11

Al día siguiente, encargué a un esclavo que llevase a Catulo una jarra de caldo de verduras para que se recuperara de la resaca. Me propuse ir a verlo más tarde, cuando me trajeran noticias suyas.

Por primera vez desde que lo conocía, me preguntaba si no me había equivocado negándome a vivir con él. Quizá la insistencia por estabilizar nuestra unión no nacía solo de un afán de posesión, sino también de un sentimiento profundo, que yo no lograba siquiera concebir. Quizá lo que yo interpretaba como sed de libertad era una objetiva incapacidad de amar. Era como si la semilla del amor, que no había acabado de florecer en mí, se hubiese alimentado con el ejemplo de Bucco y Lucana, y luchase por aflorar, florecer y dar frutos. Sentía que algo me atenazaba el pecho, y aunque me hacía daño, contenía la dulce promesa de una nueva vida.

Disfrutaba pensando en la sorpresa que daría a Catulo. Le explicaría la sorprendente historia del amor de Lucana, y luego le propondría que empezásemos de nuevo, sin acusaciones, celos ni sospechas, solos los dos, con la magia de nuestra pasión y el valor para afrontar la vida juntos. Estaba revolviendo en mi guardarropa para elegir la túnica más adecuada, cuando el esclavo volvió. Se me puso delante, jadeando, y después de tomar aire… continuó en silencio.

—¡Habla! —ordené.

En vez de responder se apoyó en un pie, y después en el otro, balanceándose sin decidirse a hablar.

—Deja ya de moverte, y dime cómo está Catulo.

—Sí —dijo bajando la mirada.

—¿Qué? —lo incité.

Respiró hondo. Después tragó saliva. La nuez de Adán resaltó en su cuello delgado, subiendo y bajando, como si ahí se le formaran las palabras que no lograba pronunciar.

—¡Habla! —le grité.

De golpe soltó todo lo que se le había quedado atragantado, lo que no osaba decir.

—¡Catulo se ha ido!

Antes de que pudiera darme cuenta, ya le había propinado un bofetón.

—¿Se ha ido? ¡No puede ser! —protesté con vehemencia—. ¡Te equivocas! —Luego, al ver su aire humillado y la rojez que afloraba en la mejilla, me arrepentí y con tono más calmado dije—: Seguramente te han informado mal. Vuelve y pregunta otra vez…

—Perdóname, señora —susurró con temor—, pero… la noticia anda de boca en boca. Se ha ido a Bitinia.

—¡No! —exclamé—. ¿Qué ha ido a hacer a Bi…?

Me detuve. Bitinia, una región cercana a Troya, era la meta de los jóvenes que no tenían un as; iban bajo la protección de algún político importante con la esperanza de hacer dinero. Sin embargo, Catulo nunca había querido ensuciarse con la política… ¿Por qué había emprendido un viaje tan arriesgado? ¿Cómo iba a sobrevivir lejos de Roma y de sus amigos? ¿Lejos de mí?

Ya más compuesta, pregunté:

—¿Con quién ha ido?

—Forma parte del séquito de Memio —respondió en un suspiro.

—¡Memio! ¿Ese intrigante?

Catulo no habría podido elegir peor. Ingenuo, como siempre, había caído en las manos de uno de los políticos más corruptos de la Urbe. De las riquezas que le habría prometido, muy poco iría a parar a los bolsillos del inocente poeta.

¡Si por lo menos hubiese pedido mi opinión en lugar de actuar con el ímpetu de un inconsciente! Quién sabía si lograría soportar las inclemencias del viaje, o si su enfermedad no se agravaría a causa del inclemente clima de los altiplanos del Este…

Me sentía defraudada. Cansada. Vacía. Lo había perdido. Como Lucana, Catulo me había abandonado para ir a Oriente.