Bayas, 61 a. C.
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Bayas es el reino de la luz. Por más que brille, el sol en Roma siempre está alto e inaccesible. En Bayas es diferente: desciende sobre la tierra, la abraza, se funde con ella. Cuando, al final del fatigoso viaje, bajo del carro y me reúno con el mar, el corazón se me ensancha como si quisiera abarcarlo. El mar es el hermano loco del cielo, pero a diferencia de él no se calla nunca, habla y murmura sin cesar, diferente e igual al mismo tiempo. A pesar del cansancio, siempre pienso: «¿Por qué no habré venido antes?». Me invade una felicidad despreocupada, y los problemas de la ciudad me parecen una tontería, se esfuman como las nubes que, grávidas y pesadas en Roma, aquí son pinceladas de blanco, copos livianos.

Los lugareños son hijos del mar; esconden su sabiduría bajo la superficie, transforman el dolor en alegría, en armonía con la canción eterna de las olas. No es casualidad que las grandes escuelas epicúreas hayan florecido en estas tierras, en Nápoles y en Herculano. Es más fácil olvidar las preocupaciones donde todo nos sonríe y el aire suave empequeñece nuestras penas. El amenazador Vesubio, que con su cráter magmático evoca la fragilidad de la existencia, en lugar de atemorizar invita a apreciar la vida que el destino nos ofrece. Y tampoco es casual que la leyenda sitúe en sus faldas la boca del Averno, la tétrica entrada al reino de Hades. El aliento fétido de la muerte que flota en los vapores de azufre del volcán hace brillar la luz de la vida, que en Bayas es aún más cegadora.

Aquí no se duerme nunca, se vive siempre.

Catulo dormitó durante todo el viaje. Como en días anteriores, tuve la impresión de que no se había repuesto por completo: ¿Qué enfermedad, resistente a todos los tratamientos, corría por sus venas? ¿Acabaría con ella el clima de la costa?

Mientras observaba su palidez, su cuerpo inerte abandonado a las sacudidas, me volví a preguntar si no estaría cometiendo un error. «¿Y si no le gusta Bayas?», pensaba.

No hay nada peor que un invitado que finge divertirse cuando en realidad se está muriendo de hastío. A Catulo le gustaban las tabernas y los espectáculos, pero solo iba con sus amigos. ¿Se acabaría aburriendo conmigo? ¿Y yo con él?

Su piel era demasiado delicada para exponerla al sol de Campania; sus músculos, demasiado débiles para nadar en mar abierto. Nacido en el lago de Garda, estaba acostumbrado al clima templado, al agua dulce, a la luz moderada. ¿Soportaría los excesos del mar?

¡Cómo temía su reacción! Invitarlo a un lugar que amaba tanto equivalía a abrirle las puertas de mi corazón; despreciar ese lugar sería como rechazarme.

Sin embargo, habría hecho mejor en no preocuparme porque mis temores eran infundados. En cuanto bajó del carro, Catulo se enamoró de Bayas. Y yo, si cabe, aún más de él.

Viendo su entusiasmo comprendí lo que me había atraído de ese hombre ni guapo ni fuerte: bajo su aspecto adulto latía el corazón de un niño. Inocente, con ganas de jugar. Como yo. Y como el agridulce Eros, que por fin en Bayas desplegó las alas sobre ambos.