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Diamantina sujetaba su toca con una mano, con la otra se agarraba al brazo de su nodriza como si se tratara de un lazarillo. Apenas podía ver por dónde pisaba. El ecónomo les abría paso con una antorcha e intentaba distraerla contándole historias sobre el túnel, pero no conseguía controlar su miedo a los murciélagos que revoloteaban sobre sus cabezas.

—¿Estáis seguro de que llegaremos al Castellar?

—¡Pues claro que sí, mujer! Esta misma mañana he hecho el recorrido. Desde que vino don Lorenzo a verme, lo habré cruzado más de diez veces.

—¿Tantas?

—Todos los días. Para comprobar que nadie se hubiera colado por aquí. El alcaide no quería sorpresas. Aunque se la va a llevar cuando os vea aparecer.

Diamantina no podía saber aún que la sorpresa mayor sería la suya. Cuando lacró las cartas que dejó para su esposo, pensaba que no volvería a verle hasta después de que don Diego la hubiera acogido en El Castellar. Se las entregó a Olvido antes de que llegaran las criadas de doña Aurora, mientras la esclava terminaba de colocarle una capa idéntica a la que vestía una de ellas.

—La primera te libera de culpa, dásela en cuanto pregunte por mí. Se pondrá furioso, pero comprenderá que tú no has tenido nada que ver con mi decisión. No le des la otra hasta que no le veas tranquilo.

No conseguía quitarse de la mente a su esposo, le preocupaba el momento en que Olvido le diera las cartas. Lo veía dando vueltas sobre sí mismo, enrojecido de ira, reclamando la presencia de todos los criados del palacio para preguntarles sobre su paradero.

La esclava guardó los pergaminos en un baúl, se acercó al cristal y le escribió.

—La vida empieza hoy.

Las dos se abrazaron sin poder contener las lágrimas.

Olvido terminó de colocarle el velo negro que enmascaraba el color de sus trenzas. Apenas se le notaba el embarazo, pero insistió en ajustarse el vestido hasta que se convenció de que nadie podría sospechar que no era doña Aurora. Se puso la toca y la capa, y se miró al espejo tapada de la cabeza a los pies.

Mientras tanto, la nodriza se revolvía entre las ropas que había bordado Olvido, iguales a las de Valvanera. Se puso las calzas que preparó para alargar su estatura, y se cubrió con su manto hasta los ojos.

—¿Cómo me veis?

Diamantina se echó a reír.

—Estás muy guapa, Valvanera.

—Y vos también, princesa.

Poco antes de la misa de doce, caminaban hacia la Encarnación y Mina vigiladas por las moriscas. Las criadas de la princesa, vestidas exactamente igual que ellas y que Valvanera y doña Aurora, se quedaron en el palacete a la espera de que la misa hubiera terminado.

Diamantina y su nodriza mantuvieron sus rostros ocultos hasta que entraron en el pasadizo. Nadie descubrió el engaño. Cuando el ecónomo cerró la puerta de la sacristía, Diamantina se echó la capa hacia atrás. El cura no pudo ocultar su confusión.

—¡Doña Diamantina!

La joven le sonrió y volvió a cubrirse.

—¡No os preocupéis! Doña Aurora está a salvo. Cambiaron los planes en el último momento.

Anduvieron casi tres horas hasta que divisaron el muro. A lo largo del trayecto, Diamantina repasaba una y otra vez lo que iba a decirle al alcaide. Testificaría a favor de doña Aurora y de Valvanera si el comerciante las denunciaba, pero eso significaba revelar el trato que recibía de su esposo. Necesitaba su protección y su cobijo.

Don Diego y su esposa la quisieron desde que vino al mundo, la cuidaron como si fuera sangre de su sangre, como quisieron a su madre nada más llegar a El Castellar. La alcazaba siempre había sido su casa. Cuando murieron su padre y su hermano Alonso, se trasladaron a un dormitorio contiguo al suyo, donde la alcaldesa pasó muchas noches en vela consolando su llanto.

Sabía que el alcaide la acogería incluso sin explicaciones, conocía a don Manuel desde que era pequeño, nunca le gustó la idea de aquel matrimonio. Sin embargo, Diamantina temía la vuelta a la fortaleza. Jamás imaginó que volvería para intentar reconstruir su alma. El día que murió su esposa, ella le prometió a don Diego que cuidaría de él en la plazuela del Pilar Redondo cuando fuera un anciano, y que algún día entendería por qué eligió a don Manuel como esposo. Hay hombres que necesitan afecto y no saben cómo pedirlo, se refugian en la cólera para disimular su hambre de caricias, pero, cuando aprenden a ser dulces, miran con los ojos más tiernos del mundo. Diamantina quería enseñarle a don Diego ese lado desconocido de don Manuel, quería que le amara. Pero ahora volvía para pedirle ayuda contra el dolor, contra el que la había marcado por fuera y el que no se veía.

Cuando la sombra del ecónomo chocó contra el muro donde terminaba el pasadizo, no podía imaginar que detrás de aquella puerta se encontraría con la razón de su huida.

Sintió los brazos de don Lorenzo sujetándola para no caer, sintió los ojos de su esposo, su voz, un hilo donde colgaba una pregunta que no necesitaba respuesta, su boca, la que había susurrado palabras hermosas a su oído tres noches atrás, su olor, su pelo ensortijado. Y sus brazos cargándola hasta la cama donde había dormido desde niña. Sintió el abismo abriéndose debajo de ella. Y no podía hablar. Pero nadie en este mundo, ni siquiera aquel hombre al que amaba a pesar de sus pesares, podría haberle arrancado de los labios otra frase que la última que vio dibujada en el cristal. Mi vida empieza hoy.

La princesa india
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