11
Lo volví a encontrar cuando ya me había resignado a no verlo nunca más. Una mañana, saliendo del tribunal al que había acudido para declarar en uno de los juicios promovidos por los enemigos de mi hermano, sentí su mirada clavada en mí. Me di la vuelta. A pocos pasos, casi oculto en la hornacina de una estatua, estaba Catulo. Al lado del pomposo héroe de mármol parecía aún más frágil.
La puerta secreta se abrió, y del pozo subió una ráfaga caliente y luminosa que tiñó el musgo de verde esmeralda e hizo florecer y germinar las semillas que permanecían aletargadas en los recovecos más escondidos.
—¡Catulo! ¡Eres… tú! —exclamé con voz temblorosa.
Presa de una alegría incontenible, me pregunté cómo había podido vivir sin aquella dicha. Lo que había definido como serenidad no era más que una imitación de la muerte. La verdadera vida, la única, era la que estaba viviendo en ese momento, la que hacía brillar mis ojos. Y los suyos que, como aquella primera vez en el teatro, parecían decir: «Para mí solo existes tú».
«¡Qué lástima —pensé—, ir vestida con estas ropas austeras apropiadas para el tribunal! ¡Si al menos me hubiese puesto los pendientes de piedra de luna para dar luminosidad a mi rostro…!».
Pero a Catulo no le importaban mis ropas: me miraba sin pronunciar una sola palabra, con los ojos brillantes, no sé si por la alegría o por el llanto.
Me precipité a su encuentro. Me acerqué hasta que sentí el calor de su cuerpo, el olor de su piel, que aspiré a fondo. Por fin estaba donde tenía que estar, en mi verdadera casa.
—Lesbia —murmuró.
Le acaricié la mejilla con la palma de la mano, como la primera vez. Bajé por el cuello hasta el pecho y rocé la cicatriz, cuyo origen nunca llegaría a conocer. Él también me acarició los hombros, rozándome el pecho con la punta de los dedos. Aunque ya no lo llevaba libre como antes, sino que utilizaba una venda para que pareciese más firme, a su tacto el pezón despuntó. Por él me habría dejado ver desnuda allí mismo, a plena luz, sin avergonzarme de la piel flácida de mi cuerpo. Sabía muy bien que para él era y sería siempre hermosa, no solo en el otoño, sino incluso en el pleno invierno de mi vida.
Cuando me acerqué, los ojos se le dilataron, y el azul se convirtió en un abismo en el que me hundí.
Pero al besarlo noté en su boca un sabor diferente: a sus labios afloraba el sabor de la muerte.
Cegada por la felicidad, no había prestado atención a las señales de la enfermedad que se había apoderado de él. Estaba más delgado que nunca; tenía ojeras muy oscuras; y las mejillas, demacradas y palidísimas, manchadas por dos círculos rojizos, síntoma inequívoco de fiebre. Un ser a punto de apagarse que a pesar de su enfermedad se había arrastrado hasta el tribunal para verme.
Lo abracé con fuerza, haciéndole daño quizá, para infundir a su cuerpo un poco de mi excelente salud. Y de mi amor. Pero su cuerpo extenuado permanecía inmóvil, como una cáscara vacía.
Lo único que brillaba con vida eran sus ojos, y no dejaba de mirarme, como si quisiera saciarse de mí antes de caer en la oscuridad.
—Catulo, amor mío… —Le cogí la mano—. Estás enfermo, pero te curarás. —Negó con la cabeza, como diciendo: «Es demasiado tarde»—. ¡Te lo ruego, créeme! Eres joven, ni siquiera has cumplido los treinta… ¡Haré que te vean los mejores médicos! ¡Yo misma me ocuparé de ti! —Sacudió la cabeza otra vez, como si no le importase—. ¡No creo que te dé igual, Catulo! ¡Tú amas la vida! —Permaneció inmóvil y silencioso—. ¿Te acuerdas de Bayas? ¡Del sol, del mar… las cerezas! Mañana mismo volveremos juntos. Allí hace calor y el aire es perfumado. El sol te sanará. Buscaré las recetas de Lucana, y el vino de carlina… ¡Te encantaba! —Esbozó una débil sonrisa—. ¿Te acuerdas de la salvia que todo lo cura? —dije.
—Sí. —Sonrió abiertamente—. Y también de las abejas.
Animada, yo también le sonreí:
—¡Te curaré, ya lo verás! Escribirás poemas magníficos… e inventarás nuevas métricas inspiradas en el ritmo del mar.
—El mar… —Suspiró—. Cuánta luz había en Bayas.
—¡Todavía hay mucha luz en Bayas! Te lo ruego, Catulo, dime que sí… ¡Déjame cuidarte!
Se puso serio.
—Hubo un tiempo en que habría dado la vida por oírtelo decir.
—Ya lo has oído. Y no tienes que dar la vida a cambio, sino que tendrás una nueva. Solo tienes que decir que sí.
Permaneció mirando al suelo durante mucho rato. Después, cuando empezaba a creer que no se decidiría nunca, levantó la cabeza y susurró:
—Ven a mi casa mañana por la mañana… Tengo algo para ti.
—¿Y después nos vamos?
—Sí.
Sin preocuparme por las miradas de los abogados que pasaban, lo volví a abrazar.
Apunté la dirección —¡oh, si la hubiese tenido antes!— y me fui volando a casa para organizar la salida.