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Catulo y yo lo habíamos complicado mucho todo, demasiado. En lugar de retener la felicidad, la desperdiciamos con rencores y peleas, hasta que se desvaneció.

Catulo deseaba un amor total, grandioso como el Ganges, impetuoso como el océano; yo, un amor ligero, tenue y fresco como un manantial. Él quería hacer de la pasión su vida, del sentimiento el estandarte que alumbrara su poesía, la marca que la distinguiría a lo largo de los siglos; yo deseaba seguir siendo libre, aun concediéndole un espacio secreto, nuestro, al margen de la vida.

Nos equivocábamos los dos. Porque el amor no es como uno quiere, es como es: no puede exigirse ni contenerse. El amor es como un árbol que hunde sus raíces húmedas y profundas en la tierra y que, a la vez, tiende las ramas a la inmensidad del cielo. Hay que aceptarlo todo, tanto sus raíces oscuras como sus hojas abiertas al sol. Hay que dejarlo crecer como una planta, sin límites, gozando de su sombra y de la belleza de sus flores, conscientes de que en cualquier momento podría arrancarlo una tempestad, abatirlo un rayo, carcomerlo los parásitos o debilitarlo el tiempo. Pero la vulnerabilidad que esconde tras la apariencia majestuosa no debe asustarnos, todo lo contrario. Su fragilidad lo vuelve valioso e invita a vivir cada momento como si fuese el último.

El amor verdadero no es ni la pasión destructiva contra la cual nos advierte Lucrecio ni el juego complaciente de los libertinos. Es la entrega simple, sin condiciones, sincera y valiente, de uno mismo. Como el de Bucco y Lucana, felices incluso si su destino fue la muerte.