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El mar, sin embargo, nos ofreció una alegre acogida. Pero en contraste con el ardiente sol estaba helado. Entramos corriendo y salpicándonos, pero nos detuvimos cuando el agua nos llegó a la ingle.
—¡Está más frío que el lago de Garda! —protestó Catulo.
—¿El lago de Garda también causa este efecto?
Me burlé mientras señalaba entre sus piernas. El agua le había provocado un increíble e inmediato empequeñecimiento.
—¿Cómo te atreves? —exclamó abalanzándose sobre mí.
Lo esquivé ágilmente y se cayó de vientre, gesticulando con los brazos y con una expresión tan graciosa que estallé en carcajadas incontrolables.
De repente sentí que me tiraban de una pierna, grité, perdí el equilibrio y acabé sumergida, tragando agua, mientras luchaba con mi amante, que se había revelado un buen nadador.
Salimos juntos a flote unos instantes después, jadeantes y chorreando, sin dejar de reírnos y de toser.
Al notar cosquillas en un pie, miré al fondo a través del agua límpida. Una minúscula gamba, transparente, me había confundido con una de las rocas en las que buscaba alimento, y con movimientos frenéticos intentaba escarbar en vano mi pulgar.
—¡Mira! —dije señalándola.
—¡Por los númenes del Olimpo! ¡No es posible! Me distraigo un momento y ya te encuentro con un rival.
—¡No es un rival! ¡Quiere comerme!
—¿Y qué crees que quiero yo? —replicó Catulo con voz amenazadora.
—Eso… ¿qué quieres hacerme? —Lo miré con malicia.
—Está muy claro: ¡comerte!
Me cogió en brazos por sorpresa. Y abriendo las fauces con una mueca exageradamente monstruosa, hundió la cabeza en mi cuello para morderme, mientras yo flotaba colgada de él, sin peso.
Pasado un primer momento, noté con placer que, animado por mi cercanía, el frío no le impedía recobrar sus dimensiones habituales.
—Eh, ¡mira quién ha vuelto! —dije aferrando su sexo.
No sabía lo que le esperaba.
En cuanto lo vi abandonado a la voluptuosidad, sonriendo con los ojos cerrados y la respiración acelerada, solté la presa y con un movimiento de caderas me separé de él.
—¡Atrápame si puedes!
Eché a nadar mar adentro. Aunque no lo hacía desde el verano anterior, me sentía en forma, y lograba sincronizar las brazadas y la respiración, gozando del contacto con el agua, que me daba vigor y me hacía sentir liviana. Durante un rato, concentrada en coordinar las extremidades y llena de gratitud por mi cuerpo que, a pesar de la falta de ejercicio, recordaba aún los movimientos apropiados, me olvidé de Catulo.
Luego oí que me llamaba.
—¡Lesbia!
Me detuve, cansada, y dejé que me alcanzase.
—¡Qué esplendor! —exclamó refiriéndose al mar, al sol y a la costa que, vista desde el agua, era aún más espectacular. Y, por cómo me miró, supe que se refería sobre todo a mí. Nos besamos, sus labios sabían a sal.
Era estupendo estar allí abrazados, suspendidos en el abismo, como gaviotas en el cielo.
—Tenías razón, Lesbia: ¡nadar es como volar! —observó al tiempo que se tendía boca arriba con los brazos abiertos, como si quisiera abrazar el cielo.
—¡Qué gran goce nos regalan nuestros cuerpos! —exclamé imitándolo.
—El cuerpo es mucho más sabio que la mente. —Me cogió de la mano—. No lo olvides nunca.
La alegría que me proporcionó ese contacto confirmó que estaba en lo cierto, pero no dije nada.
Las palabras sobraban en ese momento mágico.
Con los dedos entrelazados, nos dejamos mecer largo rato por las suaves olas, gozando del contraste entre el bochorno de la superficie y la corriente fresca de la profundidad marina.
Me había abandonado al mar muchas veces, pero nunca de la mano de alguien. Publio, mi compañero de juegos de infancia, era demasiado nervioso para quedarse quieto. Mientras yo estaba ociosa, él se zambullía buscando conchas y pulpos. Mi marido lo habría considerado una pérdida de tiempo o habría aprovechado nuestra proximidad para echárseme encima. Y a mis amantes nunca los veía fuera de la cama. Tenía muchos hombres a mi alrededor, pero estaba sola.
La mano de Catulo tenía el poder de anular el miedo inconfesado que me dan los abismos. Hasta un monstruo marino me habría parecido menos terrible si se nos hubiese tragado estando juntos. Quizá, pensé, incluso la muerte sería menos espantosa si una mano nos aguantara la nuestra.
Al cabo de un rato volvimos a la orilla. No nos detuvimos para recobrar el aliento hasta que el agua nos llegó un poco más arriba de la cintura.
—¿Sabes que te estás quemando? —dije al observar el rosa intenso que le había coloreado la piel. Se encogió de hombros, despreocupado, como diciendo: «¡Qué importa! ¡No me da miedo quemarme!». Mi piel, por el contrario, se broncea enseguida—. ¡Oh, tus pobres hombros! —Lo abracé—. ¡Tengo que aprovechar para tocarlos ahora, antes de que incluso una caricia te resulte demasiado dolorosa!
—Tus caricias no serán jamás dolorosas —replicó, besándome. De un salto me colgué de su cuello y crucé las piernas por detrás de su espalda.
—¿Ves?, otra ventaja de flotar.
Rocé su erección con mi sexo. Era poderosa porque estaba relajado, ya que el agua sostenía mi peso.
—Veamos si hay más ventajas —murmuró entrando suavemente en mí.
El agua que me envolvía atenuaba la sensación del contacto, pero al mismo tiempo le regalaba nuevos matices. Era como si una tercera persona, el mar, se hubiera unido a nosotros para hacer el amor. Nos abrazaba por fuera y por dentro, sustituía nuestros humores con su líquido, gozaba con nosotros. Catulo sostuvo mis nalgas con las palmas de sus manos abiertas para guiarme. Pero sin su ayuda también habría logrado moverme con facilidad. El mar regalaba libertad, agilidad. Y cuando alcanzamos el clímax y después nos sumergimos en la dicha, fue como si todas las criaturas marinas, de las más pequeñas a las más imponentes, compartiesen nuestra felicidad.
Pero hubo una que seguramente no lo hizo: la lapa cuyo caparazón hirió a Catulo en el pie mientras volvíamos a la playa.
—Desvergonzada criatura, ¿cómo osas hacerle daño a mi amor? —exclamé inclinándome para arrancarla de la roca. Pero como todas sus semejantes estaba firmemente adherida y no se dejaba atrapar.
—¡Está envidiosa! —Catulo rio—. Déjala tranquila, me ha hecho un corte muy pequeño.
—No importa: ¡la lapa pagará muy caro su atrevimiento! —repliqué. Hice palanca en la base del caparazón con una piedra, hasta levantarlo y dejar al descubierto la pulpa interna—. Y lo pagará así —añadí tragándomela de un bocado.
—¡Peces, moluscos, algas! ¡Criaturas de los mares! —bromeó Catulo—. ¡No provoquéis la ira de mi amada! ¡No tiene piedad!
Orgullosa y triunfante, me incliné ante un aplauso imaginario.
Cuando llegamos a la orilla hice sentar a Catulo en la arena y le chupé la sangre que le fluía del corte, pequeño pero más profundo de lo que parecía.
—¡Tu sangre es exquisita! —observé tragando el líquido de color rubí cuya dulzura estaba mitigada por la sal del agua de mar—. ¡Me gustaría bebérmela hasta la última gota!
—Hazlo, te lo ruego —me suplicó, triste de repente—. Así mi sangre se mezclará con la tuya. Y no tendré que separarme de ti nunca más.
—Esta noche no nos separaremos —le susurré.
—Esta noche no, pero…
—¡Chis! —Le puse un dedo sobre los labios para acallarlo—. Los «peros», en Bayas, no existen.