3

Juan de los Santos envió a las criadas a la posada de la calle de los Pasteleros con un recado para Virgilio y para José Manuel. Así se aseguraría de que no intentaban ponerse en contacto con el comerciante. De lo contrario, no podrían participar en los planes de huida. A una la envió por la mañana y a la otra después de comer. Las dos cumplieron su encargo sin pararse a hablar con ninguna persona, él mismo las siguió hasta que volvieron a casa.

Al día siguiente, repitió la operación con el mozo de soldada y con la lavandera. Ninguno de los dos buscó al de los paños. La cocinera y el despensero tampoco aprovecharon la oportunidad cuando les llegó su turno. La caja de piedra seguía en el palacete.

Doña Aurora le aconsejó que modificara la razón de las salidas. El que tuviera el cofre podría descubrir la trampa. No era muy normal que todos los sirvientes acudieran a la posada con un recado en tan breve espacio de tiempo.

Repasaron las rutinas del comerciante y enviaron a la servidumbre a los lugares donde podrían encontrarlo. La Plaza Grande, la Plaza Chica, el barrio judío, las tiendas de la calle Sevilla, la botica, el barbero. A todos se les brindó la ocasión de deshacerse de las joyas, pero Juan de los Santos siempre volvía al palacio con el enigma por resolver. Y el domingo se acercaba.

—No lo entiendo, doña Aurora, alguno debería haber hecho ya algo que le delatase.

Le rondaba por la cabeza la idea de que podrían haberse equivocado, de que el ladrón no tuviera otro objetivo que ganarse un dinero con la venta de las joyas. Sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería a comerciar con las imágenes de dos dioses paganos. El comerciante tenía que estar detrás del robo. Tarde o temprano, el responsable daría un paso en falso.

En una de las salidas, el hombre de negro le abordó en la Plaza Chica con su media sonrisa de siempre. Los dos moros le flanqueaban.

—¡Buenos días nos dé Dios! Parece que andáis compungido. ¿Habéis perdido algo?

Se quedó petrificado. El comerciante llevaba en las manos un zurrón de tela. Con la derecha lo sujetaba sobre la palma, y con la izquierda lo recorría con los dedos remarcando sus aristas. El tejido se ajustaba perfectamente al contorno del cofre de doña Aurora.

—¿O a alguien?

El hombre de negro le miraba acariciando su pequeño triunfo.

—He oído que la cuñada de vuestro señor ha desaparecido. Y que nadie la ha visto desde que acudió a la posada poco antes de la feria. Fue a solicitar los servicios de vuestra señora y de vuestra esposa, ¿verdad?

No podía apartar la vista del joyero pero, cuando escuchó al comerciante, se abalanzó sobre él con el gancho de izquierda preparado. Los criados le sujetaron antes de que pudiera propinarle una paliza.

—¿Qué estáis diciendo?

—Sólo digo lo que se oye por aquí. Que hubo mucha sangre en la posada, y que a la Señora de El Torno no se la ha vuelto a ver desde entonces.

—La señora doña Diamantina está en su casa. Preguntad a sus criados. Está perfectamente.

Los moros le soltaron obedeciendo un gesto del comerciante y se situaron un paso detrás de él, de cara a su amo.

—¿De verdad? Si estuviera perfectamente iría a misa los domingos. ¿Acaso crees que soy tonto? También podría preguntarles a sus criados qué pasó en la fonda. Demasiada sangre para no haber heridas, ¿no crees?

El comerciante le miraba con cara de saber lo que no debía. Clavado en el sitio donde le dejaron los moros, su cabeza daba vueltas buscando cómo impedirle seguir hasta donde quería llegar.

—Hay manchas que se repiten todos los meses donde viven las mujeres. No creo que haya nada extraño en eso.

—Lo extraño es que la sangre sea tanta, tan roja, y en una sola noche. Justo la noche en que apareció en la fonda la cuñada de tu señor. Pero no hace falta que me cuentes nada. Yo ya sé lo que pasó.

Nadie había visto salir a Diamantina de la posada, y nadie la había visto entrar. Era imposible que el comerciante lo supiera. Quizás alguien hubiera visto a la nodriza lavando los paños de algodón que sujetaron las hemorragias, pero no podía saber el origen de la sangre. Estaba claro que el hombre de negro le intentaba sonsacar, no quería darle pistas que confirmaran sus sospechas, pero tampoco podía permitir que aumentara su curiosidad.

—Creo que no os han informado bien. En la fonda no pasó absolutamente nada. La señora doña Diamantina está en su casa, siempre ha estado allí, reposando su embarazo.

El comerciante se dirigió a sus sirvientes, reía a carcajadas, su voz y sus hombros exageraban una fingida incomprensión.

—¿Habéis oído hablar de alguna preñez que continúe después de haberse malogrado?

Los moriscos negaron con la cabeza e imitaron su gesto. Después se acercó hasta él arrastrando la voz.

—Sin embargo, no sería la primera vez que el diablo plantase una mala semilla en el mismo sitio donde arrancó una buena.

—¿Qué estáis insinuando?

—No me hace falta insinuar nada. No es difícil suponer lo que pasó. Yo ya lo sé, y el Tribunal del Santo Oficio lo sabrá a su debido tiempo.

Se marchó en compañía de sus criados dejándole en medio de la plaza, sintiendo cómo se abría la tierra bajo sus pies. El comerciante tejía una tela cada vez más enmarañada alrededor de su esposa y de doña Aurora. Y tupía la trama añadiendo cualquier cosa que le sirviera como acusación. No se conformaba con culparlas de conservar a sus dioses, haber matado al calafate, o provocar la inundación de la ronda, ahora también las acusaba de provocar la desgracia de Diamantina invocando al propio Satanás. Ese hombre no pararía hasta que pudiera atribuirles todos los males del mundo.

Volvió al Pilar Redondo deseando que llegara el domingo; que volviera don Lorenzo con la moneda de cambio que había ido a buscar; que fueran ciertos los rumores que le contó el alcaide; que los inquisidores fueran sordos; y que la justicia no fuera ciega.

Cuando llegó al palacete, su esposa acababa de amamantar a la pequeña. La sujetaba con la mano izquierda, manteniendo contra su pecho la espalda de la niña. En la mano derecha sostenía una pieza de fruta que acababa de morder. Su india del color del caramelo le recordó a la Virgen de la Granada, la misma a la que él rezó tantas veces cuando acompañó a don Lorenzo a vender la uva a Llerena. Volvió a ver en su mente a Nuestra Señora, morenita y dulce, mostraba a su niño con la mano izquierda y sujetaba con la diestra la granada que simbolizaba la unión con que se ganó la batalla contra el moro. Le rezó contemplando a sus propias morenitas y le imploró para que iluminara al Santo Tribunal.

La princesa india
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