Capítulo 7

—No le importas un comino y tú eres demasiado estúpida para darte cuenta.

Lil estaba embarazada de nuevo y en esta ocasión no lo llevaba nada bien. Se pasaba el día enferma y notaba que su cuerpo había dejado de pertenecerle. Estaba sumamente cansada, no podía retener nada y, lo peor de todo, no podía ni tan siquiera fumarse un cigarro o tomar una taza de té, su principal dieta durante los embarazos. Se daba cuenta de que su madre se estaba aprovechando de la situación, pero estaba tan enferma con el bebé que carecía de fuerzas para discutir con ella. Observó cómo Annie se arreglaba, con la espalda erguida por la indignación, y se sorprendió, como casi siempre, de que una persona pudiera contener tal odio en su interior sin llegar a explotar. Estaba decidida a que nada en la vida le amargase tanto como para convertirse en una persona tan infeliz y retorcida como Annie Diamond. No podía recordar ni una sola vez en que, al enterarse de que estaba embarazada, no pusiera mala cara. Luego, cuando la veía sonreír con sus nietos, especialmente con las gemelas, sentía un dolor inmenso. Seguía haciéndola sentir incómoda, poco querida, además de que debilitaba la estructura de la vida que su hija, ésa que tanto despreciaba, le proporcionaba. Una vida mucho mejor de la que hubiera podido soñar, pues Lil era bastante generosa con su madre y se aseguraba de que tuviera siempre unas cuantas libras en el bolsillo y que se le abonaran las facturas.

—Aún no ha llegado. Estará de putas, seguro. Puedo hasta imaginármelo. Me pregunto cómo es que aún no te ha pegado nada, especialmente en tu estado.

—Basta ya, madre. Llegará en pocos minutos y ya sabes que no soporta que andes por aquí, así que deja de dar la brasa.

El hecho de que Lil le hablara de esa manera a su madre demostraba hasta qué punto habían llegado las cosas con el paso de los años. Annie se tenía que andar con mucho tacto si quería tener algún acceso a la vida de su hija y su familia. Hasta Pat admitía que las gemelas le habían ablandado el corazón. Eran encantadoras y Annie, en contra de su voluntad, no pudo impedir quedarse prendada de ellas. Eran como dos muñecas y, cuando las veía correr para darle un abrazo, se derretía con el amor que emanaban y del que andaban más que sobradas. Lance sería siempre su niño mimado, pero también estaba prendada de las gemelas. Lil observaba cómo se ganaban el cariño de la mujer que ella amaba y despreciaba en igual medida.

Que a ella le gustaba provocar más peleas que a John Wayne porque Pat pasaba las noches fuera, lo sabía de sobra Lil. Como también sabía que a su madre le gustaba remover la basura, que deseaba que su matrimonio se rompiera, ya que si Pat no estuviera de por medio, tendría más poder sobre su hija y los niños. Pat odiaba a Annie y no lo ocultaba. Le insultaba en la cara y, para su sorpresa, no se lo tomaba a mal. Para ser justo con Patrick, hay que decir que, en ocasiones, resultaba muy gracioso y ocurrente.

Se mofaba de su suegra con tanta malicia que la gente que lo escuchaba no podía evitar romperse de risa.

Que su madre continuara viniendo le sorprendía enormemente, cualquier otra persona hace tiempo que se hubiera dado por vencida. Sin embargo, de alguna manera le agradaba, pues confiaba en su madre y ella siempre estaba agotada. Annie le hacía la vida más fácil y, en ocasiones, llegaba incluso a ser encantadora, siempre y cuando no estuvieran discutiendo acerca de su marido. Lil sabía que su padre andaba por detrás de alguna manera, pero lo aceptaba. Mientras se mantuviera a distancia, no le importaba un comino.

—Lo único que digo es que ya va siendo hora de que dejes de menospreciarte. Cuatro hijos y sigue pensando que es un adolescente.

Lil suspiró.

—Cierra el pico, ¿quieres? Pat está perfectamente y no haría nada que pudiera hacerme daño a mí o a los niños, así que déjalo en paz.

Esta vez su voz tenía un tono de advertencia y Annie se dio cuenta de que había llegado hasta donde podía llegar. Lil era muy protectora con su marido y, aunque estuviera en el club y ella se sintiera una mierda, no estaba dispuesta a escuchar más quejas.

—¿Dime entonces dónde está?

Annie siempre deseaba saber cuáles eran los movimientos de Pat, pero Lil rara vez se sentía en la necesidad de explicarle tal cosa. Había algo en Annie que provocaba que su hija no le dijera nada, por muy nimia que fuese la información. Hasta su padrastro mostraba un interés mórbido por lo que sucedía. Una vez más se preguntó por qué necesitaba tanto a su madre, si ella jamás le había mostrado ni el más mínimo signo de lealtad ni de cariño.

Annie Diamond la había tratado toda la vida con el mayor desdén, incluso siendo una niña, y aun así, sentía la necesidad de estar cerca de ella. Mientras observaba a su madre limpiar la encimera de la cocina y enjuagar los trapos, volvió a preguntarse los motivos que le impulsaban a retenerla a su lado después de haber soportado su desprecio toda la vida.

Los niños jugaban en el salón y sus voces llegaban hasta la cocina. Oía cómo Pat Junior les decía a sus hermanas que no armaran jaleo para no molestar a mamá. Estaba muy orgullosa de lo amable y generoso que era su hijo. Luego oyó a Lance responderle que se fuera al carajo y su voz le produjo tanta dentera como oír arañar una pizarra. Su voz le hizo estremecer y se dio cuenta de que su madre no era ajena a ello y que lo utilizaba en su contra. Tenía el mismo tono quejumbroso que su madre, el mismo deje nasal sin entonación ninguna, el mismo y constante zumbido que la sacaba de quicio en ocasiones, especialmente ahora que estaba embarazada de cinco meses y se sentía verdaderamente mal.

Deseaba sentir el mismo aprecio por su hijo menor, pero jamás lo consiguió y ahora ya era demasiado tarde. Fingía un amor que no sentía, y eso la hacía sentirse avergonzada. Sabía que, en parte, ésa era una de las razones por las que mantenía a su madre a su lado, aunque no se atrevía a admitirlo; especialmente delante de su marido, que adoraba a las gemelas y amaba a sus dos hijos apasionadamente.

—Empezarán a venir ambulancias, Pat, tú lo sabes.

Spider dijo aquellas palabras sin pasión alguna y Patrick supo que estaba en lo cierto. La situación se estaba haciendo insostenible para todos y el ambiente se estaba enrareciendo. De alguna manera, deseaba que saltara por los aires, así se acabaría de una vez por todas. Sería un asunto sangriento y vengativo, pero se le pondría fin de una vez por todas. Patrick notó el deseo en la voz de Spider y se dio cuenta de que estaba dispuesto a ponerle fin más tarde o más temprano.

Spider emanaba odio y cólera. Pertenecía, como Patrick, a la vieja escuela y estaba a punto de la aniquilación total. Patrick Brodie también se estaba dejando llevar por la excitación.

—No creo que tengamos que seguir aguantando más. Si compartimos con esta gente más cosas, ¿qué vendrá luego? ¿Los clubes, los bares, las paradas de taxis? ¿Qué más?

Patrick se encogió de hombros.

—Yo hablaré con Dave. El no es un gilipollas. Seguro que entiende lo seria que es la situación y le pondrá remedio.

Spider se pasó las largas manos por las trenzas, agitado.

—No creo que lo haga, Pat. Ahora es tan cabrón como los otros. Hace tan sólo una hora me ha preguntado que cuánto le iba a pagar, como si estuviera en su derecho, como si yo trabajara a su servicio. Ahora mismo están en el bar, comportándose como si fuera suyo y haciendo comentarios insidiosos. Es nuestro bar, nosotros lo compramos con todas las de la ley. Voy a joderlos, voy a jodérmelos a todos. Nadie me va dejar en ridículo delante de los demás.

Spider quería resolverlo de una vez y Pat sabía que estaba en su derecho, pero confiaba en poder solucionarlo de una forma amistosa. No quería ponerse del lado de nadie, pero si lo hacía, tenía que ser del lado de Spider, y tenía el presentimiento de que los hermanos Williams lo sabían. Estaban en deuda con él. Había vengado la muerte de su hermano y les había proporcionado una vida mejor de la que hubieran imaginado. Estaban haciendo un alarde de fuerza, eso era todo, por eso era preciso darles una lección. Y si así tenía que ser, disfrutaría siendo él quien la impartiera, pues estaban empezando a cabrearle y eso no era nada bueno.

Había que ponerlos en su lugar, eso era todo. Nadie en sus cabales robaría el negocio de otro, máxime si ése era el que lo había levantado desde el principio. Los hermanos Williams estaban tentando a la suerte y él lo sabía con tanta certeza que no quería ni admitirlo. Spider tenía motivos sobrados y honestos para quejarse de ellos. Pat también sabía que el motivo de disputa era el monopolio que poseía Spider del comercio de drogas en Londres; un monopolio que en su momento ellos despreciaron porque, en realidad, no habían querido trabajar con negros.

Los Williams jamás se pronunciaron a ese respecto, pero a él le resultó obvio desde el principio, por lo que también debía de haberse dado cuenta Spider, pues era una de las personas más astutas con las que se había topado en la vida.

Dave y sus hermanos eran tan sólo unos chulillos, sólo músculo y nada de cerebro. Si no hubiera sido por Pat, se tendrían que haber dedicado a cobrar deudas o a cometer asesinatos a sueldo. Cualquier idea ocurrente hubiera muerto desvalida en su cerebro y ahora tenían la osadía de causarle problemas cuando disfrutaban de una buena vida gracias a él. Spider y Pat habían hecho las conexiones necesarias, habían pagado y se habían quitado de en medio a todo aquel que se opuso a que ellos se instalaran allí y controlaran la mercancía. Pat no estaba dispuesto a compartir nada sólo para conservar a su lado a unos cuantos chulillos. Era ridículo pensarlo y los hermanos Williams habían tirado su estima por los suelos si imaginaron que podía ser así.

Sin él y sin Spider no eran nada. El había intentado que se metieran en el negocio, pero fue una pérdida de tiempo. Si ahora era necesario recordárselo, sabía que le correspondía a él hacerlo, ya que Spider y los hermanos Williams no congeniaban demasiado bien. Por ese motivo estaba dispuesto a resolver ese asunto él solo.

Lisa Callard se sentía cansada y, mientras se ponía su ropa interior, intentó dibujar un bostezo. Era una mujer delgada, con un cuerpo un tanto masculino y un corte de pelo que le daba el aspecto de un elfo muy bello. Tenía los pechos pequeños y un culo apretado que hacía que los hombres la mirasen dos veces. Estaba lo suficientemente buena como para estar sólo con hombres que pudieran darle un buen puñado de libras o que le dieran una buena reputación. Puesto que Dennis Williams podían darle ambas cosas, estaba más que contenta de darle carta blanca sobre su adolescente cuerpo. Desde muy jovencita se había percatado del poder que la juventud tiene sobre los hombres y, desde entonces, la había explotado al máximo. Su madre había malgastado su juventud prestándole demasiadas atenciones al chulo de putas de su padre, por lo que Lisa se propuso que la píldora y el abrirse de piernas le proporcionarían lo que su madre nunca había tenido: unas cuantas libras en la hucha, un bonito coche y tranquilidad de espíritu. Que estuviera viendo también a Cain no estaba dentro de sus planes, aunque sabía que era parte de su encanto, al menos en lo que respecta a Dennis.

Dave y Dennis Williams miraron vagamente a Lisa. En realidad era sólo una niña, pero era una chavala apreciada por todos. Anteriormente, Dave había entrado en su dormitorio y se sentó tranquilamente en la mecedora que su madre le había comprado en Portobello Road, viendo cómo su hermano terminaba de follársela. Después de ponerse la falda, Lisa preguntó:

—¿Quieres que me quede?

Dennis negó con la cabeza, se agachó para coger los pantalones que estaban al pie de la cama, sacó un fajo de dinero del bolsillo y se lo dio. Después de besarle cariñosamente, Lisa cogió el resto de su ropa y salió de la habitación. En la puerta casi tropieza con Doris Williams, que llevaba en la mano una bandeja con té y galletas.

—Te marchas, corazón.

Era una afirmación, no una pregunta. Doris dejó ruidosamente la bandeja encima de una pequeña cómoda y sus hijos la miraron con aire desconfiado. Luego miró a Dave, con los ojos fríos como el hielo y le preguntó:

—¿Tienes mi dinero?

Dave suspiró.

—Déjalo ya, madre. Ya sabes que no me preocupa lo más mínimo ese gilipollas. Dile que pague sus deudas con su propio dinero.

Esas palabras tenían un sentido que cualquiera habría comprendido, salvo su madre, que no estaba dispuesta a darse por vencida.

—¿No me podéis dar un par de los grandes entre los dos?

Se sentó encima de la desecha cama, cogió el paquete de cigarrillos de Dennis y encendió uno tan deliberadamente lento que les dio a entender a sus hijos que estaba dispuesta a pasarse allí la noche insistiendo. Doris Williams era una luchadora, lo había sido y lo seguiría siendo siempre. Desde que su marido murió dos años antes, había estado con diversos hombres, hombres que sus hijos consideraban chulos o auténticos chulos, según. Nadie ocuparía el lugar de su padre y ella respetaba esa decisión, pero ahora había conocido lo que significaba tener un poco de libertad y eso le agradaba tanto que no estaba dispuesta a perderla, ni tan siquiera por sus hijos.

Su último ligue era un jugador diez años más joven que ella, con el pelo largo y moreno, los ojos azules y tristes y una polla enorme. Le había dedicado todo su tiempo a su marido y ahora se estaba divirtiendo un poco. A pesar de que sus hijos conocían de sobra la vida que había llevado junto a su padre, aún creían que era demasiado vieja y demasiado estúpida como para saber lo que quería.

—Y no empecéis a echarme los sermones de siempre, no estoy de humor para nada —dijo—. Me gusta ese tío y, tanto él como yo, estamos probando suerte en las apuestas. Aceptadlo de una vez. Tanto uno como otro me debéis mucho.

Era cierta aquella afirmación. Además, era de las que siempre hablaba haciendo afirmaciones. Era una mujer muy dramática, con tendencia a ponerse trajes muy llamativos y faldas muy ajustadas. Ellos sabían que estaba en lo cierto, pero aún así era su madre y se estaba poniendo en evidencia.

—Sólo quiero lo que es mío, eso es todo.

Dennis estaba tapado con la manta. Deseaba levantarse porque necesitaba ir al cuarto de baño, pero la presencia de su madre sentada en la cama se lo impedía.

—Os conozco muy bien, muchachos, y más vale que lo recordéis. Siempre me puse entre vuestro padre y vosotros cuando os pegaba y fui yo quien se llevó los palos. En muchas ocasiones me he confabulado con vosotros para protegeros, y estoy segura de que tarde o temprano os proveeré de alguna coartada. Sólo estoy pidiendo que me dejéis vivir un poco.

Bajo la luz de la desnuda bombilla, Dave pudo ver las cicatrices que tenía alrededor de la boca causadas por los puños de su padre, los surcos alrededor de los ojos que todos habían contribuido a que fuesen cada día más profundos, así como la pesada capa de maquillaje que se había puesto encima de los párpados y que su padre se la quitaría con un cepillo de alambres si estuviese vivo. Estaba viviendo una segunda juventud y, si había que ser justos, muy bien merecida. Se había pasado la vida encadenada a esa casa durante todo su matrimonio. Su marido siempre tuvo las manos muy largas, y más aún, la correa. Sin embargo, estaba gastando más dinero de la cuenta y, en ese momento, no estaban tan boyantes como la gente pensaba. Vivían bien, gastaban mucho, ganaban una pasta considerable, pero el dinero volaba con tanta prisa como venía.

Dave también había tomado algunas decisiones erróneas en asuntos de negocios durante el último año y había perdido una considerable cantidad con el hachís. El problema con la hierba y el chocolate estribaba en que el dinero había que pagarlo por adelantado, y si la mercancía no llegaba a su destino, entonces se perdía toda la inversión inicial. La policía les había estado esperando cuando llegaban los tres últimos alijos, dos por avión y uno por el estuario del Támesis. No había sido culpa de nadie, a pesar de que el cabrón de Spider seguía teniendo cannabis a mansalva y los hermanos Williams empezaban a cuestionarse por qué a él nunca se la apresaban. Dave, en su interior, sabía que aquellas acusaciones no sólo eran injustas, sino una completa mentira.

Spider lo tenía bien montado desde hacía ya tiempo, mucho antes de que ellos decidieran meterse en ese negocio. La hierba que traía Spider llegaba directamente a los muelles, y era de muy buena calidad. La que conseguían ellos, en cambio, era de muy baja calidad y tenía más cañamones que el buche de un canario. La verdad es que las cosas no le habían salido nada bien y, si no buscaba a Patrick Brodie y le preguntaba si podía participar, las perspectivas no eran nada halagüeñas.

Darse cuenta que sólo formaban parte de su mano de obra les molestaba más de lo que se atrevían a admitir. Al parecer la verdad hiere y que Spider se hubiera convertido en el ojo derecho de Patrick no sólo había sido observado, sino reconocido por todos.

En realidad, se habían puesto en evidencia por la mezcla tan variopinta que en realidad eran y, si no conseguían pronto una fuente de ingresos, se arruinarían.

Dave había perdido más de doscientos de los grandes en los últimos diez meses, y sus hermanos habían perdido más o menos la misma cantidad entre todos ellos. Aquello suponía un montón de dinero. Dinero que ya no verían nunca más, dinero que no estaba en situación de poder recuperarlo en un futuro cercano. Estaban todos sin un centavo en el bolsillo y empezaban a sentir pánico, pues debían dinero por todo el Smoke y sabían que sólo era cuestión de tiempo que los acreedores empezaran a chivarse a Patrick.

Empezaron a barajar la posibilidad de asaltar un banco. El problema era que para ello necesitaban a Patrick, quien se encargaría de dirigirlo, y luego le tendrían que dar un pellizco de lo que pillaran.

—Te daré tu dinero, madre, pero no lo gastes tan puñeteramente pronto esta vez, ¿de acuerdo?

Doris asintió; la conversación se había acabado.

—¿Alguien quiere un sándwich de beicon? —preguntó.

—Annie, tengo un trabajo a media jornada para ti: merodear alrededor de unas casas de mierda.

Pat Junior y Lance se echaron a reír. Siempre les hacía mucha gracia escuchar a su padre hablarle de esa manera a la abuela. Las niñas, arrellanadas en los brazos de su padre, también se echaron a reír al ver a los demás.

Annie dibujó la sonrisa de mártir que siempre le sacaba su amado yerno.

—¡Bájate de la cruz, mujer, que necesitamos leña!

Lil sonrió también y Pat la miró fijamente durante unos segundos antes de decir:

—¿Te encuentras bien o quieres que llame al matasanos?

Lil negó con la cabeza y Pat le miró a los ojos. Él sentía adoración por ella y últimamente estaba muy preocupado por su último embarazo. No parecía llevarlo bien esta vez y tenía muy mal aspecto; hasta su bonito y espeso pelo se había debilitado.

—Estoy bien, pero me apetece un té.

Pat miró a los niños y gritó con fuerza:

—¡Atila, el rey de los Hunos, lo preparará!

Pat se sentó al lado de Lil y la estrechó entre sus brazos.

—Pareces muy cansada, mi niña.

—Un poco. Mira que dos niñas tan bonitas tienes.

Lil siempre cambiaba de tema cuando se hablaba de su aspecto o de lo cansada que se sentía. Seguía recopilando las rentas de su marido y trasmitía los mensajes a los que estaban en prisión cuando la necesidad lo requería. No quería que Pat creyera que se sentía abatida, a pesar de lo débil que se encontraba recientemente. Deseaba que siguiera contando y confiando en ella. Lil sabía tanto de los negocios como él y no le agradaba sentirse apartada, aunque sólo fuera un intento de obligarla a descansar.

—Mi par de hermosuras —dijo Pat sonriendo una vez más.

Estaba envejeciendo rápidamente, pero aún podía sentir deseo cuando él la miraba fijamente. Sonrió también, sus dientes perfectos y blancos haciendo juego con su pálido rostro.

—Las niñas te miran con un amor tan grande, Pat.

Él abrió las manos haciendo un gesto de comprensión.

—Todas las mujeres me miran de ese modo —respondió con arrogancia.

Luego, aunque ya un poco tarde, se dio cuenta de que ella le miraba con un poco de recelo. Vio el temor y la soledad que emanaba de ella, la tristeza que su estúpido comentario había provocado y maldijo a las mujeres por su retorcida forma de ser.

—Sólo era una broma, amor mío.

Escenas como ésa se habían repetido muy frecuentemente en los últimos tiempos y empezaba a cansarle. Tenía demasiadas cosas en la cabeza como para que ella se cabrease por gilipolleces.

—¿Por qué te pones así, Lil? Ha sido sólo una broma. Mira la cara de los niños.

Lil vio la exasperación en sus ojos y la preocupante mirada de sus hijos. Ya eran suficientemente mayores como para darse cuenta de todo y eso no era nada bueno. Sabía que era culpa suya, culpa de ese sentimiento de preocupación que la embargaba cuando pensaba que Pat podía ser encarcelado o desapareciera con una chica más joven. Esa era su mayor preocupación, ya que según decía un proverbio muy antiguo, si un hombre está en chirona, al menos sabes dónde está. Ahora se daba cuenta de lo muy cierto que era eso.

—¿Por qué no vais a jugar arriba? Mamá está muy cansada —le dijo a los niños.

Pat y Lance cogieron en brazos a sus hermanas y salieron del cálido salón sin rechistar. Annie tenía la oreja puesta, de eso estaba segura Lil, tratando de escuchar lo que hablaban entre ellos.

—Lo siento, Pat. Soy tan brusca a veces.

El la estrechó una vez más entre sus brazos y ella percibió su olor a cigarrillos y perfume barato.

—Esto se tiene que acabar de una vez, Lil. Tú eres mi chica y siempre lo serás. Eres la madre de mis hijos, por lo que más quieras.

Su voz sonaba seria y deseó con todas sus ganas poder creerle, pero le conocía mejor que él a sí mismo. Dibujó una sonrisa y dijo:

—Estoy hecha una vaca, así que no me hagas caso. Son mis hormonas las que están hablando.

—Pues hablan como tu puñetera madre —respondió Pat acercando su rostro para besarla en la boca.

—Tú eres mi esposa y lo eres todo para mí. Si estoy fuera es porque tengo que alimentaros a todos vosotros.

Lil asintió de nuevo y él pudo percibir de nuevo el amor que profesaba por ella. ¿Por qué no podía creer que, aunque la barriga le llegase hasta las rodillas, para él, cuando estaba más hermosa, era cuando la veía embarazada? Ahora eso se había acabado. Ya había tenido suficientes hijos con ella. Ahora se enfrentaba a la inevitable tarea de tener que decirle que aquella noche también tenía que salir.

Y la preciosidad con la que había quedado se iba a derretir del polvo que pensaba echarle en el asiento trasero del mini.

Cain y Spider estaban bastante colocados y, cuando se hizo más de noche, encendieron la tele y se pusieron a verla hasta que llegasen los encargados de recoger la mercancía. Ellos vendían cualquier cantidad superior a los setenta gramos. No importaba que fuese hierba o anfetas; el caso es que querían saber quién había entrado nuevo en el juego y encontrar sus conexiones. Se habían ganado un punto frente a los hermanos Williams ahora que ya no interferían en sus negocios. Tenían una buena relación con la gente que trataban y cualquier cara nueva tenía que traer al menos las referencias de dos de sus traficantes de confianza. Especialmente si se trataba de blancos.

Los skin heads fumaban caballo a mansalva, al igual que los jóvenes blancos de la clase media. Se estaba convirtiendo en la droga de moda. Al abrirse tantos pubs en la zona de Smoke y Home Counties con el nacimiento de la música de los setenta, las anfetas empezaron a cobrar fuerza. Las anfetas se vendían bien, pero sin duda la droga preferida era el polvo blanco.

1976 fue el año en que los punkis, desesperados por pasar despiertos la noche entera, empezaron a esnifar. Eran unos tipos groseros a los que les encantaban los blues que duraban días enteros y llevaban siempre ese corte de pelo tan asimétrico. Vender anfetas era como imprimir dinero, por eso cambiaban de piso cada pocos meses. Si no se llamaba la atención, no habría problemas. A eso de las cinco de la mañana tendrían ochenta de los grandes en la habitación y eso era una tentación para cualquiera, incluyendo la gente con la que trataban a diario.

Ese casa era nueva y habían tratado de hacerla habitable. Por ese motivo, habían puesto la tele y el confortable sofá. Era una propiedad bastante grande, situada en Clapham y se alquilaba por habitaciones. Aquel lugar apestaba a comida de cabra y a sudor, y había gente entrando y saliendo a todas horas del día y de la noche, lo cual era una ventaja a su parecer. La habían alquilado a través de una inmobiliaria que celebraba su reunión anual en Jamaica. Cuando Hacienda averiguase quién había alquilado verdaderamente la propiedad, ellos ya estarían retirados y viviendo en la Bahía de Montego.

En general, era una buena casa y valía la pena pagar unas libras de más por ella. Estaba llena de hombres negros y chicas blancas, la música sonaba a todas horas y no era distinta a las demás.

Se sentían seguros y a salvo, por eso sólo tenían un par de pistolas, ambas del ejército. Una de ellas era una pistola del treinta y ocho y la otra del cuarenta y cinco, capaces ambas de hacer mucho daño y lo suficientemente pequeñas como para poder llevarlas escondidas en la cintura. Sin embargo, no estaban preocupados por su seguridad; más bien todo lo contrario, se sentían excesivamente seguros de sí mismos. En la puerta, en un Ford Zodiac, había tres rastas que aún no habían comprendido el hermoso mensaje de su religión y que estaban dispuestos a matar a su propia madre si intentaban dar un paso en falso.

Habían cronometrado también a Dennis Williams y a su pequeña banda cuando llegaron en coche diez minutos antes. Dennis los había mirado con desprecio, como si estuvieran impregnados de mierda y los rastas se habían percatado de ello. Había que darle al contrincante un sentimiento falso de seguridad, ése era su lema. Cualquiera que escuchase música como la que escribía ese de Ballroom Blitz se merecía lo que le pasase. Los rastas tenían pistolas y machetes, y estaban dispuestos a cualquier cosa que le propusiesen los blancos. De hecho, ardían en deseos de un enfrentamiento: dividiría a los hombres de los chicos blancos de una vez por todas.

Dennis estaba dormido. Había estado bebiendo más de la cuenta durante todo el día y estaba loco por pelearse con cualquiera. Los rastas que antes había visto metidos en el coche le habían provocado ganas de tener una confrontación y fue su hermano pequeño, Ricky, quien impidió que algo ocurriera mientras los llevaba en el coche hasta el bar.

—Tranquilízate, por lo que más quieras.

Ricky era un poco tozudo, no tan alto como sus hermanos, pero muy astuto y con un carácter muy brusco. Sin embargo, era lo suficientemente sensato como para saber que Dave se comería sus huevos de desayuno si se enteraba de que algo había pasado sin que él diera su visto bueno. Dave seguía lamiéndole el culo a Brodie y, por mucho que le molestase, seguía siendo la voz cantante de la familia. Por eso Ricky le respetaba.

Sabía que Dave estaba tratando de contener la situación para que no explotara, pero también empezaba a observar por qué los otros salían tan mal parados. Los negros se estaban quedando con todo y, por mucho que se dijera que los hermanos Williams habían perdido la oportunidad, el caso es que se habían convertido en unas meras marionetas.

Ricky acababa de ver a uno de sus últimos contactos en el club y necesitaba algo de dinero para poder pagar el nuevo envío. Por tanto, resultaba muy serio para él encontrarse sin un centavo. Cuando aparcó el coche a las puertas de Beckton Ricky ya estaba protestando por la pelea que había evitado.

Les llevó cinco minutos a Bernie y Dave lograr que Dennis entrara en el bar, en parte porque había tres chicas en la puerta que estaban haciendo los deberes de la escuela. Llevaban unas faldas más cortas que las mangas de un chaleco.

—Vamos, niñas, enseñadnos la tetitas.

Las chicas se escandalizaron, aunque también se sintieron emocionadas. Se sintieron más aliviadas cuando los otros hombres lograron que Dennis entrase en el bar.

Los hermanos se dirigieron a la trastienda, saludando por el camino a todos los que reconocían. Dave miró a su alrededor y empujaba a Dennis como si estuviera protegiéndolo y llevándolo a un lugar seguro. El bar estaba atestado, como de costumbre, y la mayoría de la clientela estaba constituida por socios. Observó que no harían una gran caja en el bar, pues habían metido la pata el día de la inauguración, cuando ofrecieron una bebida gratuita a la gente. Ahora los clientes lo daban por hecho, por lo que estaba resultando difícil obtener beneficios. Incluso robar al por mayor estaba fuera de toda cuestión, pues se suponía que ellos estaban muy por encima de esas minucias de mierda.

Ya sólo esperaba que la cita que tenía con Patrick esa tarde trajera alguna solución al problema. Habían buscado dinero en todos los escondites donde lo guardaban pero apenas quedaba nada. Trabajaban para Patrick Brodie y, por mucho que sus hermanos intentaran ponerle en contra suya, Dave tenía que recordarles que Patrick Brodie era un tipo al que no era fácil joder. Quizás era mejor presentarse limpiamente, hablarle honestamente acerca de la situación. No era una vergüenza perder dinero cuando se trataba de hierba. La pasma siempre aparecía de por medio y era un riesgo que corrían todos. Siempre que se invertía cabía la posibilidad de ganar unos buenos beneficios con la inversión o perderlo todo. Al fin y al cabo, no era un negocio legal, aunque ellos habían perdido más que la mayoría y ahora resultaba un tanto engorroso presentarte ante el hombre del que dependías para decirle que estaban hundidos por completo. Al igual que Spider y sus compinches, Pat se estaba forrando. Ellos eran sólo unos mequetrefes y eso era lo que les hacía sentirse muy mal.

Eran aficionados y todo el prestigio que tenían se lo debían a que Patrick Brodie era su jefe. Había sido una lección difícil de aprender para ellos y, como de costumbre, se veía en la obligación de resolverlo todo sin la ayuda de sus hermanos.

Dennis se dejó caer en el sillón que estaba al lado de la entrada a la trastienda. Bernie se sentó a su lado y el pequeño Ricky se dirigió hasta el bar para traer unas copas. Charlaron y bebieron hasta que Dennis se tranquilizó lo suficiente como para recuperar la sensatez. Aún estaba pálido, pero las pastillas que le había dado Ricky empezaban a hacer su efecto. Se le estaba yendo el coco recientemente y las pastillas azules que se había tomado le hacían sentir la boca seca y le ponían muy paranoico, nada bueno en el caso de Dennis. Era un hombre violento por naturaleza y, cuando combinaba el alcohol con los narcóticos, se convertía en una persona muy difícil de controlar.

Mientras esperaban a que llegasen los demás, Dennis oyó la voz estridente de su primo, Vincent Williams. Vincent y Dennis habían sido rivales desde que eran muy jóvenes. Tenían la misma estructura y un parecido tremendo, pero eran antagonistas por naturaleza.

Ahora que Vincent se había metido en el negocio con Brodie y Spider la relación se había enfriado incluso más. Dennis lo consideraba un traidor. No comprendía que eso le convenía a Vincent, que se ganaba unas buenas libras limpiamente y con protección. Tan sólo veía cómo se ganaba el dinero y, lo que es peor, cómo lo empleaba debidamente. En la familia bromeaban diciendo que la cartera de Vincent estaba tan bien cerrada que hasta la reina tuvo que asistir a su apertura. Sin embargo, no era cierto. Vincent no era tacaño, sino astuto hasta la médula. No soportaba a los parásitos y siempre decía que no había razón para gastar dinero si no era para ganar más. Dave y los demás hermanos le adoraban, pero Dennis siempre tuvo problemas con él y, desgraciadamente, el sentimiento era mutuo.

Si se trataba de comparar a uno con otro, obviamente Vincent había sido mucho más sabio con el dinero. Vincent bebía con moderación y jamás tomaba drogas. Tenía dos hijos encantadores, una mujer con un culo por el que merecía morir y una casa estilo Tudor en Essex. Vincent se había hecho rico con las carreras de caballos. Era un jugador profesional que tenía apuestas en todos lados y solía ofrecer un punto o dos más que las casas de apuestas legales. Disponía de una amplia gama de clientes, todos personas deseosas de gastar dinero sin que le hicieran demasiadas preguntas acerca de su procedencia.

Vincent siempre pagaba su copa. Jamás esperaba nada de nadie, ni de su familia. Saludaba a todos los presentes con su habitual camaradería cuando Dennis salió como una bala de la trastienda y lo atacó con un trozo de tubería que siempre llevaba con él.

Cuando Vincent cayó al suelo, Dave y Ricky agarraron a Dennis y lo sacaron fuera. Reinaba el silencio en el establecimiento y Dave miró a ese cúmulo de rostros conocidos: chulos de putas y parásitos que bebían gratuitamente y esperaban con el aliento contenido a que comenzase el cabaret. No había ni un verdadero colega en todo el recinto, ni tan siquiera su hermano conocía a nadie con el que proponer uno de sus brindis por el éxito y la buena suerte.

Dave no había aprendido nada de Patrick Brodie en todos esos años, pero fue como si alguien prendiese una luz en su cerebro. Se estaba viendo con suma claridad a sí mismo y lo que había logrado le resultaba tan enriquecedor como terrorífico. Una sala llena de gilipollas sin un duro en el bolsillo no auguraba ninguna paz de espíritu, ni la seguridad de sus hermanos. Ese mobiliario tan estropeado, ese montón de camareras viejas y esa atmósfera tan viciada por el tabaco le mostró la realidad de lo que había sucedido con lo que, en una época, fue un joven prometedor.

Vincent estaba de rodillas, sangraba profusamente por la cabeza y trataba de apoyarse en la barra para levantarse. Estaba conmocionado, pero aun así Dave se dio cuenta de que la cólera le estaba dominando. Cogió la barra de metal del suelo, del mismo lugar donde la había dejado tirada Dennis, y arremetió a golpes contra su hermano. Nadie intentó detenerlo, ni tan siquiera Ricky, y eso dio mucho que hablar.