Roma, 56-54 a. C.
10
En mis recuerdos, la muerte de mi hermano y la maldición de Canidia van juntos, ignorando el tiempo que separa los dos acontecimientos. Pero es una ilusión de la mente, que crea nexos en un intento de poner orden en el caos de los acontecimientos. El tiempo no es un río, es una cascada, un torbellino que mezcla y arrastra lo sucedido.
Antes de que Clodio cayese asesinado en la via Apia, tuve una gran alegría que, como todas las que nos da el agridulce Eros, muy pronto se convirtió en sufrimiento: volví a ver a Catulo para perderlo inmediatamente después, en el único «siempre» que se nos concede a los mortales, el de la muerte.
Después de la noticia del viaje a Bitinia, no volví a saber de él. Catulo había desaparecido. Fueron inútiles las pesquisas que encargué a mis amigos, y vana fue la búsqueda que ordené llevar a cabo, con discreción, en Verona. No había ni rastro de mi amor. Pero yo sentía que vivía y que se escondía por algún motivo.
Mientras tanto, libre del hechizo de Marco, me vengué de sus humillaciones declarando en su contra en un juicio por homicidio en el que estaba implicado.
Para que los jueces entendieran la clase de individuo que era, dije que había intentado envenenarme, sin preocuparme de que mi debilidad por él saliese a la luz. Ni siquiera me importaba que Cicerón, su abogado defensor, utilizase mi testificación para desacreditarme ante todos. Mi hermano Clodio, que entonces vivía, me apoyaba y me sostenía. La mirada incrédula de mi examante, que nunca me habría creído capaz de testificar en su contra, me recompensó de todas las calumnias.
Al salir de la sala me sentí renacer. Veía el mundo con ojos límpidos, libres de la porquería que había ofuscado mi mirada.
Después del juicio se abrió una época nueva para mí. Me resigné por fin al transcurso del tiempo y descubrí los aspectos positivos de la madurez: la calma, la serenidad, el conocimiento. Sin embargo, sentía que me faltaba algo. Por fuera no era muy diferente a la de antes. Mi piel era menos tersa, mis cabellos menos luminosos, mis formas menos esbeltas… Pero a la luz misericordiosa de las velas aún era fascinante, y compensaba los defectos físicos con el espíritu brillante que se adquiere solo con la madurez. Era como una casa que con los años pierde lustre, pero es más confortable. En mi interior, no obstante, entre tantas habitaciones acogedoras había una cerrada con llave. Si hubiese abierto la puerta, habría descubierto que no era un espacio, sino un agujero, un pozo, un abismo de vertiginosa profundidad que exhalaba un frío que me helaba el corazón. Para evitar aquel lugar, intentaba no pensar en él… pero inevitablemente, sin querer, acababa a menudo ante aquella puerta. La oscuridad me envolvía; fragmentos de hielo entraban en mi sangre y me invadían con un helor que ni el fuego ni el vino caliente lograban derretir. Aquella habitación era la añoranza. El vacío que nada lograba llenar era la dolorosa nostalgia de Catulo.