13
Con el mar centelleando al fondo, el Fauno parecía cobrar vida. Era la primera vez que lo veía de noche. De día la estatua me había parecido siempre más bien vulgar, por su embriaguez y la exhibición de su falo. A la luz cándida de la luna, sin embargo, el dios se encendía con claroscuros misteriosos.
La explanada estaba desierta, y me sentí aliviada y herida en el orgullo a la par.
«Mejor así», me dije sin ser muy sincera conmigo misma.
Me asomé al parapeto suspirando. Abajo el mar parecía anhelar los besos de la luna. Y yo me sorprendí anhelando —¡oh, intensamente!— los besos del joven desconocido.
De repente, una voz ronca susurró: «Me llamo Marco», mientras una mano me cogía y levantaba la melena, dejando el cuello y la nuca expuestos a la caricia fresca de la noche. Pero aquella sensación de alivio duró un instante porque enseguida una boca ávida, que se dedicó a besar y a mordisquear, se cernió sobre mi piel, mientras una mano se insinuaba por el escote logrando recorrer todo mi cuerpo en un suspiro. Incliné la cabeza hacia atrás instintivamente, ofreciendo el rostro a esos labios hambrientos. Marco se cebaba de mí con la misma glotonería que poco antes había dedicado a los manjares, como si yo fuese el último —¿el más exquisito?— plato del banquete.
Me gustaba abandonarme a su cuerpo sólido, a sus brazos envolventes, a sus dedos, que se las arreglaban para hurgar entre mis ropas con la maestría que da una larga experiencia. En lugar de molestarme, como habría sucedido unos meses atrás, me tranquilizó; me pareció la garantía de una relación clara, simple y sin pretensiones. Ni palabras ni halagos; de su boca solo salían gemidos, más apremiantes a medida que mis carnes quedaban al descubierto. Era como ser arrollada por un ciclón que en vez de dejarme a merced del viento me aferraba a un cuerpo firme, digno de un dios.
Cerré los ojos y saboreé sus caricias, cada vez más atrevidas, y el virtuosismo de sus manos que, como las de un músico, variaban de intensidad con destreza, tocando mi música secreta: una armonía de gemidos y suspiros. A diferencia de cuando hacía el amor con Catulo, no deseaba ver su rostro encendido por la pasión. No me estaba entregando a Marco, sino a su fuerza pura, primitiva. La energía de los titanes debía de haber sido igual de formidable antes de que Júpiter la sometiese a las leyes del Olimpo.
Sin que me diera cuenta, Marco me había colocado en una postura que nunca antes había experimentado. Me hallaba inclinada hacia delante, sosteniendo el peso de mi cuerpo con los brazos apoyados en el parapeto y las piernas rectas, mientras sus manos me agarraban con firmeza por las caderas. Con la túnica levantada, sentía sobre la piel la brisa ligera de la noche y su mirada rapaz insinuándose por todas partes, como la de una fiera que se come con los ojos a su presa antes de devorarla. El corazón me latía enloquecido y la excitación encrespaba el interior de mi vientre, regalándome una expectación velada de delicioso temor. Después, cuando me penetró de repente, no me pareció un hombre, sino un poderoso animal que al principio me hizo daño —no había conocido nada semejante—, pero poco más tarde me provocó un placer inmenso, casi insoportable, en el que el goce físico, intenso por sí solo, estaba aumentado por la sensación de sometimiento y de poder absoluto de mi dominador. En efecto, él llevaba el ritmo, pues en esa posición yo era pasiva a la fuerza, lo cual —cosa que nunca habría esperado— me gustaba. ¡Qué alivio someterse al más fuerte! Renunciar a la razón. Dejarse llevar, decir «sí» a todo, «sí». Y no tener que hablar.
Era el océano agitado por el tridente de Neptuno, la tierra resquebrajada por el terremoto. Casi podía oír el crujido de mis huesos, como el tablazón de un barco a merced de la tempestad.
El orgasmo nos llegó de tiempos y lugares antiguos y remotos, anteriores a todas las civilizaciones.
Abrí los ojos satisfecha y aturdida, como si me despertase en una habitación desconocida. A nuestros pies y ante nosotros, el mar murmuraba tranquilo, sereno, indiferente a nuestra pasión, insignificante en comparación con sus tempestades. En el cielo, la luna había cedido el paso a las estrellas, que brillaban distantes e impasibles.
Recuperé la posición vertical con dificultad, aguantándome en el sólido cuerpo de mi nuevo amante, en el que permanecí apoyada hasta que me sentí estable.
Después nos separamos. La vida social me ha enseñado a encontrar un argumento de conversación para cualquier circunstancia, pero en ese momento no sabía qué decir. No me salían las palabras.
Lo miré. Marco volvía a ser el de antes. Ya no era un volcán titánico, sino un joven elegante y seguro de sí mismo. Solo las ojeras más marcadas denunciaban la verdadera naturaleza de su presunto paseo.
Por el contrario yo, no me cabía duda, estaba medio desnuda y desaliñada, con las mejillas surcadas de sudor y el maquillaje corrido. Con inesperada amabilidad, Marco se ofreció a arreglarme el peinado que, a falta de un espejo, yo no sabía cómo adecentar.
Dándose cuenta de mi apuro, dijo:
—Deja que te ayude.
La familiaridad con que lo hizo me confirmó que tenía experiencia en este tipo de trance.
—¿A cuántas matronas has arreglado después de habértelas…? —Me interrumpí.
Se echó a reír.
—¡Pregúntaselo a tus amigas!
—¡Grosero! —Le escupí en la cara.
Se secó, riéndose aún más fuerte.
—Me gustan las mujeres indómitas —dijo—. Son como las yeguas salvajes.
—Yo no soy una ye… —No pude acabar de protestar.
Marco se echó encima de mí sin darme tiempo de reaccionar, y me sujetó los brazos con las manos y me apretó los labios con los dientes, como queriendo traspasarlos y coserlos.
Intenté forcejear, pero fui consciente de que si tiraba los dientes se clavaban aún más, y corría el riesgo de hacerme daño.
Así que me vi obligada a rendirme. Me soltó cuando me vio completamente vencida e inmóvil.
—¿Lo ves? Ha sido fácil domarte. Y también te he demostrado que te equivocabas cuando has dicho que no había ningún hombre que mereciese la pena seducir.
«Me las pagará», pensé, imaginándomelo mientras se arrastraba a mis pies, consumido por la pasión. Pero para poder vengarme, tenía que saber quién era. Y no quería rebajarme a preguntárselo a Herenio.
—Dime tu nombre completo —dije—. Deseo saber quién me ha conquistado esta noche.
—Me llamo Marco Celio Rufo —respondió orgulloso, como si pronunciase un nombre famoso. Casi con certeza, intuyó lo que estaba pensando porque, antes de darse la vuelta, añadió—: Recuérdalo, un día será un nombre ilustre.
Mientras lo miraba subir por el sendero con paso triunfante, sincronizando perfectamente los músculos, me vino a la cabeza que el nombre «Marco» esconde, bajo ese hermoso sonido que recuerda a la palabra «mar», un significado nefasto: «fiel a Marte», el malvado señor de la guerra.