18
—¡Qué vergüenza vivir en semejante tugurio! —resopló Lucana al volver de su misión.
Ni siquiera le había dado tiempo de respirar, de quitarse el manto. Nevaba sin parar desde hacía dos días; en Roma no se había visto nunca un tiempo así, y en noviembre por si fuera poco. Naturalmente, los mojigatos lo interpretaban como un castigo por las costumbres disolutas de la ciudad.
«¡No podemos seguir así! —despotricaban—. ¿Sabéis la última? ¡Pompeya, la esposa de César, oficiará este año los ritos de Bona Dea! Pero ¿cómo puede dejarse en manos de una mujer tan frívola el culto de una diosa tan venerable?». La relación de Pompeya con mi hermano Publio escandalizaba a todo el mundo, excepto a su marido, quien, fiel a su cargo de pretor y de máximo pontífice e indiferente a los rumores, le concedía el uso de la casa familiar durante la noche del 4 al 5 de diciembre para que se celebrase en ella la ceremonia femenina secreta en honor de la diosa de las mujeres. No solo la presencia masculina estaba prohibida, sino que además se cubrían con velos las estatuas de los héroes y las pinturas que representaban a animales de sexo masculino.
«¡Ya lo veréis, va a pasar algo malo! —afirmaban los supersticiosos—. ¡La nieve es una señal de la Bona Dea, que se niega a que le rindan homenaje en la guarida de una adúltera!».
Los vividores, por el contrario, aprovechaban la nevada para encerrarse en casa, calentándose con vino, música y danzas.
Las verdaderas víctimas eran los ediles, magistrados responsables de las calles. Al no estar acostumbrados al mal tiempo, daban órdenes sin sentido, contradictorias, aterrorizados por la idea de jugarse el puesto y la carrera por culpa del caos que reinaba en la Urbe.
Lucana estaba helada y empapada después de tener que volver a pie porque uno de los porteadores de la litera que yo había mandado a recogerla —además de estar ansiosa por recibir noticias, me daba pena que la pobre vieja atravesase a pie la ciudad con un tiempo tan malo— se había quedado cojo tras resbalar sobre el hielo. Una gran pérdida. Acababa de comprarlo muy caro porque, además de fuerte, era guapísimo. Un auténtico germano alto, corpulento y rubio que podía lucir ante las otras matronas.
Pero en ese momento no me importaba en absoluto la pérdida de mi inversión; quería saberlo todo acerca de Catulo.
—¿Por qué dices que vive en un tugurio? ¡Su casa no está en la Suburra!
—No es la Suburra, pero le falta poco… —replicó Lucana—. Aun así ¡no me refería al barrio, sino a su casa!
—¿Por qué? —insistí.
—¡No puedes imaginarte qué desorden, qué suciedad! Libros, ropas, vasos sucios, tablillas…
—¿Tablillas?
—¡Tablillas de cera para tomar notas! Están por todas partes. En esa casa hay más tablillas que pan. Como si quisiera tener siempre a punto el material para escribir. Señora, hazme caso: ¡ese hombre está loco! Siempre está escribiendo, no para ni con fiebre. Y ni siquiera tiene un esclavo a quien dictar, ¡escribe con sus propias manos! Además, no se sabe ni lo que escribe. Más que escribir, borra. Graba las palabras en la cera y luego las rasca. Después las graba de nuevo. Y al cabo de poco me pide una tablilla nueva porque la que tiene está tan sobada que ya no se entiende nada. Y le digo: «Te la traigo si dejas de moverte y de tirar la cataplasma. Debes tenerla sobre el pecho, ¿entiendes? ¡Si no la tos no se te irá nunca! Y además tienes que comer cosas con sustancia para ponerte fuerte. ¡Mírate el pecho: tan delgado que se te marcan las costillas!».
—¿Por qué, no come?
—¡Su despensa es el reino de los escarabajos y las arañas! Cuando la he abierto se me han echado encima. ¡Y qué olor! ¡Qué peste a podrido y a moho!
—¿Por qué no compra comida?
—¡Porque compra bebida! Ese se lo gasta todo en vino. ¡Vino y… pergamino! Tiene una biblioteca que no se acaba nunca, y un esclavo se dedica exclusivamente a ahuyentar las ratas. Y ahora dime que no está loco. ¡En lugar de ordenarle que limpie (y créeme si te digo que no puedes imaginarte la falta que hace), lo deja holgazanear al lado de los rollos de los cilindros! Y el otro esclavo (el miserable solo tiene dos) se pasa el día aplicando cera en las tablillas.
—Y ¿ahora está mejor?
—Un poco mejor, sí. ¡Le he dado cada brebaje de orégano…!
—¿Y el vino de carlina?
—Ese se lo ha tragado sin hacerse de rogar.
—Y ¿te ha dicho… algo?
Lucana no se dio por enterada.
—¿Algo? ¡Ya lo creo! Habla continuamente. Pero con ese acento gálico que tiene, ¡no se entiende nada de lo que dice!
—Sabes muy bien a qué me refiero —añadí, mirándola a los ojos. A pesar de que aún tiritaba de frío, una sonrisa alegre y divertida le iluminó el rostro—. Lo sabes —repetí.
—¡Pues sí! —Suspiró—. ¡Está completamente loco! —Su sonrisa se hizo aún más amplia, transformando su cara de vieja en la de una niña feliz—. ¡Loco… de amor! —No tuve tiempo de preguntarle: «¿Por quién?», porque riéndose ya abiertamente, Lucana añadió—: ¡Por ti!