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Juan de los Santos no se encontraba cómodo en aquella ciudad. Sevilla se había convertido en un enjambre de hombres y mujeres que iban y venían cargados de productos de las Indias y de provisiones para el avituallamiento de los barcos. Demasiada gente desconocida entre la que cualquiera podría ocultarse, incluido el comerciante de paños.
En la mañana del Viernes Santo, acompañó a don Lorenzo al barco del capitán San Pedro para que le recomendara otras parejas de criados. Le encontraron en el Arenal, con los inspectores de la Casa de Contratación que controlaban la descarga de la mercancía. Don Ramiro les gritó desde el muelle antes de que ellos pudieran verle.
—¡Eh! ¡Muchacho! ¿Qué te trae otra vez por aquí?
No hizo falta que don Lorenzo se extendiera en el porqué de su cambio de opinión sobre llevarse a los moros a Zafra, el capitán comprendió de inmediato los motivos sin necesidad de explicaciones.
—¿Cómo he podido ser tan torpe? Lo siento, muchacho, no caí en la cuenta.
Al cabo de unas horas, un matrimonio de cristianos viejos les acompañaba con sus dos hijos varones por la calle Placentines, camino de la posada. En las gradas de la catedral, los mercaderes efectuaban sus transacciones con los productos traídos de las Indias. Comenzaba a llover; en sólo unos instantes la lluvia se convirtió en aguacero, y los comerciantes se introdujeron en el interior de la basílica para refugiarse. Juan de los Santos creyó ver al hombre de negro observándoles desde las escaleras y alertó a su señor.
—¡Mira! ¡Ahí está otra vez! ¡Rata del demonio!
Don Lorenzo miró hacia el lugar que le señalaba el criado.
—¿Quién? ¿Dónde?
—¡Allí! En el último escalón. El comerciante. ¿No lo ves? Parece que se está riendo el muy miserable.
El capitán no consiguió verlo y continuó caminando sin darle importancia.
—¿Estás seguro de que era él? Creo que te estás obsesionando.
Realmente no estaba seguro de que fuera el comerciante, pero lo fuera o no, para Juan de los Santos la necesidad de llegar a Zafra se convirtió en urgencia y desasosiego. Sevilla no era segura para sus mujeres. Cuando llegaron a la posada y el capitán le propuso asistir a una de las procesiones con doña Aurora y con Valvanera, se llevó las manos a la cabeza y volvió a hablarle como cuando se enfadaba con él cuando era un muchacho.
—¿Estás loco? ¿Quieres que el comerciante nos siga hasta la posada y averigüe de dónde somos y adónde nos dirigimos? ¡No participaré en esa temeridad, antes prefiero que me eches de tu servicio!
Don Lorenzo le miró con cara de sorpresa. También él se sorprendió de sí mismo, era la segunda vez en dos días que se mostraba tan alterado. Don Lorenzo se relajó y le guiñó un ojo como cuando era niño y buscaba su perdón.
—No te enfades, sólo quería enseñarles a las mujeres el Vía Crucis, dicen que las tallas son una maravilla.
—¿Que no me enfade? ¿Acaso has olvidado lo que dijo el capitán don Ramiro? Ese hombre es peligroso.
El capitán le tendió la mano ofreciéndole las paces.
—Cálmate, tienes razón. No saldremos de aquí hasta que subamos a la carroza que nos lleve hasta casa.
Juan de los Santos asintió con un gesto y se fue en busca de Valvanera. Desde que sabía que le iba a convertir en padre, su india del color del caramelo le parecía más hermosa que nunca. La redondez de su vientre se acentuaba a medida que pasaban los días, él ya no podía abarcarle los pechos con las manos, y sus ojos brillaban cuando pensaba en el hijo que amamantaría antes de que llegara el invierno. Jamás consentiría en que le hicieran daño, jamás dejaría al azar la posibilidad de que alguien pudiera ensombrecer la felicidad que él le debía. Él la trajo consigo y se aseguraría de que nunca tuviera que arrepentirse. La cuidaría a pesar de todos los pesares, a pesar de don Lorenzo, a pesar del hombre de negro y, si era preciso, incluso a pesar de sí mismo.