eso. El dinero se prestaba con una sonrisa, pero se recuperaba con un bate tic béisbol. Trevor había visto situaciones como ésas en multitud de ocasiones y le deprimía ver que esos hombres carecían de autocontrol y respeto por sí mismos. Él tenía cuarenta años, llevaba jugando más de treinta y aún se mantenía indemne. No tenía cicatriz alguna y jamás había tenido un enfrentamiento por las cartas o por las apuestas. Trevor era un caballero y sabía que tenía una reputación que le permitía entrar en cualquier partida. También sabía que los más jóvenes deseaban enfrentarse a él con la esperanza de vencerle y ganarse un nombre dentro de ese mundo. Si eso sucedía, cosa muy extraña, les estrechaba la mano, les daba sugerencias y consejos y se hacían amigos de por vida. Él no tenía problemas con los ganadores, pues, al fin y al cabo, era un juego de oportunidades. Cualquiera podía ganar, y eso es precisamente lo que cada noche le provocaba tanta excitación. Se sentó tranquilamente a tomarse su Ginger Ale y esperó hasta que llegasen el resto de los jugadores. Estaba más que preparado para pasarse la noche jugando.
—Ya ha empezado a provocar desavenencias y hace tan sólo unos días que ha salido del hospital.
La voz de Cain estaba cargada de malicia y Patrick escuchó atentamente, como solía hacer siempre. Había aprendido hace mucho tiempo que si uno permanece callado, los demás llenan esos vacíos de silencio con más información de lo que al principio pensaban dar. Ahora se había convertido en una costumbre que le alegraba haber cultivado.
—¿Qué ha hecho ahora?
Mientras estaba en el hospital, Dennis atacó a un médico que estaba de turno, además de a un celador por no traerle el whisky que había pedido. Se había comportado como una persona detestable; es decir, como lo que era en realidad. Ahora estaba fuera y de nuevo funcionando, dispuesto además a causar toda clase trifulcas. Dennis pretendía que la gente no se olvidara de lo que era capaz de hacer. Aunque se había convertido en un tema de mofa dentro de algunos círculos, Brodie sabía que aún tenía suficientes agallas como para reírse en su cara.
—Ha empezado a ir de un lado para otro recogiendo algunas rentas que nos pertenecen. Al parecer, Dave no le ha explicado aún cómo está la situación y sigue pensando que tiene algún poder sobre nosotros. Le he dicho a mis muchachos que vayan a pedirle el dinero de buenas maneras, pero si les toca los cojones, lo van a cortar a pedacitos.
La voz de Spider sonaba fría y no admitía contradicciones. El, ciertamente, no sería quien se las pusiera. Dennis había estado largando por ahí y lo que había dicho de él no se podía calificar de agradable. Era cuestión de tiempo que alguien le cerrase la boca de una vez por todas, así que Patrick decidió sentarse tranquilamente y dejar que fuesen otros los que hiciesen el trabajo sucio. Sabía que Spider y Cain habían acudido a él para solicitar su permiso para quitarlo de en medio, por lo que se sentía agradecido.
—¿Qué puedo decir? Es más que justo. Es un auténtico capullo.
Spider y Cain se relajaron al escuchar la respuesta de Brodie. De hecho, es lo que esperaban oír. Sabían que Dave continuaba siendo uno de los empleados de Patrick, por eso consideraban justo solicitar su permiso, así no habría diferencias entre ellos.
—Acordaos de la fiesta de mi hijo. Traed a vuestro hijo y a quien queráis. Serán bien recibidos.
—Cojones, Pat. ¿Diez años tiene ya el chaval? ¡Qué rápido pasa el tiempo!
Patrick asintió.
—Ojala yo tuviera diez años y supiera todo lo que sé ahora.
Spider rió. Echó su enorme cabeza hacia atrás, recordándole a Patrick lo fuerte que era en todos los sentidos.
—Cuando yo tenía diez años, ya robaba coches con mi primo Delroy. ¿Te acuerdas de él, Pat? Lo mataron hace tres años en Kingston. Regresó a Jamaica y la palmó encima de una chavala.
Spider sacudió la cabeza, como si le resultase increíble.
—¿Encima de una chavala? Sólo a él se le ocurriría endiñarla encima de un chochete.
Miró a Cain y, con cierto orgullo y diversión en la voz, le dijo:
—Podía oler un coño a kilómetros y siempre estaba dispuesto a comérselo, al menos eso decía.
—A él no le dispararon. Murió con la picha fuera, Spider, murió de cansancio. Estuvo toda la noche follándose a Fanny Cradock. Era un tipo que se podía follar cualquier cosa. Nosotros escondíamos a nuestras abuelitas si lo veíamos cerca.
Cain y Spider se partían de risa. La tensión del ambiente había desaparecido y una vez más todos eran amigos.
Cain dio un buen sorbo a la bebida, se limpió la boca con la mano y dijo con picardía:
—Tú tampoco te quedas corto, Pat. Me parece haber oído algo acerca de una pelirroja más plana que una tabla que te trae loco. ¿Estás enamorado?
Patrick Brodie palideció ante la mirada de los dos hombres y su sorpresa fue tan grande que puso un gesto casi cómico. Cain se dio cuenta de inmediato que había dicho algo inapropiado. Spider lo miró, sin disimular su enfado y Patrick, por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir. Cain acababa de hacerle sentir como una vieja cotorra le había alertado de que se estaba hablando de él y que su nombre se estaba vinculando a una chica, no importaba quien fuese. Brodie era un hombre de familia, muy protector de su esposa y de sus hijos, y eso todo el mundo lo sabía.
Spider llenó los vasos mientras Patrick encendía un cigarrillo y ordenaba sus pensamientos.
Cain alargó los brazos suplicando:
—Era tan sólo una broma, Pat. No he querido en ningún momento ofenderte.
Cain recordó las historias que había oído acerca de Patrick. Muchos le habían comentado las torturas que habían padecido los que trataron de engañarle, la máquina de torturas que guardaba en un almacén de Silvertown. Spider le había comentado que había visto a Patrick electrocutar hombres desnudos, tipos muy duros, sin pestañear siquiera. Los había oído implorar por su vida mientras olían su piel quemada y él observaba cómo la corriente les pasaba por el cuerpo provocándoles espasmos en las piernas. Además, no podían gritar porque Patrick les metía cemento rápido en la boca para acallar sus gritos. Nadie le había plantado cara dos veces seguidas. Ésa era la razón por la que Dave estaba tan aterrorizado con la actitud de Dennis y por la que no deseaba perder su presente estatus. Y ésa era la razón por la que, en aquel momento, Cain lamentó no haber mantenido la boca cerrada.
Patrick era un ser anómalo. Era callado, retorcido, nadie sabía nunca qué estaba pensando o cuál sería su siguiente paso. Iba a misa con sus hijos, comulgaba todas las semanas y jamás había tenido la reputación de mujeriego. Los mujeriegos terminaban casi siempre cagando en la puerta de su casa, ésa era una frase que Patrick había repetido en multitud de ocasiones. Tenía razón después de todo y Spider y Cain lo sabían. Los mujeriegos terminan por destrozar a la familia. Se ven obligados a marcharse de casa, a tragarse el resentimiento que sienten sus hijos y los demás miembros de la familia para finalmente terminar en el mismo lugar donde empezaron. Terminaban con otra mujer y con otros hijos, de la misma edad que sus nietos y, cuando se les pasaba el entusiasmo, iban en busca de otra nueva. Patrick Brodie no deseaba tener el más mínimo contacto con tipos así, pues no sabían lo que era la lealtad a la familia, no sentían respeto por sus esposas, las madres de sus hijos, ni por los hijos que habían engendrado con esas esposas.
Lo que se decía de él eran sólo rumores, insinuaciones. Nadie hasta ahora lo había situado en la escena de un crimen y nadie lo haría jamás. Así de sencillo.
Cain había abierto la boca y le había dado algo en qué pensar. La chica era un inconveniente y Cain se lo había señalado.
—Tranquilo, muchacho, me has hecho un favor. ¿Se habla en serio de ello o son sólo rumores? O mejor todavía. ¿Quién te lo ha dicho?
Spider percibió el tono subyacente y amenazador en la voz de Patrick y deseó mandar al carajo a su hermano por su imprudencia al hablar.
Patrick dio por terminado el asunto. Por dentro, se sentía molesto, pues era muy gazmoño en lo que a su vida sexual se refiere. Sin embargo, Spider sabía que le preocupaba que alguno de sus empleados se lo mencionara a su esposa y que ella terminara por enterarse. Lil significaba todo en su vida y prefería morir antes de hacerle daño de cualquier manera.
El hecho de que hablasen de Laura le preocupaba, porque sabía que la madre de Dennis era amiga de Annie, la cual habría dado diez años de su vida por enterarse de una cosa así.
—Perdona, Brodie, pero fui yo quien abrió la boca. Te vi con la chica unas cuantas veces y me sorprendió. Nunca se te puede reprochar nada y Cain se ha pasado un poco. Sólo fue una broma, conversaciones entre hombres, tú ya sabes. No se volverá a hablar más del tema fuera de esta habitación, te lo prometo.
Patrick sonrió y Cain pudo ver la frialdad de sus ojos, esa frialdad de la que hasta entonces sólo había oído hablar. Vio de cerca al Patrick Brodie del que tantas cosas se habían dicho y se juró que jamás volvería a provocar la cólera del hombre que tenía sentado ante sí, relajado y en silencio.
—No te preocupes, Spider. Soy un gilipollas. Lo único que quiero saber es si lo sabe todo el mundo, si alguien se dedica a hablar de mí y de mi vida privada.
La frase finalizó en un grito y Patrick se levantó de un salto de la silla y cruzó la habitación en cuestión de segundos. Instintivamente, Cain se cubrió la cara para protegerse, ya que esperaba que lo atacase.
Patrick, sin embargo, se dirigió al mueble bar y cambió de actitud en unos instantes. Se rió en tono jovial y dijo:
—No me jodas, tío. Relájate, que no va a pasar nada. Resolveremos este asunto en unos segundos.
Spider miraba a su hermano, Patrick también. Cain no estaba seguro de a cuál de los dos debía vigilar más de cerca.
Laura entró en el piso de Bloomsbury a las dos y cuarto. La había llevado en coche un hombre llamado Clinton que, en ocasiones, hacía el papel de chofer de Patrick. Como de costumbre, se comportaba con su arrogancia habitual y obligó a Clinton a que se parase para comprar cigarrillos, cosa que tuvo que pagar de su bolsillo. Además, no dejó de decirle que condujese despacio porque estaba derramando la copa que se había traído servida del club.
Clinton la siguió hasta que entraron en el bloque de pisos. Laura podía oír su sosegada respiración a sus espaldas cuando giró la cabeza para mirar. Estaba colocada, pero lo suficientemente sobria para saber que algo no iba bien.
El piso estaba vacío, no tenía ni un mueble y ni tan siquiera cortinas. Lo habían vaciado por completo, salvo dos maletas y un neceser que estaban colocados en el centro del salón.
Laura se quedó pasmada, tratando de darse cuenta de lo que pasaba. Clinton, mientras tanto, cogía las maletas y empezaba a bajar las escaleras con ellas.
—¿Qué coño está pasando? —le gritó a Clinton cuando vio que se marchaba con ellas.
Habló como alma en pena, pues se dio cuenta de que su vida en Londres podía darse por concluida. Si Patrick Brodie quería que se marchase, no había otra opción posible.
Laura se rascaba los sesos pensando qué podía haber hecho mal para que Brodie reaccionara de esa forma, pero, por más que pensó en ello, no pudo acertar. Es posible que hubiera estado pavoneándose más de la cuenta, pero estaba segura de que eso no le importaba lo más mínimo a Brodie. Las lágrimas que le corrían por la mejilla tenían un sabor salado y estaban tibias. Oyó los pasos de alguien que subía por las escaleras y asumió que era Clinton, que venía para asegurarse de que se marchaba del piso.
El lugar estaba despojado de cualquier cosa que pudiera haberle pertenecido y se preguntó si ése sería el final de su vida. ¿La haría desaparecer? ¿Vendría alguien a matarla? Le invadió una oleada de terror al pensar cómo podía concluir su vida.
Clinton apagó las luces y dijo:
—Venga, vamos. No tenemos toda la noche.
Laura le miró. Ni las lágrimas, ni su aterrorizado rostro le causaron la más mínima impresión.
—Por favor, no me hagas daño...
Se echó sobre sus rodillas, le temblaban las piernas y el corazón le latía con tanta fuerza que retumbaba en sus oídos como un tambor.
Clinton era un hombre de baja estatura, con cara de ángel, como solía decir su madre, y de ligera complexión. Era sólo un recadero y un chofer, pero con eso se conformaba. Ahora empezaba a comprender lo que el miedo podía hacer. Estaba disfrutando, disfrutando de ver como Patrick la había puesto en su sitio. Era una puta con muchas expectativas, pero Patrick le había dado una orden y él estaba dispuesto a cumplirla al pie de la letra.
Miró a la chica durante un largo rato mientras sollozaba e imploraba por su vida.
—Por favor, Clinton, no me hagas daño.
Laura le imploraba con todas sus fuerzas. Los mocos le caían y pudo ver cómo le colgaban como dos velas mientras se arrastraba por el suelo, implorándole con sus hermosos ojos azules que no le hiciera daño.
—Levántate, jodida puta. Te espera un viaje muy largo esta noche. A partir de ahora serás la nueva chupapollas de un amigo de Patrick que vive en Manchester.
Luego se desabrochó la cremallera del pantalón y, con acento del norte, le dijo:
—Dame una chupada con esa boquita, cariño.
Cuando Laura le miró, vio con todo detalle lo que sería el resto de su vida. La ilusión de independencia que había ambicionado recientemente se había quedado reducida justo a eso: una mera ilusión. Dependería de hombres como ése durante el resto de su vida y terminaría tirada en la calle cuando se hiciese más vieja.
Clinton le había metido la polla en la boca y ella se estaba atragantando. Se daba cuenta de que estaba disfrutando de verla arrastrarse, que le estaba haciendo pagar por todos los comentarios sarcásticos y groseros que había aguantado de ella sólo porque era la querida de Patrick Brodie. Le estaba clavando las uñas en el cuero cabelludo y le movía la cabeza para darse placer, agarrándola por ese pelo tan bonito del que ella se vanagloriaba tanto. Cuando eyaculó en su boca, el sabor salado y tibio de su semen le dio arcadas.
Clinton la dejó tirada en el suelo, llorando en silencio mientras él se adecentaba un poco. Tenía el pene y la barriga manchados de su pintura de labios. Había disfrutado tanto que pensó que podría repetir, y eso pensaba hacer. De camino a Manchester aparcaría en algún café de camioneros y se la pondría de nuevo en sus rodillas. Iba a aprovechar esa oportunidad que la vida le había brindado. Sabía que no estaba a su altura y que ella no estaría con él aunque dispusiera de dinero para ello, por eso no estaba dispuesto a perder tan buena oportunidad.
—Dime por qué. ¿Qué le hecho a Pat para que me haga esto?
Laura hablaba en voz baja. Estaba acabada y él lo sabía. Lo peor de todo es que ella también.
—Ya no le sirves, querida, así que no te queda más remedio que largarte.
Se rió. Luego la cogió por el pelo y la levantó del suelo para empujarla contra la puerta, haciéndola casi caer por la fuerza que empleó. Cerró la puerta con el manojo de llaves que llevaba y se las metió en el bolsillo. Luego la condujo hasta el coche, dándole empujones en la espalda. Le dio con la puerta en las narices, con el propósito de que se diera cuenta de que ya estaba fuera de órbita, que era agua pasada.