Capítulo IV
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Algunas tardes, la princesa y su esclava bajaban al camarote y relataban a los niños historias de su pueblo hasta que el Sol comenzaba a ocultarse y las órdenes del contramaestre retumbaban en el galeón, como si fueran a cumplirse por sí mismas.
—¡Desencapillad la mesana! ¡Izad el trinquete! ¡Primera guardia preparada en el castillo de popa!
Otras veces charlaban con doña Gracia y doña Soledad, mientras jugaban a los naipes y gastaban bromas a sus criadas sobre el marinero que elegiría cada una para desembarcar de su brazo. A Laura y a Juana se les subía el color y salían corriendo entre risas.
Los días transcurrieron apacibles, luminosos e idénticos, hasta que la princesa y su criada chocaron con la primera sombra que encontrarían en el nuevo mundo.
Se encontraban fumando en el antepecho donde se guardaban las hamacas, cuando un calafate se dirigió a los marineros tras empujarlas.
—¡Estas indias deben de ser sordas! O a lo mejor no entienden que las batayolas son para guardar los cois, no para esconderse y hacer porquerías.
El carpintero no se dio cuenta de que don Lorenzo se acercaba, y continuó hablando mientras buscaba su hamaca.
—¡Fuera de aquí, indias del demonio! ¿No veis que estorbáis?
Los puños del capitán se estamparon contra la nariz y el estómago del calafate sin concederle una tregua. La tripulación jaleaba a uno y a otro mientras la princesa sentía los ojos del comerciante de paños clavados en ella, al mismo tiempo que hablaba al oído de un marinero. Don Ramiro acudió alertado por el contramaestre, obligó al tripulante a pedir perdón a las damas y le envió al palo mayor. La refriega sólo duró unos momentos, pero sería el inicio de la pesadilla en la que se convertirían los sueños de la princesa.
Desde que salieron de Cuba no había vuelto a escuchar esa palabra de la forma en que la pronunció el marinero: «¡i n d i a s!». Como si las letras ardieran en su boca; como si la rabia le obligara a expulsarlas una a una; como si no fueran letras, sino ácido que escuece en el estómago; como dardos.
La princesa volvió al camarote convencida de que ésta no sería la única vez que la llamarían así, pero se prometió a sí misma evitarle a don Lorenzo la obligación de volver a defenderla. A partir de ese momento, cuando alguien la llamara india, le contestaría en nahuatl con versos que confundirían al que ofende con el ofendido. Le diría la frase que solían pronunciar las niñas del calmecac cuando otras las insultaban, palabras capaces de demostrar que los desprecios no ofenden cuando se ignoran.
—Como esmeraldas y plumas finas, llueven tus palabras sobre mi rostro.
Muchas veces quiso decirlo en Cuba cuando escuchaba gritar a los vendedores de esclavos mientras los conducían en cordadas.
—¡Vamos, vamos! ¡Indios holgazanes! ¡Un poquito más de salero en esa fila!
Muchas veces quiso gritar que no eran indios, sino aztecas, totonacas o mayas, y que los esclavos no merecen ese trato. Pero el miedo la enmudecía, se ocultaba tras la espalda del capitán y suplicaba a su diosa de los besos para que cerrara sus oídos a las palabras que hieren.
Muchas veces quiso gritar que los indios tenían un nombre, un nombre que les dieron al nacer y formaba parte de su destino. Un nombre que les robaron sin saber la razón, arrastrado por el agua que derramaron sobre sus cabezas, inclinados, entregados a los dioses que vinieron del mar para salvarles de un tirano. Su nombre. Cada uno tenía su propio nombre. Como lo tuvo ella. Ehecatl. Como el que intentó conservar cuando se lo arrebataron, inclinada también, como el resto de las princesas y sus esclavas. El nombre que conservó para sí mientras el agua bautismal caía sobre ella, mientras abría los labios para permitir que unas gotas entraran en su interior, y se tocaba el pecho con la mano húmeda, tal y como la tocaría la partera si la estuviera bautizando.
No escuchó al sacerdote de los nuevos dioses, que levantaba las manos arriba y abajo, y a derecha e izquierda, pronunciando extrañas palabras que ni siquiera la mujer traductora podía entender. Tan sólo escuchó sus propios pensamientos.
—Recibe el agua azul del Señor del mundo, el agua celestial que lava y limpia tu corazón. Únete a la diosa del agua, la gran Señora que está sobre los nueve cielos.
Pájaro de Agua lloraba a su lado.
—Nos han cambiado el nombre, mi niña.
Desde que los ídolos cayeron por las escaleras del templo, Pájaro de Agua no se separó de ella. Ambas corrieron a refugiarse con las mujeres de los caciques. La princesa abrazaba a su diosa de ónice con la mano. Su madre la protegió con su cuerpo, señaló el besador y se lo escondió bajo la blusa.
—Deprisa, que no te lo vean.
Los ancianos lloraban tapándose los ojos. Los guerreros levantaron sus arcos y flechas y se dirigieron hacia las gradas, por donde se desplomaban sus ídolos hechos añicos. Ehecatl distinguió a Serpiente de Obsidiana dispuesto para el disparo. Las piedras que lanzaban los jóvenes rebotaban en los cuerpos plateados de los nuevos teules.
Cuerpos caídos con agujeros de fuego en la espalda. Flechas de hierro atravesando las corazas de maguey y los trajes de piel de jaguar. Penachos de plumas de colores empapados en sangre. Campesinos corriendo de un lado para otro.
Los hombres de hierro apoyaron cuchillos tan largos como sus brazos en el cuello de los ancianos. Los gritos de la intérprete se elevaron sobre los de su señor.
—¡Dejad las armas, o morirán!
La joven se dirigió a Chimalpopoca.
—Los teules dicen que no quieren haceros daño. Que han venido para favoreceros contra Moctezuma. Diles a tus hombres que bajen sus arcos o matarán a todos los principales.
Hay momentos en los que la razón se tiene que imponer sobre el deseo. Chimalpopoca deseaba continuar la lucha y expulsar de la ciudad a los recién llegados, pero ordenó a los guerreros que dejaran las armas. También hay momentos en que las lágrimas no son suficientes para mostrar el llanto. Las mujeres se abrazaban unas a otras, mientras sus ídolos ardían apilados en el centro de la calle. Y el desconcierto se adueña de los que sufren y no comprenden la razón de la herida. Los sacerdotes obligados a cortarse sus cabelleras, dignificadas por la sangre acumulada de los sacrificios sagrados. Sustituidas sus vestiduras por mantas anudadas a la espalda, como cualquier campesino.
Ehecatl se tapó la cara con las manos después de ver cómo la furia de los teules destruía su pueblo. Protegida por el cuerpo de su madre, la princesa acarició el besador que escondía bajo su blusa y rezó una oración. Deseó con todas sus fuerzas que la diosa de ónice entendiera sus palabras. Suplicó para que terminara aquel sueño convertido en pesadilla. El rostro de los muertos, que poco antes se sorprendían jubilosos con el aspecto de los hombres plateados, se grabó en su mente. A veces las sorpresas llegan cargadas de tristeza y desengaño. Bocas abiertas que dieron la bienvenida a los que cerrarían sus ojos para siempre. Bocas que gritaron por la esperanza de la libertad, calladas por los que prometieron defenderles del tirano. Rostros que cambiaron su expresión de alegría por la de la incomprensión, y por el horror paralizado en sus ojos.