Capítulo I
1
La Puerta de Sevilla resaltaba entre las murallas de Zafra cuando bajaron del carruaje. La Virgen de la Aurora se alzaba sobre el pórtico en su pequeña hornacina. Don Lorenzo tomó el brazo de su esposa y se lo colgó del suyo señalando la imagen.
—¡Mírala! Lleva tu nombre. Ella nos bendecirá y nos protegerá para siempre.
Sujetó la mano de su hijo y atravesó las puertas de la ciudad amurallada. Sus ojos apresaron cada detalle de la calle Sevilla, el recorrido que había hecho tantas veces desde niño. La platería, la Casa Grande, el convento de Santa Clara, la botica, la dulcería, la tienda de telas, la barbería. Cada puerta y cada balcón que dejaban atrás les acercaban más hacia la casa palacio de la plazuela del Pilar Redondo, el primer lugar al que se dirigiría, para pedirle explicaciones a su hermano sobre su nuevo casamiento.
Juan de los Santos caminaba tras ellos junto a Valvanera y a la pequeña María. El mozo de espuela no podía ocultar su emoción, por fin estaban en casa. Cuatro criados, que don Lorenzo contrató en Sevilla recomendados por el capitán don Ramiro, tiraban de pequeños carromatos donde se amontonaban los bultos del equipaje.
Mientras recibían la mirada curiosa de sus vecinos, se agolpaban en su mente los acontecimientos que le obligaron a salir de allí hacía una vida entera, y los que le devolvían de nuevo. La muerte de su padre, los celos del nuevo conde, Diamantina, el amor y la guerra en las Indias, el viaje en el galeón, el hombre de negro.
Don Lorenzo confiaba en que el Conde de Feria les protegiera si surgía algún problema, siempre se había mostrado respetuoso con su madre y siempre ayudó a los judíos conversos cuando los jueces de la Inquisición visitaban la ciudad en busca de herejías. Estaba seguro de que a ellos también les ayudaría si el comerciante de paños les seguía la pista. No había vuelto a verlo desde que desembarcaron en Sevilla, pero la idea de que pudiera rastrear sus movimientos no se le quitaba de la cabeza. Don Ramiro de San Pedro le había vuelto a insistir en que se mantuvieran alejados de él, cuando se despidieron en el Arenal.
—¡Adiós, muchacho! Si me necesitas, ya sabes dónde me tienes. Mantén los ojos bien abiertos con ese bicho. Y recuerda que las moscas siempre encuentran un difunto donde posarse.
Volvió a visitar al capitán al día siguiente, para que le buscara dos parejas de criados que les acompañaran a Zafra. Los hombres trabajarían en el campo y las mujeres ayudarían a Valvanera con los niños y en las tareas de la casa. El capitán le recomendó a dos matrimonios moriscos, los maridos eran hermanos y habían servido en casa de un mayorista de telas arruinado y cubierto de deudas.
Se alojaron todos en una posada cerca del puerto, al otro lado del río, en el arrabal que crecía frente al muelle donde atracaban los barcos. Allí esperarían hasta encontrar un carruaje que quisiera trasladarles. Don Lorenzo hubiera querido emprender el camino al día siguiente de desembarcar, pero llegaron en la mañana del Miércoles Santo, hasta la semana siguiente sería imposible encontrar un cochero que aceptara moverse de Sevilla. Hacía un par de años que se celebraba un Vía Crucis por toda la ciudad, la mayor parte de los hombres acompañaban a las imágenes de la Pasión y muerte de Jesús, como penitentes cubiertos con túnicas y con antifaces que les tapaban la cara. Distintas cofradías organizaban sus estaciones de penitencia hasta el Domingo de Resurrección, para entonces habría demasiada gente que querría salir de la ciudad, no sabía hasta cuándo tendrían que permanecer allí.
Juan de los Santos le acompañó en busca de los nuevos criados. Cuando regresaban a la posada, donde Valvanera y doña Aurora descansaban con los niños, se acercó al oído de don Lorenzo para que los moriscos no pudieran escucharle.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? Cuatro moros, dos indias y dos mestizos. ¿No te parece demasiado? Quiera Dios que la suerte no piense que la estamos tentando.
Don Lorenzo se detuvo y le clavó los ojos.
—Dios quiso que mi madre fuese mora y que tú y yo tuviéramos hijos mestizos. ¿Nos obligará la suerte a renegar de los nuestros?
El mozo de espuela mantuvo su mirada. Parecía que no iba a contestarle, sin embargo, le sorprendió con un tono de voz que no usaba desde que le reprendía cuando era un muchacho.
—La suerte no puede obligarnos a lo que nunca estaríamos dispuestos. Pero puede volverse negra contra nosotros. No olvides que ahora no estamos solos.
Continuaron el camino hasta la posada sin dirigirse la palabra. Don Lorenzo buscaba los pros y los contras de su decisión, Juan de los Santos apresuraba el paso mirándole de reojo hasta que llegaron casi a la puerta de la fonda. Antes de cruzar el Arco del Postigo, el capitán detuvo a su mozo de espuela.
—Tienes razón, no debemos tentar a la suerte más de lo necesario. Podría confundirse con un desafío, y ya llevamos con nosotros suficientes problemas como para buscar otros nuevos. Mañana les diré que se marchen.
Al día siguiente, los moros salieron de la posada con un jornal en la bolsa y con el reproche en sus caras. Don Lorenzo no podía imaginar entonces que los problemas que trató de evitar le seguirían después hasta Zafra, agravados por el quiste del resentimiento.