20

Di algunos pasos.

—¿Catulo? —lo llamé con voz titubeante.

La puerta se cerró con un golpe seco detrás de mí. La oscuridad era un espacio suspendido donde podía suceder cualquier cosa. Me dio un vuelco el corazón.

—¿Catulo? —repetí.

—Sí —susurró con una voz tan débil y entrecortada que casi no la reconocí.

Nunca había advertido, en nadie, un deseo tan intenso. En la oscuridad aquel deseo me llamaba, me empujaba a buscarlo, a encontrarlo. Extendí los brazos y empecé a caminar lentamente.

Me sobresalté; con la mano derecha había tocado algo frío. Palpando, comprendí que era una estatua. Recorrí los músculos del pecho, los de los brazos, la cabeza armoniosa.

—¿Dónde estás? —pregunté en voz más alta. Por el eco, comprendí que estábamos en un lugar amplio y casi vacío: el atrio de una casa patricia. Una corriente de aire fresco, que quizá procedía del patio interior, me acariciaba el cuello—. ¿Catulo?

—Sí.

No lograba adivinar de dónde llegaba la respuesta. ¿Por qué no iba a mi encuentro? Sin embargo, en lugar de enfadarme porque había atravesado toda Roma por un amante que ni siquiera salía a recibirme, esa incertidumbre prolongada me excitaba. Otro me habría tocado con pasión, me habría abrazado, acariciado… Por el contrario, Catulo era invisible. Reducido a pura voz, como la ninfa Eco tras haberse consumido de amor por Narciso. A lo mejor, él también se había consumido de amor esperándome… o bien estaba paralizado por la emoción y era incapaz de tomar la iniciativa. O quizá —me recorrió un escalofrío— quería que lo hiciese yo. Para que comprendiese que era diferente de todos los demás. En vez de imponerme su amor, esperaba a que yo se lo pidiese.

—Acércate —dije con tono firme.

—Como desees, mi señora —respondió.

Sus palabras, que me supieron a poder y victoria, hicieron brotar una sonrisa en mis labios.

A medida que los ojos se acostumbraban a la oscuridad, percibía a mi alrededor formas inmóviles, algunas en posturas solemnes —los antepasados del dueño de la casa—, y otras en poses sinuosas, como si no fuesen de mármol, sino de carne y hueso.

Y de repente, mis manos dieron con una piel lisa que emanaba un calor ardiente.

—Estate quieto —susurré—. Quieto.

—Lo que tú digas, mi diosa. Te obedeceré siempre —respondió.

Recorrí su cuerpo con las manos, de los hombros a las ingles. Estaba desnudo, como las estatuas de los guerreros. Sus músculos, menos turgentes, pero sensibles y vivos, se estremecían. Sentí que se moría de ganas por devolver la caricia, pero al mismo tiempo se imponía respetar mis deseos y permanecía quieto. Cuando rocé su erección con la mano gimió, y percibí el esfuerzo que estaba haciendo para reprimir el instinto de satisfacerse inmediata y violentamente. Su excitación me halagó, pero aún más su obediencia ciega. Hizo que me sintiera amada. O mejor, adorada, completamente y sin condiciones.

En el lecho de mi esposo, y en los de los amantes con los que me distraía del aburrimiento matrimonial, siempre había considerado la cópula como un rito previsible y repetitivo. Pero ahora, en lugar de la consabida actuación, por primera vez se abría ante mí un océano de posibilidades. Por primera vez comprendía el significado de la libertad. Una libertad tan inmensa que me dejaba sin respiración. ¿Quién era ese hombre que, sin ni siquiera rozarme, me hacía gemir de deseo? Intuí que con él habría podido hacer cualquier cosa. Y ese pensamiento me dio vértigo. Tuve miedo de perder el dominio de mí misma, precisamente porque tenía el dominio sobre él, sobre ese poeta medio loco que, con su rendición incondicional, me excitaba más que un ejército de guerreros triunfantes.

Seguí tocándolo, demorándome en la cicatriz, larga y vertical, que había despertado mi curiosidad en nuestro primer encuentro. La recorrí con la lengua, de arriba abajo, hasta sentir en la barbilla su virilidad. La herida sabía a sangre. La mordí con suavidad. Gimió sin intentar escabullirse, sin recular, como habría hecho cualquiera. Contuve el impulso de morder con más fuerza, para hacerle sangre y después bebérmela. La dulzura de Catulo, su aparente sumisión, despertaban mis deseos más ocultos.

Deslicé la lengua en el ombligo. Deseaba entrar bajo su piel, explorar el interior de su cuerpo.

Mientras tanto, ya acostumbrada a la penumbra, distinguí en el centro de la sala un lecho enorme: el lectus genialis, el que se coloca en la entrada de la casa en la ceremonia nupcial, donde el novio espera a la novia. Catulo había preparado el atrio como si fuese nuestra boda. Y eso me causó una mezcla de ternura y preocupación; ese hombre esperaba de mí mucho más de lo que podía darle.

Decidí seguirle el juego. Bueno, más bien, dictar las reglas: en lugar del novio, iba a ser yo quien lo esperase tumbada en el lecho.

—Ven —dije llevándolo de la mano.

Antes de echarme, me quité la túnica. Al ser de una seda ligerísima, voló en el aire como una nube y luego cayó al suelo. Era tan fina que a su través se apreciaban los adornos del mosaico. Sin embargo, Catulo no miraba mi túnica: me miraba a mí.

Parecía estar a punto de decir algo, pero lo interrumpí enseguida, poniéndome el índice sobre los labios.

—Chis.

Era apasionante hacer callar a un poeta. Tenía curiosidad por saber si, privado del uso de la palabra, de la cual era experto, seguiría siendo fascinante.

Me eché en el lecho con las manos detrás de la nuca. Me gustaba estar desnuda en aquella habitación desconocida, observada por las miradas ciegas de las estatuas. Y por la mirada ávida de mi amante. Imaginé que el mármol cobraba vida y que las estatuas formaban un círculo y se acercaban a mí con los brazos extendidos para tocarme. La idea me excitaba. Y se me ocurrió una cosa.

—Vamos a jugar —dije.

—Sí, Lesbia.

—Cerraré los ojos y tú me tocarás.

—¡Sí!

—Donde quieras.

—¡Sí! —volvió a decir, entusiasmado.

—Pero… —Hice una larga pausa.

—¿Pero?

—Solo podrás tocar una parte de mi cuerpo a la vez. Y en cada ocasión lo harás con una parte diferente de tu cuerpo. Y yo tendré que adivinar cuál es.

—Y ¿si no lo adivinas?

—Podrás castigarme. Como te plazca.

Lo dejé sin aliento. Tembló, antes de murmurar:

—Me gusta ese juego, amada Lesbia. Juguemos juntos.

Contuve la respiración. Yacer inerme, con los ojos cerrados y sin saber lo que iba a pasar aguzaba mis sentidos. Era como si mi cuerpo se hubiese multiplicado: muchos cuerpos, conscientes de su vulnerabilidad y, a la vez, del poder que ejercían sobre aquel joven en cuyas manos estaban.

De repente, sentí un revoloteo sobre el pezón izquierdo, que noté duro y dolorido, mientras la piel del brazo y de ese lado de mi tronco se erizaban.

—¿Me estás haciendo cosquillas con las pestañas? —pregunté.

—Lo has adivinado —susurró Catulo, y el revoloteo cedió el paso a una caricia de brizna de hierba.

—Y estos… ¿son tus cabellos?

—Sí.

A la hierba sucedió una superficie lisa que se restregó contra mis caderas para acabar apoyándose en el vientre, donde permaneció un buen rato, como si deseara hundirse en él.

—¿Una mejilla?

—Sí.

Me gustaba notar su peso, y su respiración, que se deslizaba con ligereza sobre mi piel. Después el peso desapareció, y algo húmedo empezó a ascender por la cara interna de mi muslo derecho, cada vez más arriba… Separé las piernas, esperando que alcanzase mi parte más secreta. Pero se detuvo antes de llegar.

—¿La lengua? —pregunté.

No me ofreció una respuesta todavía; algo se deslizó rápidamente en vertical entre mis pechos.

Dudosa, probé a decir:

—La… ¿yema del pulgar?

Silencio.

—¿La mano?

Silencio de nuevo.

Sentí escalofríos.

Con un hilo de voz, respondió:

—No, mi señora. Te has equivocado. Era el antebrazo. —Y tras una pausa añadió—: Tengo que castigarte. —Y después, dudoso—: Pero solo si lo deseas…

—Estoy lista —afirmé intentando parecer más valiente de lo que era.

Lo oí tragar saliva al tiempo que de su cuerpo emanaba un calor más intenso, como si le hubiese subido la fiebre.

Me tensé, esperando el dolor.

Sin embargo, no llegó nunca. La víctima del castigo fue mi monte de Venus que, tras haber sido apretado entre los dientes por un instante, recibió una lluvia de besos. Lamenté que aquel agradable castigo cesase.

Me relajé.

—Sigamos jugando —dije.

—Sí, mi diosa.

Un remolino caliente y húmedo engulló uno de mis dedos gordos del pie. Empezaba a confundir la derecha con la izquierda, encima con debajo… Ni siquiera logré pronunciar: «¡La boca!», porque mientras tanto algo —¿una mano?— se había introducido entre los dedos del otro pie, y tiraba de ellos, los apretaba, los masajeaba… provocándome oleadas de placer. Mis mil cuerpos estaban entrelazados de tal manera que, tocando una extremidad, la sensación se transmitía también a la opuesta.

Luego sentí en la piel del cuello, y más arriba, en el nacimiento de los cabellos, pinchazos suaves, como una granizada de minúsculas bolitas de hielo.

—¿Las uñas?

—Sí. —Catulo me suspiró al oído, donde se introdujo un ser abrasador con vida propia.

La emoción fue tan aguda que se me escapó un grito.

A duras penas logré decir entre gimoteos: «Otra vez… ¿la lengua?», cuando unas gotitas —¿de saliva?— me mojaron los pechos y se transformaron en una lluvia de besos que me caía sobre los hombros, el vientre y los muslos. Me sentía como la tierra que, amada por el cielo, se ofrece por completo, benévolamente, a su infinito toque fecundante.

Justo en ese momento, alcanzó mi pubis. Su aliento cálido me produjo escalofríos en el vientre. Una mano me separó aún más las piernas, y el soplo alcanzó lo más íntimo, que irradiaba oleadas intensas, casi dolorosas, de placer.

Pero en lugar de poseerme, dijo con voz ronca:

—Date la vuelta.

Obedecí. Ni siquiera había reparado en que los papeles se habían invertido. A esas alturas me había abandonado completamente a él. Como no me había abandonado a nadie, jamás.

Algo se insinuó entre las nalgas y ascendió hasta la nuca por la espalda. A su paso, esta se estremecía, aumentando la urgencia de las oleadas que emanaban del pubis.

—¿Tu… sexo?

—No es mío, es tuyo.

Hizo que me volviese otra vez. Hubo un silencio cargado de tensión, una pausa en la cual solo se movía mi corazón, que latía desbocado. Catulo me contemplaba. Indefensa, a su merced. Maravillosamente vulnerable.

Y por fin me tocó. Primero con los dedos y después, cuando todo mi ser se había derretido en un montón de carne palpitante, con su virilidad.

—Poséeme —susurré.

Me ofrecí a él todavía más. Deseaba tenerlo completamente dentro, como si no fuese solo un amante, sino una parte perdida de mí que volvía a mis entrañas. Y por cómo intentaba llegar a lo más profundo de mi ser, comprendí que deseábamos lo mismo. Alcancé el éxtasis más puro, sin tener que exagerar ni fingir. Cuando me vio saciada, se desplomó sobre mí. Pero aunque nuestro ímpetu se había agotado, no se retiró. Continuó pegado a mi cuerpo, cubriéndolo, como si no quisiese separarse de él, volver a ser un cuerpo diferente del mío.

Yacimos inmóviles durante mucho rato, sudados, entrelazados.

—No me separes de ti —murmuró—. Deja que muera en ti. Soy tuyo para siempre.