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El tema del banquete era precisamente ese, el renacimiento; el plato principal, el flamenco. No solo lo elegí por la exquisitez de su carne —en especial la lengua y los sesos, verdaderos manjares—, que íbamos a servir acompañada con varias salsas, y por la belleza de sus plumas, que adornarían los platos, sino también, y sobre todo, porque simboliza el renacimiento. En efecto, «flamenco» significa «fénix voladora»: el pájaro del eterno retorno. Preparándolo para nuestros invitados quería homenajear la renovación de la vida de Clodio. Los malpensados también lo interpretarían como una alusión del traslado de otro de nuestros enemigos, Catón, a Chipre, isla en la que habitan un gran número de fenicios, otro tipo de pájaros… Los que se iban a servir en el banquete procedían de mis salinas de Apulia, donde la alimentación de las hermosas aves zancudas se dosifica para obtener diferentes tonalidades de plumaje, del blanco a la gama de los rosas. Como concesión a los dictámenes de la moda también quería servir loros, pues desde hacía algún tiempo una cena sin un plato a base de loro se consideraba anticuada y sosa. Además, la policromía de los loros crearía un contraste espectacular con los diferentes tonos de rosa de los flamencos.
Después, en honor de la versatilidad de los Clodio Pulcro, habría muchos platos sorpresa: pescado cocinado con carne de cerdo, ocas esculpidas con pulpa de cangrejo y un cerdo relleno de huevos de pastaflora que en lugar de aves contendrían lirones, alimento que también estaba muy de moda.
No todos los ingredientes de la cena procedían de mis fincas. Los que no eran de mis tierras se importaban de lugares exóticos y lejanos: de España el garo, una salsa de vísceras maceradas y fermentadas de pescado que marida con casi todos los platos; de la India, los loros; de Arabia, ungüentos perfumados para repartir con las guirlandas de flores al final del banquete. Las cándidas y ligeras túnicas de seda que ofrecería a los invitados para cambiarse si se manchaban eran egipcias.
La mayor sorpresa sería la entrada en la sala de un flamenco gigantesco, servido en bandeja. En realidad, se trataría de una escultura de pan de aceite duro, recubierta de plumas por fuera, pero vacía por dentro. A su llegada ordenaría a un esclavo que la cortase, pero justo cuando hundiese el cuchillo en su vientre, del flamenco falso saldría volando uno vivo, alegoría de la historia de Clodio.
Se le había ocurrido al cocinero de Campania, pero, según mi opinión, era de difícil realización.
«Tranquila, señora: ¡no existe un plato imposible para Bucco!», alardeó cuando le dije que no estaba segura del resultado.
Para que el flamenco pudiera echar a volar, decidimos organizar la cena en el comedor de verano, expuesto al norte, que da al jardín por dos lados y está techado solo en parte. Era arriesgado, pues en abril el tiempo es aún inestable. Un aguacero nos obligaría a renunciar a la principal sorpresa del banquete.