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Por eso, dos años después, en vísperas de mi boda, obligada a ofrecerla al altar de los lares familiares, sentí tanta pena y tanta rabia. Fue solo una de las muchas ceremonias a las que tuve que someterme antes de casarme con un hombre ocho años mayor que yo y con la piel destrozada por el acné, Quinto Cecilio Metelo Céler. Mi insigne marido contaba nada menos que con cuatro nombres, si bien el cuarto no era muy honorable: se lo pusieron gracias a la rapidez con la que liquidó el funeral de su padre. Sin embargo, estoy segura de que no los necesitaba: ¡era tan feo que ni siquiera las estirges lo habrían perseguido!
Cuando mi madre me lo presentó: «He aquí tu futuro marido», me dieron ganas de reír. No me hacía a la idea de casarme, pero la de casarme con aquel desconocido era todavía más extraña.
—¿Sabes lo que parece? —dijo Publio después, cuando ya estaba en mi cama, pues desde que la boda había sido anunciada dormíamos juntos cada noche—. ¡Un pulpo!
Nos echamos a reír; no podíamos parar. La comparación era muy acertada: Quinto tenía la cabeza, en la que ya se apreciaban señales de calvicie, redonda, los brazos largos y vigorosos, y pústulas parecidas a ventosas por todas partes.
—¡Un pulpo! —repetíamos muriéndonos de risa.
Callé de golpe.
Publio siguió bromeando un rato más, sin darse cuenta de mi cambio de actitud. Luego, reprimiendo la risita que lo sacudía, preguntó:
—¿Qué pasa?
No respondí.
—¿Qué pasa? —repitió.
Le respondí con frialdad:
—Yo tengo que casarme con ese pulpo.
Creyendo que aún estaba bromeando, se burló:
—Pero ¿puede casarse una con un pulpo? ¿Y dónde vais a vivir, en una roca? ¡Ja, ja! —De repente dejó de reírse. Se había dado cuenta de por qué mi humor había cambiado.
Me abrazó con fuerza, pero yo permanecí inmóvil, plena y desesperadamente consciente de lo que me esperaba.
Sabía algo de lo que ocurría en el tálamo nupcial. Lo había visto de pasada en las pinturas que adornaban la alcoba de mis padres. Lo había observado en los frescos de las termas. En los vestuarios, encima de los armarios para guardar la ropa, había un número y la representación de una escena erótica. A medida que los números aumentaban, también aumentaban los personajes y la complejidad de sus proezas, sin duda un recurso para ayudar a los visitantes a recordar dónde habían dejado sus cosas. En el primer panel, un fauno jugaba con su enorme erección, merodeando por el bosque a la búsqueda de ninfas; en el segundo, una mujer de piel blanca estaba sentada a horcajadas sobre un hombre de color que, boca arriba, observaba cómo su sexo penetraba en la vagina abierta de ella; en el tercero, un gigante, de pie, poseía a una mujer a cuatro patas encima de una cama, apoyada en los codos y con el rostro hundido en un cojín, mientras un enano, que quizá esperaba su turno, alargaba la mano para tocarle el pecho; en el cuarto, una mujer de rodillas, con la cabeza hundida entre los muslos abiertos de un joven echado ante ella, ofrecía las nalgas a otro que la poseía por detrás y que a su vez era penetrado por un sátiro peludo; en el quinto… Nunca lograba acabar de ver las escenas porque Lucana me sacaba de allí refunfuñando: «¡No mires! ¡Qué espectáculo tan feo!».
Y, a despecho de sus palabras, se daba la vuelta y seguía mirando.
Las escenas me provocaban un extraño hormigueo en el vientre, agradable y molesto a la vez. Era una sensación parecida a la que tenía cuando, saltando de un árbol, me daba cuenta de que había calculado mal la distancia y un espasmo me atenazaba las vísceras mientras caía al vacío.
A veces, mientras en clase repetíamos en coro, durante horas y horas, las retahílas que nos enseñaba el maestro, mi mente volaba lejos, a los vestuarios de las termas. Aquellas figuras entrelazadas en posturas desconcertantes se sobreponían a la visión familiar de los bancos de clase. En mis labios la letanía se transformaba en balbuceo; me retorcía en la silla presa de la inquietud.
«¡Claudia, presta atención!», gritaba el maestro acompañando la llamada al orden con un restallido de su inseparable fusta. El latigazo me devolvía a la realidad. Volvía a recitar con ímpetu, ahogando la excitación secreta, casi agradeciéndole que hubiese roto el encantamiento.
A veces, las pinturas acudían a mi cabeza en el duermevela, cuando notaba la turgencia de Publio, el cual, apretándose a mí, gemía preso de quién sabe qué sueños.
Esas sensaciones desencadenaban fuerzas misteriosas más potentes que la razón. Si hubiese creído en los dioses, las habría identificado con el dios Eros, el más despiadado e indomable habitante del Olimpo. Pero, ya entonces, sabía que las divinidades no son más que nombres con los que intentamos convertir en humano lo inhumano, en comprensible lo incomprensible.
Como incomprensible era para mí el motivo por el cual, en virtud de un contrato estipulado por mi familia, se me iba a obligar a interpretar, con un desconocido, escenas parecidas a las de la alcoba de mis padres o los vestuarios de las termas. ¿Por qué lo que hasta entonces había sido un «espectáculo feo» se convertía ahora en un deber? Solo de pensar en Quinto y yo en una de las posiciones de los frescos, todo mi ser se sublevaba en un «no» rotundo. Desaparecidos hormigueos y encantamientos, solo quería escapar.
O bien, si no había otra salida, lo mataría. Entendí por fin el mito de las Danaides, las cincuenta hijas del rey Dánao que durante la noche de bodas degollaron a sus maridos. Seguiría su ejemplo.
—¡Lo mataré yo! —prometió Publio cuando lo puse al corriente de mi intención.
—¿Y cómo vas a entrar en casa de los Metelo? —objeté.
—Bueno, creo que entraré… Entraré… —dijo, dubitativo.
—¿Cómo? —insistí.
—No te preocupes, ya se me ocurrirá algo. —Trató de tranquilizarme.
Pero confiando poco en los planes de Publio, decidí actuar por mi cuenta. Para alegría de mi madre, que iba por ahí diciendo a todo el mundo: «Por fin Claudia se comporta como una mujer», empecé a merodear por la cocina. Fingiendo interés por la gastronomía, hacía preguntas, aprendía a utilizar utensilios, probaba guisos. La verdad es que buscaba un cuchillo adecuado para matar a mi prometido. Cuando lo encontré, me lo escondí en la túnica y me fui. Tan rápido como había surgido, mi interés por el arte culinario desapareció. Y con él, el trinchante. Nadie notó la extraña coincidencia.