12

Pasé una tarde frenética. Tenía que hacer muchas cosas si quería mantener la palabra que le había dado de presentarme en su casa al amanecer al día siguiente, lista para el viaje.

De momento, me encargué de hacer más confortable el carruaje. Ordené que lo acolchasen con cojines y mantas porque un hombre en las condiciones de Catulo no podría afrontar las sacudidas del viaje.

Luego le pedí consejo a Cecilia para las medicinas.

—¡No puedo! —replicó—. No puedo prepararlas para mañana. Hay que cortar las flores al amanecer, en primavera, cuando rebosan de la energía del universo que resurge tras el letargo invernal. El poder de las plantas no depende exclusivamente de la linfa que corre por sus tallos. Su eficacia nace de la acción conjunta de la tierra, donde hunden sus raíces, con el cielo, hacia el que se extienden sus ramas. ¡Por eso hay que cogerlas en el momento oportuno, en la temporada más propicia!

—Cecilia, sé que tienes razón, pero… te lo pido por favor, ¿no puedes prepararlas con las hierbas secas que guardas en la despensa?

—Claro que puedo. Y si trabajo toda la noche tendré algo listo para mañana. Pero si Catulo esta tan enfermo como afirmas, no será suficiente. Habrías tenido que decírmelo antes.

—Lo sé, Cecilia, pero no me imaginaba que estuviese tan grave. ¡Ni siquiera sabía que estaba en Roma!

—De acuerdo, mamá, haré todo lo que pueda esta noche.

—Gracias, hija mía. —Sentí afecto y orgullo por ella. Me parecía imposible que esa muchacha tan buena y sensata fuese mi hija—. Sé que estás muy ocupada.

—Sí, pero… no te preocupes.

En efecto, Cecilia estaba muy ocupada porque iba a publicar un recetario. Pero antes de entregar sus fórmulas al librero que las haría copiar a los esclavos amanuenses y vendería los ejemplares en las tiendas del Argileto —por fin, entre los pésimos poemas que tanto habían hecho enfurecer a Catulo, un libro útil—, quería comprobar por última vez la eficacia de sus preparados. Era un trabajo ingente que se añadía a los preparativos de la boda. Cecilia se iba a casar dentro de poco: había aceptado, con su consentimiento, la propuesta de matrimonio de Publio Cornelio Léntulo Espínter.

Desde un punto de vista político era una unión ideal, pero no me había convencido solo la oportunidad estratégica. Quería que el matrimonio ofreciese a Cecilia más de lo que me había ofrecido a mí.

Antes de tomar una decisión, le pedí su opinión y ella me respondió simplemente: «Sí, de acuerdo», sin comentar nada. Cuando intenté ahondar en sus sentimientos, replicó: «No te preocupes». Una respuesta que me daba cada vez más a menudo y que yo detestaba porque, de hecho, no era una respuesta sino un modo de apartarme, como si fuese una vieja que ya solo podía retirarse en un rincón, alejarse de la vida. Quizá era justo que fuese así… pero no podía evitar sentirme como si me hubiesen abandonado en la orilla de un río que fluía rápidamente hacia una desembocadura que nunca llegaría a ver.

En esa ocasión, sin embargo, su independencia me tranquilizó, pues podía olvidarme de los preparativos de la boda e irme a Bayas sin preocuparme. Mi madre no lo habría hecho nunca, desde luego, pero… ¡una vez más, no seguiría su ejemplo!

Corrí todo el día y buena parte de la noche para estar lista al amanecer. Ocupé a toda la servidumbre, sin excepciones. Puse manos a la obra a un ejército de costureras para que ultimase un guardarropa adecuado. A pesar del agobio, era feliz y ni siquiera sentía el cansancio. Mientras impartía órdenes en la casa en revuelo, envuelta en el humo de los candiles que se alimentaban de aceite sin cesar, me imaginaba a Catulo durmiendo ¡y el corazón se me ensanchaba pensando que media Roma estaba despierta por él!

El espejo, en cuyo metal comprobaba de vez en cuando el efecto de las cremas que me aplicaba en abundancia, no reflejaba la imagen exhausta que me esperaba después de tanta agitación, sino todo lo contrario, la de una persona radiante. ¿Era yo esa joven sonriente, esa diosa inundada de luz, o la plancha de metal mentía de nuevo? Deseé que mi alma se elevase en el aire y volase por encima de muros y tejados para reunirse con mi amor y que llevase una nube de felicidad a sus sueños.