5
En el sueño las sombras invisibles acudieron en mi ayuda. Mientras dormía, me visitó el fantasma de otra persona a quien echaba mucho de menos: Lucana.
Me tendió los brazos con expresión serena, como ofreciéndome el sólido refugio de su abrazo para atravesar la tempestad que estaba viviendo.
En el sueño sabía que había muerto y que no podía abrazarla. Esperaba que le sucediese como a la madre de Ulises en la Odisea y que probase inútilmente a apretarme contra su pecho tres veces. Por el contrario, en mi sueño Lucana me abrazó con fuerza y yo la abracé a ella. Su cuerpo, familiar, firme y blando a la vez, enseguida me infundió energía.
—Así que… ¡no has muerto! —exclamé feliz.
Respondió con una sonrisa silenciosa.
—¿Dónde está Bucco? —pregunté.
Sonrió de nuevo, sin responder.
—¿Lo has dejado? —le pregunté, deseosa de que volviese conmigo.
Pero mi esperanza se desvaneció al instante, pues el viejo cocinero apareció en el umbral y, sin saludarme, Lucana hizo ademán de seguirlo.
—¡No te vayas! —le imploré, apretándola con más fuerza.
Negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.
—¡Te ordeno que te quedes! —le exigí.
Sacudió la cabeza de nuevo.
—¡Esta vez no voy a permitir que te vayas! Te haré atar, encadenar si es preciso…
Ella y Bucco intercambiaron una mirada de complicidad y después se encogieron de hombros, con la expresión llena de piedad.
Me di cuenta enseguida del porqué: no podía retenerla. Y mucho menos atarla o encadenarla. Poco a poco, mi Lucana se desvanecía entre mis brazos. Su cuerpo perdía consistencia y se volvía transparente.
—¡No! —grité—. ¡No te vayas…! No puedes irte. ¡Te necesito! ¡Mis ojos te necesitan! Ayúdame a descubrir la verdad.
Ya era casi invisible cuando su voz, muy débil pero innegablemente suya, me dijo:
—Los ojos… cuidado… con… tus… ojos.
—Pero ¿qué dices? ¿Qué?
—Ojo… mal… o…
—¿Qué dices, «ojo malo»? ¿Quieres decir que tengo algo en los ojos?
—Mal… de o…
—¿Intentas decirme «mal de ojo»?
Nunca lo supe con certeza. Lucana se desvaneció antes de responderme.