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Durante los últimos meses de su estancia en Tenochtitlan, Valvanera y doña Aurora se esforzaron en aplicar sus hierbas medicinales contra los aires de enfermedad que los forasteros trajeron consigo. Ya no había tiempo para acudir al palacio de Moctezuma, ni para pasear en canoa por los canales. Los enfermos se multiplicaban cada día, algunos morían entre el picor y la quemazón de las pústulas con que se llenaban sus cuerpos. Los que conseguían sobrevivir quedaban marcados para siempre de cicatrices. Otros veían cómo sus genitales se llenaban de úlceras y su piel de manchas marrones, sobre todo las plantas de los pies y las palmas de las manos, los bultos de sus ingles se extendían por otras zonas del cuerpo produciéndoles un enorme cansancio, se les caía el pelo y perdían el apetito.
La princesa aplicaba los ungüentos que preparaba su esclava procurando calmar el dolor de los enfermos, que se preguntaban si los nuevos dioses les enviaban estas enfermedades para reparar las ofensas que les habían causado, de la misma forma que habían hecho hasta entonces sus propios teules con otras dolencias.
Las dos mujeres se bañaban siempre cuando volvían a casa. Doña Mencía recogía las túnicas que doña Aurora y Valvanera dejaban en el cesto y las lavaba varias veces hasta que desaparecía cualquier rastro de enfermedad.
Una noche, Valvanera despertó a la princesa muy agitada, llevaba en brazos a la pequeña María.
—¡Mi niña! ¡Mi niña!
Doña Aurora se incorporó con la certeza de que los malos vientos volvían a acompañarla.
—¡Corre! ¡Es doña Mencía!
La joven tiritaba en la estera delirando. Tenía todo el cuerpo cubierto de erupciones que se intensificaban en las piernas, los brazos y el rostro. Valvanera se dirigió a doña Aurora con la cara descompuesta.
—¿Qué hacemos?
Doña Aurora miró a la enferma sin contestar a su esclava. El dolor y la muerte, que durante siete meses consiguió mantener lejos de los suyos, entraban en su casa de su propia mano.
Valvanera tocaba la frente de la niña buscando los síntomas de la madre.
—Hace días que andaba con fiebres. Ya no daba de mamar a los niños, ella pensaba que la retirada de la leche la había enfermado. ¿Qué hacemos? ¿Aviso al capitán don Lorenzo?
La princesa continuaba mirando el rostro de doña Mencía, hermoso y joven cuando se acostó hacía tan sólo unas horas, y recordó un verso que aprendió en el calmecac.
—Quiero flores que duren en mis manos.
Valvanera cogió también al pequeño Miguel y se dirigió hacia el cuarto de don Lorenzo con un niño en cada brazo. Instantes después, el capitán entraba en la habitación y contemplaba a doña Mencía cubierta por una manta de algodón. Doña Aurora se arrodillaba, inclinándose hasta tocar el suelo con las manos abiertas. El capitán se acercó e intentó levantarla.
—Vamos, salgamos de aquí, Juan se encargará de todo. Al menos no ha sufrido demasiado.
Pero la princesa se libró de los brazos de don Lorenzo de la Barreda, no podía soportar que la rozara, las manchas de la sangre y de las enfermedades de su pueblo le impregnaban de un olor ácido como el que acompañaba a todos sus soldados. Desde que llegaron a su tierra, la certeza de la muerte había sustituido a la esperanza de encontrar en ella la continuidad de la vida. Los guerreros ya no morían en combate, ya no acompañaban al Sol para que siguiera su camino hasta su cenit, morían en sus esteras deformados por la enfermedad. Las víctimas de los sacrificios sagrados ya no alimentaban a los dioses con su sangre, ahora los nuevos sacerdotes bebían la de un dios que permitía matanzas en su nombre.
Los puños de doña Aurora se cerraron, sus gritos se escuchaban en todo el palacio mientras descargaba su desesperación contra el suelo.
Al día siguiente llegó la noticia de que varias naves repletas de soldados habían llegado a Veracruz con la orden de apresar a los españoles. Don Lorenzo se encontraba entre los capitanes que marcharían para enfrentarse a las tropas recién llegadas, él mismo se lo comunicó a la princesa dos días antes de partir, y nuevamente le ofreció la oportunidad de volver a su casa con Valvanera.
—Pasaremos por Cempoal. Podríais llevar a María con vosotras, Miguel se quedaría al cuidado de un ama de cría.
Pero doña Aurora no consintió en separarse de Miguel. El niño la quería. No podía traicionar la promesa que se hizo a sí misma, lo cuidaría como a un hijo, como Espiga Turquesa cuidó de ella. Su madre se alegraría si regresara, pero no soportaría la deshonra que llevaría consigo. Cuando la entregó a los extranjeros renunció a ella para siempre. Su vuelta supondría una condena a la soledad y al abandono, a menos que encontrara la protección de un hombre. Su madre sabía que ningún joven aceptaría a una viuda que nunca llegó a ser esposa. Don Lorenzo la protegía desde que vino al mundo el pequeño Miguel, el destino les había unido para siempre, ella jamás se atrevería a intervenir en los deseos de los dioses.