29
Volví a ver a Catulo durante una puesta de sol estriada de rojo, pocos días después de la conclusión del proceso. Ya estábamos a mitad de mayo.
En aquellos meses frenéticos, su recuerdo había sido el refugio secreto donde me recluía cuando las preocupaciones y los temores se volvían demasiado agobiantes. El espacio de Catulo era la noche. Durante el resto del día estaba tan ocupada viendo gente, negociando y discutiendo que no pensaba en él. Pero su recuerdo no desaparecía, sino que anidaba en un lugar oculto de mi mente y volvía a aparecer cuando el fragor de las preocupaciones que ocupaban mis jornadas se acallaba.
En efecto, mi vida se vio asolada por obstáculos constantes. En lugar de limitarse a juzgar el delito en cuestión, el proceso escarbó en los recovecos más privados de nuestras vidas, como si el acusado no fuese solo Publio sino todos los Claudio Pulcro, y la culpa no fuese la intrusión en los ritos de Bona Dea sino nuestro modo de vivir, a nuestro aire, indiferente a los convencionalismos.
Yo fui la más calumniada de toda la familia: me acusaron de lascivia, de adulterio, de incesto… Mi aversión por los biempensantes, falsos, hipócritas y mezquinos, llegó al colmo. Hasta ese momento había intentado respetar sus reglas, salvando al menos las apariencias; a partir de entonces, decidí actuar según mis propios criterios.
Justo cuando la suerte de Publio parecía estar echada, un suceso inesperado invirtió la situación: a un paso del veredicto, el pretor suspendió la audiencia y la aplazó un par de días. Los más frenéticos de nuestra vida.
Los seis componentes de la familia, sin excepción, dejamos de comer, de dormir y de ocuparnos de nuestros asuntos para dedicarnos, durante ese tiempo, a recoger dinero. Mucho dinero. Una suma enorme incluso para una de las familias más ricas de Roma. Nos endeudamos para reunir una cantidad exorbitante con la que sobornamos, uno por uno, a los cincuenta y seis miembros del jurado. A todos. A los que no se dejaban deslumbrar por el dinero, les ofrecimos noches con chiquillas, con muchachos, gladiadores y damas de la aristocracia. Ofrecimos villas y carreras políticas. A algunos, nos ofrecimos nosotros mismos. Y ganamos el juicio.
Pero en aquellos meses de tempestad, mis noches también podían verse sacudidas por el oleaje. Porque a veces, el recuerdo de Catulo dejaba de ser un puerto seguro para convertirse en una marejada de pensamientos enloquecidos. La ausencia es un pozo: por más que grites, solo oyes el eco de tu voz; por más que otees, solo ves, oscura y desenfocada, tu propia imagen.
Conocí las trampas de la ausencia, que transforma al ser amado en un fantasma de mil formas; ahora apasionado, ahora frío y distante. Revivía con tal viveza las horas de amor que habíamos pasado juntos que caía presa de una excitación insaciable, me devoraba un ardor que no me dejaba dormir. Entonces imaginaba que mis manos eran las suyas, y maldecía mi boca por no saber besarse.
«Manos, boca —me ensañaba—, ¿por qué sois tan incapaces? Piel, ¿por qué no te contentas con mis caricias? Labios, ¿dónde escondéis el pasaje al jardín de las delicias que me abríais cuando estábamos juntos?».
Otras veces, en cambio, me acordaba de la discusión con que nos habíamos despedido, sus pretensiones, su absurdo enfado. Entonces me enojaba y lo echaba de mi cama: «Catulo, estás loco, ¡vete!».
Pero sin darle tiempo de levantarse, lo volvía a llamar: «¡No, amor mío, no te vayas!», e intentaba exponerle los motivos de mi comportamiento. Y después de haber malgastado sueño y energía intentando convencerlo, me daba cuenta de que estaba discutiendo con un fantasma.
Catulo, en efecto, no estaba. Tras una recaída, había ido a curarse a casa de sus padres, en la villa que daba a un lago que yo imaginaba tan grande como el mar, azul como sus ojos. No me mandó ni una carta, ni siquiera un mensaje. Me esforzaba inútilmente en interpretar su silencio. Por una parte, temía que hubiesen llegado hasta sus oídos las calumnias que circulaban sobre mí y que, indignado, me rechazara porque me consideraba un monstruo. Pero ¿cómo podía defenderme —protestaba— si no me daba la posibilidad de hablar con él? Por otra, me engañaba pensando que las murmuraciones no se habían difundido en Galia y que algún impedimento lo obligaba a permanecer en silencio. Esta hipótesis, que me aliviaba de momento, me hundía en un abismo aún más oscuro. ¿Qué impedimento podía ser tan insuperable para mantenerlo alejado de mí? ¿Una enfermedad? ¿Otra mujer? Solo con pensarlo enloquecía. O bien, ¿la discusión y la distancia habían enfriado su amor o incluso lo habían apagado? ¿Me había olvidado?
Pronto supe que no era así: Catulo no había dejado de pensar en mí. En Roma empezaron a circular sus nuevos poemas, dedicados a Lesbia. Cuando los leía, no lograba reconocerme en la imagen que daban de mí. Voluble, caprichosa, infiel, y a la vez dulce, cariñosa e irónica: ¿realmente era yo esa mujer? También la Lesbia celebrada por el poeta era un fantasma, pero, a diferencia del que yo evocaba en mis noches insomnes, no era evanescente, sino real. Y voraz. Quizá un día, como las larvas chupasangre de los cuentos de las esclavas, absorbería mi vida y se transformaría en mí.
Los fantasmas y las pesadillas se revelaron solo fantasías en cuanto lo tuve delante, bañado por la luz triunfante de aquel ocaso de mayo.
Estaba en el jardín, vigilando la marcha del proyecto en el que me hallaba inmersa para recompensarme por las penas del juicio: transformar el terreno que de mi casa baja hacia el Tíber en un jardín persa, un lugar sombreado por árboles, surcado por senderos y refrescado por fuentes y arroyos, que alegrara los sentidos con la belleza, el perfume y la armonía de la vegetación. La moda del «paraíso», como la llamaban los persas, acababa de llegar a Roma gracias a Lúculo, exmarido de una de mis hermanas. Aunque mis recursos económicos estaban prácticamente agotados, tenía intención, a costa de endeudarme aún más, de construir unos jardines que compitiesen con la magnificencia de los de Lúculo, enemigo jurado de mi familia desde que Publio instigó a la rebelión a sus legiones de Oriente. Quería demostrar la superioridad de los Claudio Pulcro, que no solo habían ganado una causa que todos creían perdida sino que, además, embellecían la ciudad. Seguramente Epicuro no habría estado orgulloso de mí, pues meses de batallas en los tribunales me habían hecho olvidar el desinterés que caracteriza al sabio, involucrándome en mezquinas rivalidades. Si hubiese podido justificarme ante él, le habría dicho que basta con respirar el aire de Roma para contagiarse de la enfermedad de la política.
En cuanto vi a Catulo, sin embargo, me olvidé de la política. Y también de Epicuro. Sentí únicamente la necesidad de sumergirme en él, como un sediento que, después de mucho vagar, encuentra una fuente de agua fresca.
Al principio fue una figura que subía por el camino del embarcadero del río y que se perfilaba con nitidez en el cielo matizado por mil tonalidades de rojo. Una figura familiar que no lograba identificar. No lo reconocí con los ojos, sino por el revuelo que estalló en mi pecho. El corazón volvía a ocupar su lugar y palpitaba con energía.
A medida que se acercaba me di cuenta de que a lo largo de aquellos meses había fantaseado con una sombra que aumentaba, disminuía y cambiaba de forma, pero que tenía muy poco en común con la realidad. La realidad era el hombre que tenía delante: solo un hombre, ni siquiera especialmente guapo. Y sin embargo, sentí una pasión incontenible, más fuerte que cualquier razonamiento. Tuve que dominar el impulso de correr hacia él porque estábamos rodeados de jardineros que ultimaban los quehaceres de la jornada antes de que se hiciese de noche.
Cuando me alcanzó, tuve que contentarme con saciar mis manos, que apretaron con fuerza las suyas, y los ojos, que por fin no tenían que resignarse a recuerdos desvaídos. En su rostro afilado, que revelaba las señales de la enfermedad reciente, los ojos resplandecían, límpidos y alegres. Al igual que yo, se había dado cuenta de lo estúpido que había sido nuestro rencor.
—¡Catulo! —murmuré. Como la primera vez, con solo pronunciar su nombre me sentí feliz.
—Lesbia —susurró con voz grave.
En mi mente se agolparon todas las frases que había preparado en su ausencia: algunas desconsoladas, otras agresivas… y, en ese momento lo comprendí, absurdas e inútiles por completo. Todos los argumentos angustiosamente planeados se desvanecieron en el aire como el humo.
Pude entrever en su rostro las mismas emociones. El ansia de justificarse perdía todo significado ante la persona amada.
Por eso rompimos el silencio los dos a la vez, yo con un «Perdóname» y él con un «Lo siento» que se sobrepusieron y se confundieron, diluyendo la tensión con una carcajada de felicidad.
Además, la exuberancia de vida que florecía a nuestro alrededor invitaba a olvidar rencores y reproches para abandonarse al flujo de amor que mueve el cielo y la tierra.
Era el triunfo de la primavera. Parecía como si la naturaleza quisiera vengarse por el tormento a que la había sometido el hosco invierno con un estallido de colores y perfumes tan intensos que daban ganas de hacer el amor allí mismo, enseguida. Desde hacía algunas semanas, los animales no hacían otra cosa: en el campo, los rebaños rebullían; en los bosques era todo un crujir, un arrebato. Los pájaros lucían sus mejores plumajes y se pavoneaban ante las hembras, falsamente retraídas. Los peces coleaban y remontaban la corriente, se aventuraban en recovecos inaccesibles para celebrar sus apareamientos acuáticos. Los ciervos chocaban sus cuernos en duelos épicos para luchar por la conservación de la especie. Únicamente nosotros estábamos obligados a contentarnos con miradas y roces fugaces.
—Quisiera que fueses mía, aquí y ahora —murmuró Catulo.
—Hazlo —lo animé mirándolo a los ojos.
Se le dilataron las pupilas. Dirigió una mirada a su alrededor. Algo más allá, un esclavo podaba una enredadera y otro trasplantaba gladiolos en una bordura. Tras intercambiar una sonrisa de complicidad embocamos un sendero, buscando un escondite. Parecíamos niños felices escapando de la vigilancia de los adultos para hacer una travesura.
—Eros es un chiquillo —murmuró Catulo, que iba abriendo camino entre los setos para dirigirse a un claro con un banco a la sombra de un gran árbol.
—Pero tiene un cuerpo de hombre —repliqué, y recorrí el suyo con las manos, que gozaban al reconocer sus formas: la cicatriz, el vientre plano, la excitación incontenible.
Nos besamos. A pesar del tiempo transcurrido y las vicisitudes que nos habían alejado, nuestras bocas se reconocieron al momento. Jugaron como si no se hubieran separado nunca.
Aspiré a fondo su olor, intentando llenarme de él, fundirme en él. ¡Cuánto lo había echado de menos! Catulo debía de sentir lo mismo porque exclamó:
—¡Ah, tu perfume! ¡Cómo habría deseado tener al menos una gota, un rastro, mientras estábamos separados! Puede recordarse una cara, una voz… pero no puede evocarse el perfume de quien está lejos.
—Aquí lo tienes —respondí—, ahora es todo tuyo.
—¡Te lo ruego, aleja de mí los demás olores, envuélveme con el tuyo! Quiero que mi nariz y mi piel no perciban otra cosa. Quiero que todo en mí huela a ti.
—Te regalo mi olor. —Sonreí—. Pero a cambio quiero el tuyo.
—Oh no, no puedo dártelo —replicó.
—¿Por qué? —pregunté, sobresaltada.
—Porque te doy todo mi ser.
Oyendo esas palabras, mi corazón se convirtió en un despiadado arquero que, lanzando flechas de deseo, alcanzaba los recovecos más ocultos, rompía escudos y resistencias, y me transformaba en una fuente viva y palpitante. Al toque de sus manos, que intentaban abrirse paso entre la seda, fui como el agua encrespada por el viento.
—¡Vestimenta cruel! —susurró—. ¡Enemiga de los amantes!
—La derrotaremos —respondí levantando al mismo tiempo la túnica de los dos.
Catulo me alzó la pierna izquierda con delicadeza, me hizo doblarla y me ofreció su muslo derecho para que pudiera apoyarme. Mi sexo se abrió a su deseo, que entró con avidez. Mi cuerpo lo reconoció enseguida y lo acogió apretándolo fuertemente dentro de sí, como si no estuviese dispuesto a dejarlo marchar nunca más.
Sabía que teníamos que darnos prisa porque las voces de los esclavos se oían cada vez cercanas, pero en lugar de avergonzarnos su llegada inminente acentuaba la necesidad de vivir plenamente ese momento fugaz.
El esfuerzo de mi amante por sostenerme y darme placer a la vez, desafiando las leyes del equilibrio, hacía que lo sintiese aún más absurdamente mío. Si no me hubiera sujetado, me habría caído. Tenía que depositar en él una fe ciega que me hacía tener una sensación agradable, de fragilidad y dependencia, una sensación que me era desconocida y que, gracias a lo antinatural de la postura, me invitaba a relajar la mente, finalmente libre de la obligación de controlarse después de tanto tiempo. Un parte de mí, sin embargo, permanecía alerta, consciente del peligro que corríamos si alguien nos veía; como una gúmena atada al amarre, impedía que el oleaje, que arreciaba, me arrastrase. Vigilaba desde arriba nuestros cuerpos, sin participar en su danza.
Pero una palabra mágica logró desatarme. Catulo murmuró: «Te amo», y al oírlo las aguas rompieron el dique y el mar me desbordó, subiéndome como la espuma. «Te amo, te amo», repitió mi amante intensificando su movimiento.
Lo miré a los ojos sin responder, añadiendo a mi goce el que me proporcionaba observar el suyo: la mirada que se volvía más clara, los rasgos que se relajaban adquiriendo una serenidad absoluta. Juntos nos elevamos a las regiones etéreas de la voluptuosidad, envidiada morada de los dioses. Pero, no siéndolo, solo permanecimos allí un instante, antes de volver, abrazados, a la tierra.
Cuando nos recobramos, reparé en que estábamos cubiertos de sudor y noté que mi pierna resbalaba por su muslo húmedo. Catulo me ayudó a ponerme de pie y a recomponerme la túnica.
El apacible ruido de la actividad campestre volvió a nuestros oídos. Parecía imposible haber viajado más allá de las estrellas mientras el mundo, indiferente, continuaba su curso.
Nos sentamos en el banco, con las manos entrelazadas y mirándonos a los ojos. Había olvidado lo feliz que me sentía solo con mirarlo.
—¿Sabes que eres como el mar? —observé.
—¿Como el mar? ¿Por qué? —preguntó sorprendido.
—Porque tu boca es como el horizonte; tus ojos son extensiones de agua, y tus orejas, caracolas —dije.
—Y mi carácter es tan cambiante como los vientos marinos. —Sonrió. Luego, ya en serio, añadió—: Perdóname por lo que pasó en casa de Manlio.
—¡Jamás! —respondí levantando el índice con fingido malhumor.
—¿Por qué?
—¡Porque me encanta que me pidas perdón!
Nos echamos a reír.
¡Qué feliz era en ese momento! Deseaba que durase para siempre, a despecho del ocaso que nos arañaba con sus garras, cada vez más largas y amenazadoras.
De repente noté que entre las sombras densas e inmóviles de la vegetación aparecía una figura ligera y agraciada que los juegos de luz residual hacían variar de forma y dimensión. Ambos nos volvimos hacia el bosque, a la espera de ver aparecer una ninfa o algún dios crepuscular.
Sin embargo, ante nuestros ojos se mostró algo infinitamente más hermoso: mi hija. Nuestra sorpresa se convirtió en tristeza cuando nos dimos cuenta de que estaba llorando. En las manos unidas formando una concha sostenía con delicadeza algo pequeño y frágil sobre lo que caían, como diamantes, sus lágrimas.
Al ver que venía en nuestra dirección, Catulo y yo separamos las manos. No era la primera vez que Cecilia me veía en compañía de un hombre. Durante el juicio, los visitantes se habían alternado sin tregua; con algunos había mantenido un duelo de seducción, intentando retirarme antes de verme obligada a un contacto no deseado. A menudo Cecilia me miraba con desaprobación y tenía una actitud hostil, que encubría desprecio, con mis pretendientes.
Por ese motivo temí su reacción al verme con Catulo.
Pero en ese momento, mi niña estaba demasiado afligida para prestarme atención. Cuando estuvo más cerca, vi que tenía en las manos el cuerpo sin vida de Cincina, su querido pájaro carbonero. Dominando la repugnancia instintiva que siento por los cadáveres, por pequeños que sean, fui a su encuentro.
—¡Mamá! —Cecilia lloraba y me mostraba el montoncito de plumas inerte.
—Pobre Cincina —dije acariciándole la cabeza—. ¡Y pobre Cecilia! —añadí.
—¿Quién osa hacer llorar a una niña tan guapa? —preguntó Catulo, y se acercó a nosotras.
Entonces Cecilia se percató de su presencia. Pero en vez de reaccionar con el resentimiento que reservaba normalmente a mis pretendientes, sin dejar de llorar, esbozó una sonrisa, tanto más inestimable cuanto que fue inesperada.
—Mi amiga ha muerto —le dijo Cecilia.
—¡Malvadas tinieblas del reino de Hades! —exclamó Catulo—. ¿Por qué destruís todo lo hermoso?
—Cincina no irá al Hades —lo contradijo dulcemente Cecilia—. Los pajaritos no bajan a las tinieblas, no llegan a encontrarse nunca con el malvado barquero Caronte, ni cruzan las lodosas corrientes del Aqueronte. Los pajaritos vuelan alto, más allá de las nubes, a un bosque donde el sol brilla incluso de noche. Cantan todo el día y no mueren nunca. Nunca más. —Luego puso el cuerpo en una cajita adornada y se dirigió otra vez hacia el bosque—. Ahora celebraré el rito fúnebre —dijo a modo de despedida antes de desaparecer entre las matas.
La seguimos con la mirada un buen rato, hasta que el follaje se cerró tras ella.
La muerte de Cincina, el dolor de mi hija, la demostración de la brevedad de la vida y el deseo de alejar esa oscuridad amenazadora me impulsaron a pronunciar, sin pensármelo dos veces, una frase que me sorprendió a mí misma: «Catulo, ¿quieres venir conmigo a la costa?».
Vi reflejado en sus ojos el asombro y la incredulidad, y después una alegría incontenible: «Te seguiré a donde quieras, amada Lesbia».
La noche retiró sus garras.
Era la primera vez que invitaba a un amante a pasar las vacaciones conmigo.
Desde que compramos una villa en Bayas, cerca de Nápoles —¿quién no posee una villa en Bayas? ¡Cicerón la llama «la pequeña Roma»!—, pasaba allí el final de la primavera y el principio del verano, para purificar la piel con el sol y los baños sulfúreos, tras largos meses de encierro. Mi marido, por el contrario, iba a finales de verano, para prevenir la artritis y los achaques que lo afligían durante su estancia invernal en Galia. De mutuo acuerdo, casi nunca íbamos juntos.
Ir con Catulo significaba sacar nuestra relación del lugar secreto en que había nacido para exponerla a la luz. ¿Resistiría los rayos del sol?
El día después de haberlo invitado, mientras estaba ocupada con los preparativos de la salida, me lo pregunté varias veces. Sin embargo, en cuanto sentía el ligero dolor en la pierna que había tenido levantada durante nuestro último encuentro, los malos presagios desaparecían. Aquel dolor leve era para mí más dulce que un placer. Cada punzada me recordaba la fe sin condiciones con la que me había abandonado a mi amante. Y el corazón se me llenaba de dicha.